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domingo, 15 de enero de 2012

En nombre de la ciencia

Cáncer
En nombre de la ciencia
Leonor Fernández Riva

¡Maldita sea! ¡Se nos adelantaron!,  exclamó con rabia, Yaco Sei al escuchar la noticia en la radio. 

Yyuco Sau, levantó la mirada del microscopio y  puso atención. El locutor anunciaba el premio Nobel de Medicina  que esta vez había recaído conjuntamente en el profesor japonés  Osamu Shimomura y  en un científico norteamericano  por el descubrimiento y desarrollo de la  aequorina, la proteína verde fluorescente encontrada en una clase muy rara de medusas.  Una sombra pareció caer sobre el laboratorio. Los dos científicos guardaron silencio durante varios minutos. El primero en romperlo fue Yaco Sei:

-Lo presentía. Sabía que era solo cuestión de tiempo. Pero debemos mantenernos tranquilos; ellos no saben  lo  que nosotros  hemos descubierto.

-  ¿No  crees que ya es tiempo de pensar en  publicar nuestro  hallazgo? - preguntó  Iyuco.

 -¿Cómo se te ocurre? El nuestro es un secreto que vale miles de millones. Un secreto no solo médico sino  militar, pero que aún no hemos concluido.  Conservemos la calma. Nuestra investigación todavía no puede hacerse pública. El medio científico no puede sospechar los progresos que hemos realizado.  Ignoran que  hemos logrado superar la fórmula y  dar a la aequorina una  connotación impensada al producirla en forma de polvo  sin ningún sabor. 

- Sí, pero todavía no hemos podido medir sus efectos posteriores. Ayer pude observar  con los lentes el recorrido de la proteína a través del sistema nervioso del cobayo y medir su temor ante nuestra presencia y el placer a la vista de sus alimentos,  pero también su extraña agresividad y luego su colapso y muerte.  Para mi esa reacción  sigue siendo un misterio. Por alguna razón su cerebro  no reacciona bien a la ingesta de la aequorina. Quizá deberíamos  experimentar todavía un poco más.

- En  estos instantes no podemos detenernos. Ya estamos cerca. Pero sí, tienes razón, debemos incursionar en seres más complejos.

- ¿Humanos?¡!

-¡Sí! No sé por qué te inquietas. Siempre supimos que tendríamos que hacerlo.  Los humanos somos los únicos seres vivos que tenemos pensamientos complejos. Hasta cierto punto es fácil determinar el placer, el miedo  o el disgusto  de animales inferiores enfrentados a situaciones  tan básicas como el alimento, el sexo o el miedo.

- Pero aún no sabemos qué  repercusión puede tener  la aequorina en el sistema nervioso. Como he podido observar su aplicación bloquea la influencia inhibidora  de la violencia que ejerce sobre el hipotálamo la corteza cerebral. La inusual agresividad  que he detectado  en los cobayos receptores es algo que todavía no podemos controlar.  Y lo más preocupante es que como hemos visto su cerebro sufre luego de la aplicación un daño irreversible. Quizá deberíamos esperar un poco antes de experimentar  con seres humanos.

- Tendremos que arriesgarnos. Ha llegado el momento de dar el siguiente paso. Los lentes infranuodecentes  nos permitirán observar las celdillas donde circula con más fuerza la proteína,  y prácticamente leer el pensamiento del receptor. ¿Te imaginas cuánto nos pagarían algunos gobiernos por tener esa posibilidad?

-Oye, ¿y qué te parece si empezamos con  Isuco,  la mujer que nos hace la limpieza?

-¿Crees realmente  que su pensamiento  es mucho más complejo que el  del cobayo? No me hagas reír. Desperdiciaríamos la proteína cuya síntesis es tan costosa.

- Puede que tengas razón. Pero tal vez pudiéramos saber sus verdadero sentimientos hacia nosotros. 
Quizá no sean  de afecto  y agradecimiento como  parece demostrarnos sino solo de temor y hasta de rabia.

-Conocer eso, no dejaría  de ser un desperdicio de tiempo y de proteína. No. Ya encontraremos otro receptor más adecuado.

