Everardo Piñuel, más conocido
por la policía por el sobrenombre de "Rafles", se prepara
esa tarde para realizar la operación que llevará a cabo esa madrugada. Ha
estudiado cuidadosamente el objetivo y sabe que lo de esa noche será algo
sencillo, sin sorpresas. No puede imaginar sin embargo, la que la vida le
tiene reservada.
De aspecto agradable, muy pulcro y bien presentado y dejando siempre tras sí el aroma a madera de su
colonia predilecta, Everardo resulta muy atractivo entre las
damiselas alegres que frecuenta. A lo largo de los años pasó, de vulgar
ratero a carterista y de carterista a roba carros, hasta que
un buen día se dio cuenta de que el negocio no estaba en la calle sino en
las residencias y apartamentos. Se dedicó entonces a aprender con
gran minuciosidad los tejemanejes del oficio y logró convertirse en un
hábil “apartamentero”. El mejor.
Su apodo se lo puso un policía
en recuerdo de Rafles, el ladrón de las manos de seda, el personaje creado por
E.W Hornung, cuñado de Arthur Conan Doyle. Se ganó ese sobrenombre por su forma
sorprendentemente hábil de abrir cerraduras y cajas fuertes, desconectar
alarmas y penetrar a los lugares más inaccesibles con singular rapidez, sigilo
y efectividad; pero también, por su forma caballerosa de comportarse al
realizar sus atracos, algo poco corriente entre los de su oficio en
el que fue imprimiendo su sello personal: le gusta actuar solo, no asalta a personas de escasos recursos y no emplea nunca la
violencia.
A esa altura de su vida, no tiene en
realidad mayores ambiciones; se contenta con un buen golpe una sola vez al mes,
y pare de contar. Es sumamente cuidadoso y no corre riesgos.
De un tiempo a esta parte, sin
embargo, Everardo Piñuel viene sufriendo una fuerte desazón; una crisis
existencial que no lo abandona y que no le permite encontrar sosiego ni
contento en nada. Y no es que alguna de sus actividades delictivas le
haya salido mal. No. Otras son las cosas que lo tienen
pensativo.
Próximo a cumplir cincuenta años, no
ha podido menos que notar, que su libido, que él llegó a creer
inagotable y hasta motivo de presunción, ha disminuido de manera
evidente en los últimos tiempos. En un principio, achacó ese falta de
apetito a una unión marital muy fatigosa que se prolongó durante
cinco largos años. La atracción que experimentó por la que fue su
compañera surgió al conocerla con tal grado de arrechera y desbordamiento
que llegó a creer que sería inextinguible, que continuaría así
per secula seculorum. Pero para su sorpresa ese
deseo obsesivo y aparentemente insaciable se fue marchitando y cotidianizando y sus encuentros amorosos disminuyendo hasta llegar
a un punto casi que simplemente de trámite. En los últimos años su
compañera y él ya no utilizaban la cama sino para dormir y ver la
televisión. En su dormitorio solo ocurría lo que ocurría en las
películas. Nunca pudo descubrir qué fue lo que pasó, pero lo cierto
es que a partir de algún momento, empezó a ver a su mujer como una tía
aburrida, cansona, regañona y muy poco excitante. Al final, no les quedo
más remedio que ponerle fin a una relación en la que ya no solo los pingüinos
sino hasta los osos polares y las focas parecían haberse apoderado de su lecho.
La separación ocurrió en buenos términos.
Al volver a quedarse solo, Everardo
intentó retomar a su vida de soltero. Creía que eso volvería a brindarle nuevos
motivos de excitación. Semanalmente acudía a los bares de la vecindad para
disfrutar buenos momentos con las chicas alegres que allí atendían. Tenía
que reconocer que ellas ponían todo su empeño en hacerle pasar un buen
rato y con una que otra intentó revivir pasadas glorias.
Y sí, con unos cuantos tragos encima
la cosa funcionaba aunque no con la presteza y rendimiento a que él estuvo
acostumbrado en otros tiempos. Por puro amor propio se resistía todavía a
hacer uso de las populares pastillitas erectables que según algunos amigos eran
la panacea para incrementar sus desgastados caballos de fuerza, volver a
sentirse como un potro cerrero y tener el gusto de repetir las heroicas
gestas. No. Él creía sinceramente que ese bajón hormonal no se
debía a falla alguna de su parte sino a no haber encontrado todavía
la mujer que volviera a poner las cosas en su sitio. O más bien dicho,
que volviera a sacarlas de plomada.
Así las
cosas, los primeros días de esa semana se distrajo preparando su próximo
atraco. Algo sencillo. Había puesto la mira en la
lujosa casa de una señora jubilada que solía pasar los fines de semana en
casa de su hermana. Una mujer mayor, a la cual solo había visto de lejos;
muy elegante y enjoyada y dueña seguramente de un cofre de joyas espectacular.
