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sábado, 16 de marzo de 2013

SEGUNDO



Segundo

Leonor Fernández Riva

 Cuando,  después de  revisar una y otra vez los planos, obtener  la aprobación de un préstamo para vivienda ante una entidad financiera,  y  concluir   los engorrosos  trámites en  el municipio de Quito, Ecuador, mi esposo y yo   nos dispusimos a    iniciar la construcción de nuestra casa,  no imaginábamos la serie de dificultades, disgustos y sobresaltos  que este proyecto traería a nuestras vidas. Ignoraba todavía que el premonitorio: "¡Construirás! ", es una de las peores maldiciones gitanas. En esos primeros instantes,  y como sucede cuando se empieza a recorrer un camino  nuevo por el que siempre hemos anhelado transitar,   todo era expectación y alegría. Al fin tendríamos nuestra casa. Una casa a nuestro gusto,  con una amplia sala; qué digo con una sala, con varias salas,    un comedor  y una cocina amplísimos,  estudio, salón de estar, varias alcobas  con sus respectivos baños,  cuarto de empleadas, bodega, patio, jardín,  terraza.

Había espacio para todo; el terreno era muy grande y permitía dar rienda suelta a la imaginación. El único límite era el económico.  Pero estábamos dispuestos a realizar  nuestro mejor esfuerzo.  Queríamos una casa grande.  Nuestras  hijas eran todavía pequeñas y   hacia el futuro avizorábamos   una vida poblada  de compromisos, invitaciones, primeras comuniones, grados, matrimonios... Por aquellos días, inmersa en una espiral materialista,  creía sinceramente que la consecución de ese tipo de logros deparaba  por sí solo la felicidad.

 Así las cosas, cuando todo estuvo a punto, se dio  inicio a la obra.  Toda una aventura, pero una aventura costosa que era necesario  controlar. Voluntariamente me impuse   la tarea de ir   diariamente a supervisar los trabajos.  La cuadrilla de albañiles, contratada por el ingeniero responsable y subordinada al capataz de la obra, estaba conformada en su mayor parte por indígenas. Hombres de baja estatura, delgados pero   musculosos, de semblantes inescrutables, piel color tierra y ojos huidizos que esquivaban siempre la mirada directa.  Resguardada del viento, del frío o del implacable sol  quiteño bajo las hojas de zinc de la guachimanía -una elemental enramada levantada en el terreno para depositar los materiales de construcción-,  observaba absorta su  duro y constante trajinar. 

El  aspecto  enteco de  aquellos hombres  ocultaba, sin embargo, una gran fortaleza. A fuer  de pico y de pala nivelaron  en pocos días un terreno ondulado de tierra apisonada,  dura como la piedra.  Aparentemente incansables,  acarreaban desde la madrugada hasta bien entrada la tarde  en medio de la inclemencia del clima,  bulto tras bulto  de cemento, de arena, de cascajo. Día por día fueron tendiendo los cimientos, levantando columnas, fundiendo losas. Al igual que aquella  tierra maciza y pedregosa, ellos también  parecían   estar hechos de roca.  Me  preguntaba de dónde sacarían la fuerza para realizar tan pesados trabajo;  si  no sentirían  como yo,  que solo me limitaba a  contemplarlos desde lejos,  sentada en un rústico banco, frío, calor, hambre, sed, cansancio... Oriunda de otro país  y criada en un ambiente distanciado años luz de aquellos seres, ignoraba todo acerca de las duras condiciones de vida de los indígenas y,  sobre todo,  que ese estoicismo rayano en la insensibilidad física  era  una característica  casi que inherente a su misma idiosincrasia.  Una condición seguramente privativa de su raza,  pero adherida a su piel  a través de siglos de  sometimiento y  atropello. 



Al mediodía tomaban un descanso de una hora. Unos pocos cocinaban algo en elementales y peligrosos reverberos de gasolina pero la mayoría  acudía a la tienda de abarrotes más cercana y allí compraban pan y gaseosa. Ese era su almuerzo.  Algunas veces pasaba por el lugar una vendedora  de papas con cuero, maíz tostado con fritada de cerdo  o alguna otra delicia criolla y entonces  todos, incluida yo,  acudíamos  presurosos a hacerle el gasto.  