Estaban agotados. Había sido un día especialmente difícil. La noticia del nóbel  de química concedido por la Academia Sueca  a una investigación similar a la que ellos realizan,  era sin duda,  aunque intentaran  negarlo, algo que no tenían en sus planes. Y lo peor de todo era que no podían descartar que  otros científicos estuvieran logrando avances significativos en el mismo estudio. No había tiempo que perder. Habían sido demasiados años de investigaciones, demasiado trabajo y esfuerzo como para tirar todo por la borda.

-Por hoy  ha sido suficiente,  dijo Yaco Sei  mientras colocaba en la jaula del nuevo cobayo un recipiente con alimento en el que había disuelto un poco de aequorina.  No comentaron nada más. En  medio de un silencio cargado de premoniciones, desconectaron los reactores y dieron una revisión final al laboratorio. Era esa una labor cotidiana; un solo mechero encendido, en medio de tantas probetas llenas  con líquidos inflamables, podría ocasionar una catástrofe Bajaron al parqueadero  y se despidieron con un  simple gesto de la mano,  luego de lo cual cada uno abordó su vehículo.

Iyuco experimentaba un disgusto que no era habitual en él. La decepción causada por la noticia del nóbel y la conversación sostenida con Yaco Sei  había dejado paso a una rabia  que  difícilmente lograba contener. Al llegar a su apartamento desquitó su mal humor con una silla que le estorbó el paso y en un súbito impulso  la estrelló contra la pared. No tenía tiempo ni ganas de analizar su actitud. Experimentaba un disgusto muy grande hacia Yaco Sei; conocía su ambición. Sabía que no se detendría ante nada para lograr su objetivo. No tenía moral ni principios. No podía confiar en él.  Aún recordaba los pocos escrúpulos que demostró tanto en la secundaria como  en la universidad, para hacer a un lado a otros compañeros  y llevarse él solo los créditos.  Y luego, ese deseo suyo de figuración. Solamente él acudía a las entrevistas,  solamente él firmaba los artículos en las revistas científicas. Para Yaco Sei, él era solo una sombra, no existía.  Yyuco está cansado, sin quitarse la ropa se recuesta en la cama y se sumerge en un sueño intranquilo y lleno de sobresaltos.

A pocas cuadras de distancia Yaco Sei  toma despacio una taza de té.  A pesar del cansancio y las emociones del día, no siente sueño.   Está anhelante. Al fin podrá observar el recorrido de la aequorina en un ser humano y  determinar el alcance  de sus investigaciones.  No experimenta  ningún remordimiento. La ciencia antes que todo. Total, él es quien  ha llevado siempre la batuta.  Yyuco es un ser mediocre. Este será tal vez su mayor aporte a la investigación. La ciencia antes que todo.

Es una larga noche.

 Al día siguiente, muy temprano, los dos científicos vuelven a encontrarse en el laboratorio. Yaco Sei observa de reojo a su compañero. Lo siente distante, disgustado. Al llegar,  apenas si respondió a su saludo.  Está ansioso pero debe disimular. Con naturalidad se dirige hasta la jaula del cobayo  al que la noche anterior administró la aequorina y se coloca los lentes infraunodecentes. 

Observa por  unos momentos al conejillo que se abalanza sobre los barrotes en un acceso de furia, pero luego vuelve su mirada hacia su compañero. Lo que ve a través del lente lo deja asombrado. A través de la corteza cerebral, divisa las ramificaciones del hipotálamo de Yyuco. Parecen estar congestionadas, el sistema límbico parece explotar. Es algo fascinante. No puede dejar de observarlo. 

De un momento a otro su razonamiento  le hace volver en sí. Yyuco le contempla a su vez, con mirada extraviada.  Yaco Sei, entiende que por alguna razón en la mente de su compañero está escrita la palabra “muerte”.  Trata de alcanzar la salida del laboratorio pero es demasiado tarde. Yyuco se abalanza sobre él con una probeta en la mano.  Yaco Sei no puede resistir su embate, la probeta se rompe en su cabeza y con los pedazos Yyuco encuentra  caminos ciertos en su cuerpo.

Cuando los bomberos acuden al llamado de los vecinos que temerosos ven las llamas que salen del laboratorio, encuentran en el suelo el cuerpo tasajeado del científico japonés y a su lado en el suelo  un hombre cuya mente parece perdida y que repite sin césar:

“ En nombre de la ciencia, Yaco Sei. En nombre de la ciencia…..”








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