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martes, 30 de julio de 2013

Azur, el joven sumerio



Azur, el joven sumerio


Leonor Fernández Riva


Los habitantes de Sumer disfrutaban desde hacía ya varias lunas un inusual periodo de paz. En los campos, los labriegos podían dedicarse sin sobresalto a cosechar las doradas eras de trigo; los pastores, a apacentar en las praderas  sus rebaños; los artesanos, a fabricar en sus hornos cientos de ladrillos para sus ciudades y zigurats; los artistas, a esculpir en la piedra y en la arcilla las efigies de sus monarcas y dioses, y los escribas, a grabar en tablillas de arcilla los acontecimientos que marcaban sus vidas. Una época de sosiego en la que todo parecía florecer y progresar.

Los augures, no obstante, no eran optimistas. Algo en el reino no andaba bien. Esa calma, decían, presagiaba desgracia. Una desgracia ya avizorada por ellos tiempo ha, cuando los dioses parecieron abandonarlos. Los armeros por tanto, no cejaron tampoco en su labor y continuaron con especial celo dedicados a fundir en las fraguas espadas de bronce cada vez más afiladas, y escafandras y yelmos más protectores para cuando de nuevo volvieran los enfrentamientos con los pueblos vecinos. El temor de la guerra acechaba en los corazones. Sin embargo, como así son las cosas, los jóvenes, al contrario del resto de pobladores, desesperaban porque pronto volvieran los días del combate en los que podrían alcanzar el triunfo y la gloria.

Azur, un atractivo joven de facciones regulares y ojos negros y profundos, no compartía esa fiebre generalizada por acudir a la contienda. De temperamento tranquilo y retraído, amaba la soledad y gustaba de pasar largas horas en la noche contemplando las estrellas lejanas. Sí. A aquel joven sumerio no le atraía la guerra. Y,  no obstante, al igual que todos los jóvenes sumerios en edad de luchar, él también asistía a diario al entrenamiento castrense impartido en el gimnasio; escaramuzas tan vívidas que en ocasiones muchos novatos morían o salían gravemente heridos por mano de sus mismos entrenadores o de sus compañeros de armas. Dotado de un especial don para la lucha Azur vencía con rapidez a sus oponentes, algo de lo que no se vanagloriaba en lo absoluto, por el contrario, llevado por un confuso sentimiento de piedad que procuraba disimular, trataba de no infligir heridas graves a sus contrincantes.

Desde hacía un tiempo Azur experimentaba un impulso que no podía reprimir, una fuerza que lo impelía a acudir cada tarde hasta el templo de Enki, el dios de la sabiduría. Era como si escuchara una voz en su cerebro que desde aquel lugar lo llamaba. Pero aunque trataba de convencerse de que aquello era solo un juego de su imaginación, no podía controlar el poderoso impulso de acudir a la llamada. Con el paso de los días se le volvió habitual llegar hasta el templo y observar desde lejos el trabajo de los sacerdotes que cumplían la función de escribas y que se ocupaban en grabar sobre tablillas de arcilla variados textos. Azur, como la mayoría de los habitantes de Sumer, no sabía leer, pero al observar de forma constante aquella labor fue naciendo en él un ardiente deseo por aprender a descifrar esos signos que sabía contenían la historia de su pueblo.

Una tarde, llevado por la atracción que experimentaba por el trabajo de los escribas, se adentró en el templo hasta llegar  hasta la sala situada al lado de la gran biblioteca donde los sacerdotes realizaban su labor; ensimismado, observó el trabajo de uno de ellos. El gran sacerdote, que en ese momento grababa los signos en la arcilla, alzó su cabeza al sentirse observado y con gesto de sorpresa contempló al joven que le miraba absorto.

 –¿Qué te trae por aquí, joven guerrero? –preguntó–. ¿Cómo es que has llegado hasta acá? No es este el campo de tu entrenamiento. Debes saber ya que este es un lugar reservado para los sacerdotes.


–Lo sé, respetado señor; te pido disculpes mi atrevimiento –respondió Azur–. Algo me impulsa cada día a llegar hasta aquí; algo que no puedo reprimir. Un llamado de alguien que me necesita. Tal vez sea solo mi imaginación, pero al venir a diario hasta el templo he podido observar lo que haces y quiero pedirte que me permitas colaborar en tu labor.


–¿Eres tú, mi señor?  –murmuró el sacerdote como hablando consigo mismo, y luego mirando al joven añadió–: Es extraño lo que te sucede, muchacho, y demasiado a lo que aspiras. La labor de escriba está encomendada a los sacerdotes del templo de Enki. Bien sabes que cada uno de los habitantes de Sumer tiene asignada por los dioses una función. La tuya es guerrear.