Algo fácil de deducir por su refinada presencia. Durante dos semanas
vigiló con disimulo la casa, comprobó la rutina de la propietaria;
se enteró de que iría a pasar ese puente con su hermana residente en una
ciudad vecina y constató también, que por ser puente festivo
la empleada de la casa iría a visitar ese fin de semana a sus familiares. La
casa pues, se quedaría sola. Por último, detalló con detenimiento el
funcionamiento de la alarma y la forma de desconectarla y estudió la facilidad con la que podría penetrar al interior de la residencia por una tapia
lateral que no ofrecía una visión propicia al vigilante de la cuadra. Llevaría
su cometido esa noche en la madrugada.
En su lujosa
residencia, Francesca Donofrío Bacharelli, se apresta a disfrutar un fin de
semana tranquilo y solitario ocupándose de sus cosas: botar papeles, organizar
su closet, ver la televisión y hacer pereza, mucha pereza. A
última hora decidió no ir a casa de su hermana; se resistió a pasar otro fin de
semana aburrido, escuchando las viejas y repetidas historias de sus achaques.
Gracias a Dios, tampoco tendrá a la empleada siguiendo todos sus
movimientos. Estará libre. Al fin podrá disfrutar su casa a sus anchas, en
total privacidad. Solo tendrá la compañía de Panter, su gato, más independiente
aun que ella. Por el almuerzo y la cena no se preocupa, su nevera y su
despensa se encuentran repletas de cosas ricas, pero piensa además,
pedir comida a domicilio para ella y para el guarda del barrio que vigila
también su casa. Algo que a ella le depara mucha tranquilidad.
Francesca
heredó de su madre italiana la hermosura y esa picardía y disfrute por la vida
que la hacen ver situaciones positivas aun en los peores momentos. Muy
joven todavía, se casó y tuvo dos hijos. Cinco años antes quedó viuda al
fallecer su esposo en un accidente automovilístico. Una situación
desconcertante en su vida pues su esposo, al momento de fallecer, contaba
solo sesenta años y acababa de jubilarse. Ahora, próxima ella también a
cumplir sesenta años, la vida sigue pareciéndole grata y digna de ser vivida.
Sus hijos estudian en el exterior y ella, disfruta una vida muy independiente.
Se conserva bastante bien y es sana y alegre. Le gusta contemplarse en el
espejo completamente desnuda y ver el poco estrago que el tiempo parece haber
causado a su cuerpo. Sus senos siguen siendo turgentes y sus
piernas firmes y tersas. Continuamente la asedian pretendientes, casi todos
mayores, pero ella no les da ninguna esperanza. Ninguno le gusta. No
experimenta ninguna atracción. Sus hormonas parecen haber tomado las de
Villadiego. Y además, ¿qué podría ofrecerle un hombre? ¿Y sobre todo, un
hombre mayor? Solo problemas. Prefiere estar sola y en paz.
Ese sábado se levanta tarde y luego de bañarse y arreglarse, se
dedica a trabajar un poco en su jardín; ama las plantas y es feliz cuando
descubre en ellas una flor o un brote nuevo. Se ocupa luego
en revisar fotografías viejas; bota muchas de ellas que no le
dicen nada o que le traen malos recuerdos y muchos papeles que ni siquiera
sabía que existían. Lee luego unas cuantas páginas de un libro que tenía
empezado y terminando la tarde se da un baño de tina con sales
aromáticas; al salir, acaricia despacio su cuerpo con crema fragante y
rocía sobre su piel su perfume predilecto; luego, se maquilla de forma
muy rápida. Aunque no piensa salir ni recibir a nadie esas son costumbres que
ha tenido toda la vida y no puede evitar. Tiene que estar siempre
fragante y arreglada aunque solo sea para ella misma. Siempre ha pensado
que de esa forma, si se presenta inesperadamente un terremoto podrá
salir al exterior sin problema. Y sobre todo, conseguirá alguien que quiera
ayudarla.
A todas estas, son ya casi las diez de la noche cuando se retira a
su alcoba; toma una taza de té caliente y así, desnuda como está se
arrebuja entre las sábanas recién cambiadas. El sueño no llega, pero Francesca
no se preocupa por eso. ¿Qué más da? Al día siguiente podrá quedarse todo el
día en la cama. Disfruta varias películas y casi a las dos de la mañana acaba
viendo una película de contenido fuertemente erótico, algo a lo que no está
acostumbrada y que la hace recordar y anhelar buenos momentos del pasado
vividos junto a su esposo. Las escenas son tan evidentes que para su
sorpresa, termina excitada y húmeda. Sus largas y finas manos buscan anhelantes calmar su deseo. Está realmente
alterada. De repente escucha un ruido en el comedor.
"Allí está Panter", piensa par sí, "y como siempre, llega en el
momento más inesperado. ¡Y más inoportuno!".
"¡Panter! llama, ¡Panter, ven acá! Allí en la sala te
deje tu leche, ¡Panteeer!
