Nos miramos
en silencio con el asombro reflejado en nuestros rostros. No podíamos
creerlo. Entonces, ¿era eso? Esa era la causa de su inmovilidad. Todas aquellas
fantasías forjadas en nuestras mentes, toda esa vida maravillosa que habíamos
imaginado detrás de su belleza, no existía. Había sido solo otra historia creada
por nuestra imaginación.
Con la llegada del verano y de las vacaciones
muchas de mis compañeras de colegio viajaban a otras ciudades del país a pasar esos
días en compañía de familiares cercanos, y algunas otras, salían al exterior. En
mi hogar nada de eso ocurría. Mis padres no contaban por aquellos años con
los recursos necesarios para afrontar esos gastos, y por otra parte, tampoco
teníamos familiares a quienes visitar. Carecíamos de parientes en
Colombia.
Así pues, lo único que variaba para mis
hermanos y para mi con la llegada de las vacaciones, era disponer de más tiempo
para leer, y acudir diariamente a la imprenta de la familia para realizar allí
algunos trabajos. Esa rutina formó parte importante de mi niñez y de mi
juventud.
La imprenta era todavía pequeña y no se
disponía de equipos mecánicos para realizar las diferentes labores.
Esos trabajos debían ser hechos de forma manual. Mi hermana Rosa y yo,
éramos las encargadas de hacer algunos de ellos. Por esa labor mi
padre nos compensaba con una pequeña cantidad de dinero.
Al llegar a la imprenta cada mañana, nos
esperaban unas torres inmensas de
papel. Resmas y resmas de impresos, que debíamos plegar pliego por
pliego armadas solo de una peineta y de un pequeño tubo de glicerina para
mojar los dedos. Aquella labor no era para mi en absoluto desagradable.
Llegaba siempre a la imprenta contenta, con ganas de trabajar. Adoraba a
papá, quería ayudarlo y todo me parecía fácil.
Mi hermana y yo éramos muy buenas haciendo ese
trabajo. Poco, a poco, entre una y otra conversación, entre una y otra historia,
entre mil pensamientos y fantasías, las enormes torres de papel iban transformándose
en cuadernillos los cuales “encarrábamos” luego unos dentro de
otros.
Al medio día mi madre nos enviaba un delicioso
almuerzo con el mensajero de la empresa, un joven moreno muy simpático
que se movilizaba en bicicleta. Ese era el transporte de muchas personas.
No existían todavía las motos o por lo menos no eran de uso común. Caída la
tarde, cansadas, pero con el corazón alegre por el deber cumplido, nos
despedíamos de papá y nos dirigíamos hacia nuestra casa situada en el
barrio El Peñón, a más de veinte cuadras de distancia. Contrariamente a
lo que pueda parecer, aquella caminata nos encantaba. Nunca
pensábamos en tomar el bus, nos gustaba caminar. Nuestras piernas eran fuertes
y ágiles. Rebosábamos juventud y alegría. Podríamos haberle dado la
vuelta al mundo sin cansarnos.
Caminar por el centro de la ciudad
era por aquellos días algo muy agradable. La ciudad distaba mucho de
ser la urbe moderna en que se convertiría al paso de los años. Había poco
tránsito de automóviles y no existían todavía “raponeros” ni “arranchadores”. No
había peligro. Y, desde luego, tampoco existían todavía los vendedores
ambulantes. El centro era un
lugar amable y tranquilo, un lugar de encuentro obligado para toda la
población pues era el único sitio donde las personas podían encontrar delicatesen importados, cremas, perfumes, y ropa de moda. Colocado estratégicamente en
un lugar de paso obligado por la Plaza de Caicedo se apostaba
siempre un fotógrafo que tomaba fotos instantáneas las cuales, quién lo
creyera, eran muy apreciadas por nosotras. Días después de la toma,
acudíamos juiciosas al local donde se exhibían para ver qué tal habíamos
quedado y retirarlas. En una esquina de la plaza se ubicaba también
una señora mayor que remallaba medias de nylon. No se podía salir a la
calle sin ellas y éstas se corrían al menor tropiezo. La vida era mucho más
austera por aquellos días, las medias se zurcían y se zurcían, y las de nylon
se remallaban. Así, pues, la labor de aquella señora era muy apreciada.
A mi hermana y a mi nos encantaba observar las
vitrinas de los locales comerciales. Con estoico deleite contemplábamos aquellas
hermosas prendas y abalorios de fantasía que sabíamos, no podíamos
comprar. Pero eso no nos conturbaba. Un día todas aquellas cosas estarían
a nuestro alcance. ¡Y la vida era tan bonita!