–Soy consciente de eso, mi señor, y sé que mi destino está en las armas; pero no pienses que es el miedo lo que me impulsa hasta aquí. No siento temor ante la lucha ni ante la muerte, ni deseo infringir las normas que rigen mi vida. Solo quiero que me permitas observar tu labor. Los artistas del reino trasladan a la piedra nuestros dioses y nuestras batallas, pero algo me dice que lo tuyo es aun más importante. Tú puedes reflejar el alma en la arcilla.

–Me sorprendes, muchacho. Pocos comprenden como tú el alcance de lo que aquí hacemos. ¿Cuál es tu nombre?

 –Azur, hijo de Naira y de Thor, el guerrero.

–Tienes una herencia de valentía de la que deberías estar orgulloso. Sigue el ejemplo de tu padre; no es conveniente forzar el destino.

 –Razón tienes, mi señor, pero no lo estoy forzando. Creo que las batallas que no se relatan se pierden en la memoria y en el tiempo como si jamás se hubiesen realizado. La lucha no está terminada ni la victoria conseguida sino cuando la contienda y el triunfo quedan grabados en una tablilla.

–De nuevo dices una gran verdad. Somos el único pueblo que puede dejar ese testimonio. Nuestra nación ha sido la primera en lograr trasladar los sonidos del habla a los signos que la representan. Eso nos diferencia de todos los otros pueblos. No fue esa una labor fácil. El dios de la sabiduría debió venir en nuestra ayuda. Él también deseaba que la historia quedara grabada porque el pensamiento de los humanos es frágil y perecedero y era necesario dejar un testimonio de nuestra gran civilización. Debes saber, muchacho, que Sumer es depositaria del legado de los dioses y que aquí se guardan muchos secretos.

–No entiendo bien de qué hablas, señor. ¡Pero juro por el dios de la sabiduría que si algún día llegó a conocer esos secretos sabré protegerlos con mi propia vida!

–Hay secretos que es mejor no conocer, joven guerrero. Ten cuidado; el conocimiento puede acarrear más peligros que la más terrible de las batallas.

–¿Puedo volver otro día, gran señor? Podría ayudarte a preparar las tablillas, acarrear el agua, ayudarte con la limpieza.

El anciano sacerdote movió su cabeza como diciendo: ¡qué insensatez!

–Vete ya, muchacho; me distraes –dijo, y sin más volvió a abstraerse en su trabajo.

Pero Azur, cautivo de su anhelo, siguió acudiendo cada tarde hasta el templo con tenaz insistencia. Desde lejos contemplaba en silencio el accionar del anciano sacerdote. Y así, una y otra tarde..., una y otra tarde... Y ocurrió que en una de aquellas ocasiones el anciano, doblegado ante tal persistencia, le indicó con un gesto que acudiera a su lado y le permitió poner la arcilla fresca en los moldes para formar las tablillas.

Azur no cabía en sí de la felicidad. Cada tarde llegaba hasta el templo y en silencio colaboraba con el anciano sacerdote en todo lo que lo requería. Con el tiempo éste le fue tomando cariño a su improvisado ayudante y su ayuda se le tornó imprescindible. Un día, conocedor del anhelo del joven, y aunque la labor de escriba estaba reservada a los sacerdotes, empezó a introducirlo en el conocimiento del complicado lenguaje pictográfico. El tiempo fue pasando y una tarde, Murak, que así se llamaba el anciano sacerdote, permitió a Azur grabar en una tablilla las palabras que le iba dictando y que hacían parte de un lista de provisiones del palacio real. Algo memorable en la vida del joven sumerio.

Azur era un alumno inteligente y vivaz. Al cabo de pocos meses dominaba ya la escritura cuneiforme. Gracias a la intervención del sacerdote escriba se le permitió a Azur, como algo excepcional, continuar colaborando con él en el templo. Desde aquel día el joven dejó de asistir al gimnasio y se dedicó con especial esmero a grabar en la arcilla gran cantidad de textos referidos sobre todo a contratos, ventas y trueques realizados en la ciudad, que por aquellos días tenía gran actividad comercial. No era eso, desde luego, lo que Azur anhelaba. Él quería grabar en la arcilla la historia de su pueblo, sus batallas, el paroxismo del combate, los momentos de gloria. No obstante, así era feliz.

Pero los días de paz de Sumer habían acabado. En la frontera los ejércitos enemigos preparaban sus huestes para atacar su territorio. El ejército sumerio empezó también a alistar sus fuerzas. Los jóvenes guerreros de Sumer, ignorantes de los sufrimientos que acarrea la guerra, acudían eufóricos a alistarse en los escuadrones de defensa. La ciudad vivía una angustiosa expectativa; era grande el peligro que la acechaba, los enemigos se habían unido y sería difícil alcanzar la victoria.