Se levanta para ver a su gato, pero para su sorpresa, no es Panter
quien está ahí. No. Allí en su sala, como salido de la nada, está un
sujeto bien parecido portando en su mano una linterna.
Esa misma noche, cerca de la madrugada, Everardo Piñuel se dirige
a la residencia elegida; estaciona su automóvil a dos cuadras de
distancia y luego, con toda naturalidad, se encamina hasta la
lujosa mansión, y aprovechando el momento en el que el guarda inicia su
recorrido en dirección contraria, asciende ágilmente por la tapia lateral
y penetra al jardín. Una vez allí, busca la conexión de la alarma y la
desconecta. Lo demás, es un juego de niños. Abre hábilmente la puerta
principal, atraviesa el hall de entrada y se encamina a la sala. No es
conveniente prender luces y enciende su linterna. Extrañado, ve que de una de las habitaciones sale un pequeño
resplandor. ¿Habrá alguien allí? No contaba con eso. De pronto, tropieza
con algo. "¡Maldita sea!", murmura. Es un plato de leche colocado en el
suelo, seguro para un gato.
En ese momento, escucha una voz femenina que sale de la
habitación iluminada y seguidamente, hace su aparición en la puerta de la
alcoba una mujer completamente desnuda. Su desconcierto es total.
Francesca
también siente un primer momento de desconcierto al observar al extraño
sujeto en su sala, pero es solo un momento. No experimenta ningún temor ni
tiene el menor deseo de cubrirse. Está demasiado alterada y la aparición
allí de un hombre tan atractivo, la toma como caída del cielo.
Verlo allí, parado, con una linterna en la mano, le parece excitante en
extremo.
–¿Qué hace
usted aquí? –le pregunta.
– Ahora que
me lo pregunta, bella dama, no sé – contesta Everardo
Y
ciertamente, no lo sabe. El propósito de aquel asalto ha quedado atrás. Está
deslumbrado ante la belleza lozana y madura de Francesca. Vuelve a sentir vibrar su cuerpo. Algo que hacía mucho no le ocurría ni
siquiera frente chicas bellas y jóvenes. Es una situación
excitante al extremo. Ella, sin duda, debe ser la viuda millonaria, pero nunca
la imaginó así. Extrañamente, no parece asustada ni prevenida.
“¿Qué hará ahora?, piensa Everardo, “¿Llamará al guarda?”.
“¿Qué hará ahora?, piensa Everardo, “¿Llamará al guarda?”.
No, Francesca no ha pensado hacer eso. Con voz
sugestiva y sin el menor gesto de querer cubrirse, se dirige a él:
–Ha entrado
usted aquí a robar, ¿no es verdad? –le pregunta con una mirada insinuante– Pues debe usted saber que mis objetos de
mayor valor los guardo en mi alcoba. ¿Quiere usted pasar?
Y con un
gesto lo invita a entrar a la habitación. Everardo la sigue y una vez junto a
ella, en un impulso que no puede evitar, toma una de sus manos y la besa.
–Es usted
muy bella, señora –le dice galante.
–Y usted, muy atrevido... y atractivo –replica ella provocativa.
No
necesitan hablar más. Sus miradas lo dicen todo. Entre ellos ha surgido una química irresistible.
La mañana sorprende
al caco y a la hermosa viuda en medio de
apasionadas y vehementes
caricias. No experimentan cansancio ni sueño, no se sacian. Los dos han
soportado una abstinencia demasiado larga.
Esa noche,
ambos descubrieron cosas que nunca hubieran imaginado:
Everardo
Piñuel, el apartamentero: que los sábados podían reservarle sorpresas realmente inusitadas y que no estaba equivocado al pensar que todavía no necesitaba las dichosas
pastillitas azules..., pero sobre todo, sobre todo, que el cofre de doña
Francesca guardaba muchas más joyas de las que él nunca se hubiera
imaginado.
Y Francesca
Donofrio Bacharelli, la hermosa y opulenta viuda: que definitivamente, había mejores programas para un fin de semana que escuchar las historias de los viejos achaques de su hermana, que sus hormonas seguían todavía vivitas y coleando y sobre todo, sobre todo, que aquel atractivo ladrón que tan subrepticia y
oportunamente entró esa madrugada a su casa, merecía en verdad ser llamado
"Rafles, el ladrón de las manos de seda".
El domingo, después de almorzar, la pareja se despide. Francesca es generosa y tiene el corazón rebosante, no deja marchar a su amante con las manos vacías.
Por primera vez en mucho tiempo, Everardo baja la guardia. Fiel a sus principios, quiere salir de la casa como entró. Al bajar ágilmente la tapia de entrada, no observa al guarda que desde lejos lo divisa. Está distraído, peligrosamente distraído.Y no escucha a tiempo la voz que perentoria le conmina:
¡Alto, deténgase o disparo!
¡Alto, deténgase o disparo!
Leonor
María Fernández Riva
Santiago de Cali, Octubre 17 de 2015
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