Tal como ocurre en el devenir de todas las construcciones, nosotros también  debimos   hacer frente a muchos imprevistos. Al poco tiempo de iniciados los trabajos, nos disgustamos   con el ingeniero  responsable de la obra  por causa de    los altos y no justificados costos en materiales y tuvimos  que  contratar otro profesional; luego,   un albañil se rompió la cabeza al caer de un andamio y no obstante debimos agradecer a Dios porque aquel percance muy bien pudo ser fatal; en otro momento  nos dimos cuenta de que nos estaban robando materiales y nos tocó  despedir a varios de los obreros con el consiguiente disgusto y retraso de la obra.  Pero en medio de todos estos incidentes  el tiempo pasaba y  nuestra casa   tomaba forma.  Un día la construcción llegó   al punto que suele denominarse "obra negra".  A  partir de ahí  se requería  mano de obra  calificada y  prescindimos de la mayoría de albañiles que habían trabajado en ella hasta ese momento. 

 Empero, uno de los peones más humildes, un indígena   llamado Segundo, de edad indefinida ( ¿50? ¿60?)  que realizaba  los trabajos más pesados y que a mi llamado acudía siempre con  un respetuoso:  "mande  patruncita", siguió con nosotros.  Segundo se mantenía siempre ocupado; acarreaba  ladrillos y materiales,  paleaba arena y cemento,  colaboraba animoso  en todas las tareas.  Nunca protestaba, nunca se le veía cansado. Poco a poco, según avanzaban los trabajos, sus compañeros   se fueron  marchando.  La construcción entró entonces en su etapa final. Se concluyeron los terminados de  los baños, se puso la madera en el techo y en el piso, se instaló la luz eléctrica, se colocaron los closets, puertas y muebles de la cocina. Y un buen día,  cuando nuestra  casa estuvo lista para ser habitada,  nos trasladamos a ella con la consiguiente emoción y   alegría. 

 Por  esas cosas de la vida, aunque ya la construcción había terminado, Segundo siguió con nosotros. Había  todavía  muchos pequeños trabajos en los que él podía ocuparse:  botar  escombros, organizar el patio, limpiar restos de cemento de las baldosas, sembrar plantas en el jardín... Segundo era  muy útil y muy, muy respetuoso y servicial.  Su presencia no se sentía, dormía en el cuarto de empleadas que por aquellos días no tenía doliente y se había convertido en  bodega de materiales sobrantes. Cuando todos los demás obreros se fueron, continuó con nosotros bajo las mismas condiciones en  que había trabajado hasta ese momento. Durante la semana se preparaba  él mismo sus alimentos en un pequeño reverbero de gasolina y el sábado,  de madrugada,  se marchaba hasta su pueblo,  situado en medio del páramo. Se  esforzaba por   sernos útil de muchas maneras. Al oír el claxón del carro de mi esposo, acudía sin demora  a abrirle la puerta del garaje, le lavaba el carro,  barría el andén de la entrada, arreglaba y removía las plantas y  me hacía pequeños mandados. Aliviado  al realizar esas sencillas tareas, él,  que siempre había trabajado tan duro, procuraba prolongar de una u otra manera su estadía entre nosotros.   Pero  llegó un día en que prácticamente ya no tuvo nada útil que hacer y   el trabajo para Segundo también se terminó.   Aunque su jornal era muy reducido, no podíamos darnos el lujo de seguirlo teniendo y tuvimos que despedirlo. Se fue tan anónimamente como había llegado,  pues a  pesar de que nos había acompañado durante muchos meses no  conocíamos  nada de su vida.  Nunca me interesé por conocerla. No sabía si tenía familia, esposa, hijos. Y menos, qué sería de su vida de ahí en adelante.
A causa tal vez de esa especie de laxitud espiritual en la que transcurre muchas veces la vida de quienes  nos hemos visto más favorecidos por la fortuna, nunca experimenté el deseo de involucrarme en la vida ni en el futuro de aquel ser modesto  cuya existencia  se había cruzado con la nuestra por esas cosas del destino.  Y así, un buen día, previa  una pequeña indemnización,  lo dejamos partir.