En el templo de Enki, el dios de la sabiduría, los sacerdotes experimentaban también una gran inquietud; tenían el deber de proteger la biblioteca y resguardar hasta con su vida las frágiles tablillas.

Pero había algo más que proteger. Un día en que los rumores y presagios de invasión se tornaron agudos y cuando se vio que la contienda era ya inminente y la invasión un hecho cierto, Murak, el sacerdote, suspendió su labor e hizo discretamente señas a Azur para que lo siguiera. Éste obedeció sin preguntarle nada. Atravesaron largos corredores y se adentraron por los intrincados laberintos del palacio, lugares no permitidos ni siquiera a todos los sacerdotes, pero que parecían no tener secretos para Murak. Había ya muy poca luz y para continuar debieron tomar una antorcha de una de las paredes. A pesar de su edad, el sacerdote avanzaba muy rápido sin detenerse ante nada, movido por una secreta angustia. Azur procuraba seguir su paso a la vez que iba contemplando, admirado, todo aquel entorno tan nuevo y sorprendente para él. Después de varios minutos llegaron a un muro que parecía ser el final del templo, pues de allí ya no se seguía nada más. El sacerdote, entonces, se agachó y extrajo del suelo uno de los ladrillos que estaba sin argamasa. Instantáneamente como por arte de magia se formó un boquete en el piso. Bajaron entonces por unas estrechas y empinadas escaleras que los condujeron hasta una gruesa puerta de madera. Allí, Murak, el sacerdote, se detuvo y mirando fijamente a Azur le dijo:

–Un día hace ya un tiempo me dijiste que querías conocer los secretos de nuestra historia. Hoy vas a hacerlo. Sólo tres personas sabíamos de este secreto. Las otras dos ya están muertas.

Azur comprendió que algo trascendente estaba a punto de ocurrir.


 –Antes de que abramos esta puerta debes saber que el ser que vas a conocer es Enki, nuestro dios más querido, en cuyo honor se construyó este templo. Él nos enseñó el lenguaje de las palabras y nos libró varias veces de nuestros enemigos, sobre los cuales dejó caer el fuego de su ira. Hoy Sumer lo necesita pero él duerme. El contacto durante un tiempo demasiado prolongado con nuestra civilización lo ha desgastado y ahora duerme. Duerme con un sueño parecido a la muerte mientras rejuvenece su cuerpo y recobra su fuerza y su vitalidad. Pero ese sueño que lo devuelve a la vida lo mantiene también inerme y expuesto hasta el día del despertar. Ese día está próximo a llegar, pero me temo que tal vez llegue primero la invasión que aguardamos. Podría ocurrir que los enemigos de Sumer lleguen hasta este templo y hasta este lugar y nuestro dios no pueda ya renacer.

Sobrecogido, Azur escuchaba al sacerdote. Todo lo que le estaba sucediendo parecía irreal. Murak entonces se acercó a la puerta y apretó un mecanismo escondido en el marco. La puerta se abrió y Azur, asombrado, contempló aquel lugar tan nuevo para él.

Venían de recorrer corredores y salas oscuros iluminados a su paso de forma fugaz por la antorcha que llevaban en sus manos y he aquí, que ahora ingresaban a una gran sala iluminada con una luz más brillante que la del día. Una luz tan brillante que le hizo guiñar los ojos y que provenía de unas pequeñas esferas redondas situadas en las esquinas de la sala. En el centro había una esfera plana de gran tamaño de un metal plateado que Azur no conocía y que estaba sostenida por un trípode del mismo metal. Mapas estelares similares a los que observó en algunas salas durante su recorrido estaban dibujados en las cuatro paredes. El techo de la habitación era también metálico.

De pronto, en su cerebro resonó la misma voz que siempre había escuchado, pero ahora vibraba con una intensidad mayor.

–Acércate; no sientas temor –sintió que le decía.

–Señor -dijo confuso el joven dirigiéndose a Murak–  escucho ahora la misma voz que me atraía hacia el templo. Pero ahora me pide acercarme a la esfera.

–Lo sé, muchacho, yo también lo escucho ahora -dijo el sacerdote, conmovido-. Nuestro dios está dormido pero la fuerza de su cerebro es poderosa. Ahora comprendo que tu presencia aquí no fue casualidad. Acércate, ven a contemplar a Enki, el dios de los sumerios.

