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sábado, 31 de octubre de 2015

La piedad de la diosa CUENTO


 
La piedad de la diosa

Agotada por la larga jornada, Naischia se detiene un momento a observar arrobada la imponente construcción. Luego, despacio, con gran esfuerzo, asciende por las empinadas escaleras y  penetra al templo. Está exhausta. 

Es aún muy temprano, y a esas horas de la mañana el lugar, en apariencia, se encuentra desierto. Mimetizados sin embargo, entre las  esculturas y la profusión de figuras labradas, varias decenas de mendigos que pasaron la noche  en su interior,  la observan desde lejos con mirada lasciva. Uno de ellos intenta aproximarse a la joven,  pero otro lo detiene. Al divisarlos, un estremecimiento recorre el cuerpo de Naischia; conoce esa mirada, sabe lo que quieren. Y sabe que no puede negarse. Pero sabe también, que entre los muros del templo de la diosa no se atreverán a importunarla.  

 Fue un  largo recorrido a través de  la selva y de varios poblados, pero al fin ha llegado, y ahí está ahora, en la casa  de su madre. A pesar de su inmensa pesadumbre, de su cansancio, la joven experimenta al abrigo de ese sitio sagrado  un poco de sosiego.

Desde lo más alto de los arcos, torres y esculturas, los micos, reverenciados por los creyentes, la contemplan curiosos. La presencia de la joven no los inquieta, están acostumbrados a los seres humanos. Shiva, Visnú y una profusión de dioses menores tallados en las paredes, figuras leoninas, aves, reptiles, tigres y danzantes,  también parecen observarla.

Naischia se aproxima despacio, con respeto, hasta el altar principal  procurando no hacer ruido con los sonajeros  de sus tobillos y muñecas.

La imagen imponente de la diosa, siempre la ha turbado. Verla ahora, así,  tan cerca, en ese entorno abrumador y misterioso, la sobrecoge, pero  sabe que a pesar de su terrible aspecto, Kali, es misericordiosa. Siempre la ha sentido como una madre. Por eso  acude hoy a ella. Se prosterna ante su altar  hasta tocar con la frente  el piso. Y luego, alza sus ojos humedecidos hacia la imagen.

“Madre, le implora, he llegado hasta ti, para pedirte piedad. No tengo valor para seguir llevando la vida a la que fui destinada desde mi nacimiento. Vine marcada con este terrible destino. Soy una devadasi, un ser sin casta, una dalit, más baja aún que un paria, que un intocable.  Nací en uno de los barrios más miserables de  Kamataka. Éramos muy, muy pobres. No alcanzaba el sustento para mis padres, para mi y para mis dos hermanos varones. Esa realidad marcó mi vida. Cuando niña, ignorante de todo, aún soñaba con tener un hogar, hijos, una familia propia, pero muy pronto,  supe que debía alejar de mi mente ese pensamiento, que lo que más ansiaba en la vida, me estaba vedado.  

“A los catorce años, cuando mi cuerpo empezaba a florecer a la sensualidad mi propia madre me llevó al templo de Yellanma y a pesar de mi llanto, allí me dejó. No la culpo, no tenía otro camino, no podía pagar una dote por mi, no podía mantenerme. Yo representaba para mis padres una maldición. 

“Y desde ese día me convertí en esclava del templo, en prostituta pública. Supe entonces lo que era entregarse sin amor a los más repugnantes requerimientos de los más repugnantes de los seres. Ese es mi Karma, madre. Nací destinada a  ofrecer mi cuerpo gratuitamente a los más miserables. Llegan a mi todos los días hombres obscenos, enfermos, repulsivos y no puedo negarme, madre. Debo atenderlos. Debo darles gusto. Pero ya no lo soporto.

Desde hace un tiempo me siento mal. Estoy enferma, lo sé. Pero las enfermedades son lentas, la vejez rápida y sus achaques eternos. Aun si llego a anciana estoy condenada a vivir por siempre en los burdeles. No puedo más. Ha sido un largo camino hasta tu templo; tengo los pies, llagados y en el alma un infinito cansancio. He venido hasta ti, madre,  para implorar  tu piedad”.

Agotada por la emoción, la debilidad y la tristeza, Naischia se dobla hasta tocar con su frente el suelo del templo y así, agachada, casi vencida por la pena, deja escapar sus sollozos. 

Los ojos fieros de la diosa reflejan  por un instante  algo  semejante  a la ternura. De sus hombros, se descuelga una serpiente que desciende lentamente  en dirección a Naischia.

Desde lejos, los mendigos que esperan anhelantes la salida de la joven, observan absortos la escena. Los micos se inquietan, saltan y aúllan  asustados, pero es solo un instante. Luego, todo queda en paz.


 Leonor María Fernández Riva

Santiago de Cali, Octubre 



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