Y la vida siguió su curso. Y  tal como lo habíamos avizorado al iniciar la construcción de nuestra casa tiempo atrás,  muchos acontecimientos fueron sucediéndose  a través de la vida,  alegres, muy alegres unos,  tristes, muy tristes,  otros.  Y al impulso de estos últimos mi corazón fue emergiendo  de su insensible crisálida.  Un día,  el recuerdo de  Segundo, aquel humilde indígena que tan sumisamente nos había servido, volvió vívido  a mi mente. ¿Por qué, me pregunté,  no tuve más sentido humanitario con aquel ser sufrido y humilde?  ¿Cómo pude ser tan insensible que lo dejé seguir preparándose  su comida en vez de compartirle la nuestra?   ¿ Dónde estaba en aquellos días mi sentimiento de caridad y de amor al prójimo?  Imperioso, surgió entonces    el deseo de volver a verlo, de reparar en algo aquella  insensibilidad de años pasados. De seguro estaría ya viejo o enfermo. Tal vez,  podría ayudarle económicamente, expresarle mi agradecimiento.

Con inmensa ilusión, un día armé con mi esposo y mis hijas un paseo hasta aquel poblado de la sierra del que sabía era originario.  Solo conocía su nombre: Segundo Quiscpe y el nombre del poblado en el que vivía.   Después de muchas vueltas por la cordillera y de adentrarnos por un camino de herradura llegamos a la   aldea aquella.  Apenas unas cuantas chozas de bareque con tejas de barro cocido. Unos pocos  manchones de verde sobresalían en medio de la abrumadora  aridez del lugar. Un viento helado proveniente del páramo cercano levantaba remolinos de polvo en  los áridos  sembrados de quinua.  No se veía gente, solo una indígena   pastoreaba  unas  ovejas.  La abordé ansiosa y le pregunté  si conocía a Segundo Quiscpe. 

Se quedó mirándome durante unos segundos y luego me preguntó a su vez:
 –¿ Para qué lo necesitas, patruna? 

–Segundo trabajó con nosotros hace unos años y quisiera volver a verlo para saludarlo - le dije y  añadí: ¿ Es su pariente? 

–Todos semos aquí parientes, patruncita  -dijo en tono  apenas audible.
–¿Podría decirme cómo hago para verlo?  -le pregunté.

  No contestó, pero con un gesto de su mano  me invitó  a seguirla.
En silencio me condujo hasta una choza cercana, detrás de la cual estaba el pequeño camposanto.

Y sí, allí,   en una  tumba sencilla   y  sobre una tosca losa enlucida de un color que alguna vez fue blanco  estaba escrito su nombre, Segundo Quiscpe. Supe entonces su edad.  Tenía solamente cincuenta años al morir. Yo lo creía mucho más viejo. 

–¿Podría decirme de qué murió?  -pregunté a la mujer.  
–Del corazón, patruncita. 
No pregunté más.  Con la impotencia que se siente ante lo imposible, supe entonces que ya nunca podría reparar el pasado; que el recuerdo  de aquel ser humilde cuya miseria  ignoré me seguiría acompañando por siempre.

Caía la tarde. El viento frío del páramo flagelaba las tunas y frailejones. Una espesa neblina empezaba a cubrirlo todo.¿Cómo podían vivir seres humanos en medio de tanta desolación?  Busqué refugio en el auto y con el corazón oprimido me dispuse a retornar a Quito.

 Luego de unos kilómetros de recorrido, mi hija mayor rompió el pesado silencio  en el que nos habíamos sumido para preguntarme:

  "Mami,  ¿por qué son tan tristes los indígenas?"


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