Temeroso ante cosas tan inauditas para él, Azur se acercó despacio a la esfera. En la parte baja de ella había una abertura y una escalera para acceder al interior. Azur ascendió detrás del anciano. Algo sorprendente apareció entonces ante su vista. Era aquel un lugar mágico, íntegramente plateado. Multitud de luces fosforescentes de variados colores parpadeaban de forma intermitente. Había también unos tableros de vidrio iluminados en los cuales se veían los mapas estelares, pero, al contrario de las pinturas contempladas por Azur en otras salas, estas tenían vida y los astros en ellas reflejados parecían moverse y recorrer el firmamento. Delante de ellas había una silla de metal empotrada en el suelo, y frente a ella, palancas de diferentes tamaños. Lo más sorprendente, sin embargo, era una especie de lecho cóncavo similar a un féretro de color dorado cubierto por un vidrio en el cual reposaba un extraño ser.

–Acércate –escuchó que le decía la voz.

 Así lo hizo y entonces pudo observar al ser del que provenía ese llamado.

–Es Enki, nuestro dios -–dijo a Azur el sacerdote con tono de profundo respeto–  Inclínate, muchacho.

Azur estaba paralizado, pero sobreponiéndose hizo lo que el sacerdote le decía.

Vio entonces con más detenimiento a aquel ser sagrado. Era un hombre; pero un hombre completamente diferente a todos los que él había conocido. Parecía ser muy alto aunque su cuerpo estaba envuelto en un material desconocido similar al capullo que envuelve una crisálida y solo estaban visibles sus brazos y su rostro. Azur no había visto nunca un rostro tan hermoso como aquel. La tez, de una blancura rayana en la transparencia; el cabello largo, rizado color miel, lo mismo que la espesa barba. Sus delgados brazos reposaban a los lados del pecho y sus manos de dedos muy largos, estaban cruzadas una sobre la otra. Los ojos estaban cerrados, pero en ese momento los abrió y Azur vio con asombro que eran azules como el agua del mar.

 –No sientas temor. Te he estado esperando hace varias lunas.

–Escuchaba tu voz, señor, pero no sabía dónde encontrarte –atinó a responder Azur.

–Te escogí entre todos porque eres diferente. Las estrellas no están alineadas aún para mi viaje de retorno y todavía no estoy listo para renacer, pero ya no puedo esperar. Es tiempo de partir. -Los ojos del dios volvieron a cerrarse y se dirigió entonces al sacerdote- Murak, tú no podrás acompañarme. Eres muy sabio, y tu pueblo te necesita. Ten valor; aunque otros pueblos invadan tu pueblo, no podrán acabar con el conocimiento que yo les he trasmitido.

–Lo sé, señor –replicó Murak, quien también escuchaba lo que Enki decía.

–Azur, mueve ahora hacia ti esa palanca que está en el piso, a tus pies.

Azur obedeció, pero debió hacer acopio de toda su fuerza para moverla. Se sintió entonces un ruido de metal que provenía de lo alto de aquella sala. A través de las paredes de la esfera -que tenían la propiedad de dejar ver el exterior, el joven observó admirado que el techo se abría y el firmamento quedaba a la vista.

 Una gran vocinglería se escuchó entonces. Venía de muy lejos, pero no era una buena señal.

–Adiós Murak –dijo Enki–.  Debemos partir. Has sido un buen maestro para tu pueblo. Recuerda que la muerte no es el final. Un día volveré.

–Gracias, señor. Que renazcas con fuerza a la eternidad. Protegeré tu legado. Sumer siempre honrará tu memoria    –replicó el sacerdote emocionado haciendo una respetuosa reverencia, y luego, mirando con afecto a Azur, le dijo–: Fue sin duda el destino el que te trajo hasta aquí, muchacho. Has sido elegido por los dioses. Haz todo lo que Enki te diga. Que él y la suerte siempre te acompañen.

El sacerdote y el joven se abrazaron conmovidos y Murak bajó la escalerilla de la esfera.

A lo lejos se escuchaba una gran algazara. Los semitas habían entrado ya a la ciudad y reinaba un pandemónium generalizado. Murak se dirigió rápidamente hasta el templo para defender con su vida los sagrados volúmenes de tablillas. Al salir al espacio exterior y antes de que la turba invasora llegara hasta el templo pudo ver que la esfera plateada ascendía rápidamente hasta el firmamento y se perdía en la lejanía.

–Joven guerrero, vas camino a las estrellas  –pensó.

Pero no era así. La esfera se dirigía hacía un continente desconocido allende el mar. Un continente poblado por tupidas selvas tropicales habitadas por nativos primitivos entre los cuales Enki, el dios de los sumerios, dejaría plantada la semilla del conocimiento... y Azur, el sumerio, grabadas en piedra, fascinantes historias.







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