Mi hermana y yo, éramos dos jovencitas
bastante agraciadas que empezaban a abrirse a la vida y que
levantaban a su paso una lluvia de piropos. Los hombres de entonces eran
mucho más galantes que los de ahora y desde luego, por aquellos días, también
nosotras éramos más merecedoras de requiebros. Mi hermana, fuerte
de carácter, se ofendía por los piropos que algún admirador entusiasta
le decía a su paso, pero a mi siempre me pareció algo muy simpático y
halagador escuchar aquellas lisonjas dichas con gracia, admiración y
hasta con cierto respeto. Todas estas costumbres hacían parte del entorno de la ciudad en
la sexta década del siglo pasado. La década en la que viví mi adolescencia.
Por aquellos días, mi mente estaba
poblada por las imágenes y por las aventuras de las decenas de libros que
devoraba diariamente acostada en mi cama o bajo un frondoso árbol. Cualquier pequeño acontecimiento era pretexto para recrear e imaginar toda una
historia. Al atravesar las calles próximas a la antigua Iglesia de La Merced, mi
hermana y yo aprovechábamos cualquier portillo o ventana entreabiertos para
aguaitar al interior de aquellas enigmáticas y vetustas casonas. Sin
poder contener nuestra curiosidad observábamos el hermoso jardín interior, los
frondosos árboles, los arcos, los corredores, los geranios florecidos…Imaginábamos
cómo sería de feliz la vida de quienes allí habitaban. Todo lo que les ocurría
debía ser fantástico. Ignoraba que muchas
veces la realidad supera con creces a la más sorprendente fantasía.
Un día,
en la ventana de una de aquellas casas vimos algo que nos impresionó. Una mujer muy joven, de belleza impresionante. Cutis
blanquísimo, alabastrino, ojos negros rasgados y profundos, rasgos muy
finos y cabello negro y abundante que le caía en cascada sobre sus
hombros cubiertos por fina mantilla. Bellísima. No se alcanzaba
a ver sino parte de su torso, pero se adivinaba que era alta y bien
formada. Su actitud era enigmática. No parecía interesarse por el mundo
exterior, ni siquiera alzaba su mirada para fijarse en los transeúntes o en
nosotras. Parecía estar leyendo o esperando a alguien y en su
expresión se reflejaba una cierta tristeza. Mi hermana y yo, nos miramos
sabiendo que experimentábamos la misma sensación: “Esta mujer no es de esta
época. Pertenece al pasado. Quién sabe por qué extraño prodigio ha logrado
vivir en dos épocas distintas”, pensamos. Y es que en verdad, su belleza, su actitud,
su atuendo semejaban ser de otra época. Y añadido a esto, el hecho de habitar
en una de las más misteriosas mansiones del lugar.
En nuestra imaginación empezó a ser la protagonista de mil aventuras y de muchos
interrogantes: “Una mujer tan bella solo puede ser feliz”, nos decíamos. Pero, entonces,
¿por qué se la ve siempre tan triste?¿Vivirá quizá algún misterioso drama?
¿Cómo será su vida? ¿Estará enamorada? Qué
hace cuando no está en la ventana? Era tan increíblemente bella y seductora que llegamos a envidiarla. Queríamos ser como
ella, vestir como ella, vivir su vida. Esa vida que seguro estaba poblada de
emociones, de bailes, de pretendientes, de alegría y de hechos fantásticos. De
regreso a nuestra casa, cada tarde, nos emocionaba llegar hasta ese lugar y
verla en la ventana. Cuando estaba cerrada sentíamos una gran frustración.
Una tarde, regresamos más temprano que de costumbre y al pasar por el lugar nos
sorprendió ver el carro funerario parqueado frente a aquella casa y a varias
personas trajeadas de negro a la entrada. ¿Qué habría pasado? Se nos oprimió el
corazón. ¿Habría fallecido la protagonista de nuestras fantasías? Nos detuvimos
por unos momentos al lado de otros
curiosos, y entonces la vimos.
Estaba más bella que nunca, vestida por completo de negro y con el cabello cubierto por una mantilla. Probablemente
uno de sus padres era el difunto porque su rostro se veía muy triste.
Caminaba cojeando con gran dificultad.
Entonces, nos dimos cuenta de por qué sus ojos
siempre se veían tristes. Una de sus piernas era más delgada y más corta que la otra, tal como ocurre con las víctimas
de la poliomielitis.