Fidelidad
Corre el año
940 antes de la era cristiana. El reino de Saba, libra contra el poderoso
ejército de Egipto, una de las batallas más cruentas de su
historia. Los feroces combates se realizan cerca de Malib, su
capital. Ante la superioridad de las fuerzas de Tebas, el ejército
de Saba sufre significativas bajas. Hay
confusión y deserción en sus filas. Un crecido número de
mercenarios griegos y asirios, alentados por los grandes tesoros que
guarda el legendario reino, se aprestan a invadir la ciudad.
Tras sus muros impera el desconcierto y el temor. Las noticias que llegan
del campo de batalla no son buenas. El pánico es general.
En los
aposentos reales, se vive también un ambiente de alta
tensión. Balkis, la reina de Saba, enterada ya de los acontecimientos, se
debate en una crisis de nervios. Siempre se ha caracterizado por una gran
fortaleza, pero ahora la angustia la domina. No teme por ella, pero sí por su
tierno hijo, el pequeño Menelik, un niño de brazos, al que su padre, el gran Salomón, aún no conoce.
El palacio está desguarnecido, casi todas las tropas han sido desplegadas al campo de batalla. En cualquier momento las huestes enemigas entrarán en la ciudad. Un emisario ha partido a pedir ayuda al vecino reino de Aksum, pero es probable que ésta no alcance a llegar a tiempo. Por toda la ciudad se oye ya el bullicio de las gentes que aterradas intentan buscar refugio. Todo es un caos.
Naome, la
fiel esclava nubia quien ha servido desde niña a la reina es
consciente del inminente peligro. Conoce la ferocidad de los mercenarios
que siguen a las tropas egipcias. Sabe que no tendrán piedad con la reina y
mucho menos con el pequeño Menelik , el heredero de la corona. Él
es sin duda, su principal objetivo.
En silencio
se acerca a la cuna y lo observa conmovida. Duerme el pequeño
príncipe con un sueño sereno y apacible, ajeno a la terrible realidad que
le circunda.
Es un niño
hermoso. En su rostro, en su cabello y en su piel han quedado
impresos los rasgos y las características del poderoso y sabio monarca hebreo de allende el desierto. Un hombre de otro raza y otro credo que se apoderó del
corazón de su reina y dejó en ella su simiente.
A su lado en
cuna más humilde duerme también su pequeño Aros, el hijo de sus entrañas,
un bebé de color bronce con el cabello ensortijado de su raza.
A los dos los ha criado. De sus pechos brota la leche que
calma su sed y su hambre. A los dos los arrulla con similar
ternura. Por los dos experimenta el mismo sentimiento de
madre. El mismo entrañable amor. Sin embargo, un sentimiento de piedad va
unido al amor que siente por el pequeño príncipe, pues sabe que su vida
corre muchos más riesgos. Él no podrá confiar nunca ni siquiera en su propia
familia.
El
sentimiento de absoluta fidelidad que Naome siente por su reina y por el
niño va más allá de su propia vida. Su alma y su corazón les son
completamente leales. Se ha propuesto salvarlos aun cuando sea a costa de su
dolor. Con gesto de profunda tristeza en el que se refleja una
decisión inquebrantable, cambia a los niños de prendas: al príncipe, lo viste
con el tosco atuendo de su hijito y a éste, con los finos brocados del
príncipe.
La
reina, la mira con asombro.
–¿Qué haces,
Naome? ¿Te has vuelto loca?
– Tal vez, mi
señora. Pero no tengo otra forma de salvarte. Debo colocarme yo también
algunas prendas vuestras. Y vos también debéis poneros algo mío. No deben
reconocerte. Pronto, pronto, mi reina, no hay tiempo que perder. Debéis
huir por el túnel secreto que os llevará lejos de palacio hasta el
bosque. Iros rápido, os lo suplico. Marchaos pronto, sin mirar atrás.
–¿De qué
hablas Naome? Iremos todos juntos. Tú tampoco puedes quedarte aquí.
–No, mi
señora. Si quienes entren aquí no encuentran a la reina, removerán
cielo y tierra hasta dar con el pasadizo secreto y entonces, señora, vos y el
príncipe estaríais perdidos.
La reina,
entiende entonces el supremo sacrificio de su esclava. Toma al
pequeño príncipe en brazos y con lágrimas corriéndole por las mejillas, la
abraza conmovida.
–Dios te bendiga y te proteja, hermana mía.
-Daos, prisa, señora, le dice Naome, con el rostro tenso por
la angustia y con manos temblorosas ajusta la apertura secreta por
la que se interna la reina.
Apenas a tiempo. La turba enloquecida ingresa tumbando la puerta y
arrebatando al pequeño niño de sus brazos.
La dieron por muerta, pero Naome sobrevivió para ver la derrota de los
invasores ante las fuerzas leales llegadas del vecino reino de
Aksum … y para contemplar, con el corazón destrozado, los despojos mortales de
su hijito.
La ciudad poco a poco se recobra. Se entierran los muertos se levantan los
escombros y se resanan las heridas de los sobrevivientes. No será
seguramente el último enfrentamiento con las tropas egipcias, pero por esta
vez todo ha pasado y se podrá disfrutar un pequeño espacio de paz. El pequeño
Menelik sonríe feliz en brazos de su madre. En el corazón de la reina de
Saba hay un infinito sentimiento de gratitud ante la profunda lealtad de
su esclava. Entiende su dolor y anhela
con toda su alma recompensarla. Con solicitud la toma de la mano y la conduce hasta el tesoro real.
–Eres libre, Naome –le dice con ternura. Toma lo que quieras, todo es tuyo.
Has salvado nuestro reino y mi más precioso tesoro. Mereces todo lo que pueda
darte y mucho, mucho más.
Naome mira los cofres repletos de oro y joyas, diamantes,
rubíes, esmeraldas, zafiros. Ante la expectativa de los presentes se
encamina decidida hasta uno de los cofres y toma una preciosa daga pulida
recubierta de pedrería; la daga con la que un rey moro compró años antes su
rescate.
Un ¡Ah!! de admiración se escapa de los labios de los presentes que aprueban su elección. "¡Bien escogió, la esclava!", se dicen.
Un ¡Ah!! de admiración se escapa de los labios de los presentes que aprueban su elección. "¡Bien escogió, la esclava!", se dicen.
Con los ojos velados por profunda tristeza, Naome se dirige entonces a su
reina.
–Mi señora, el príncipe y vos están a salvo, esa es mi recompensa. Pero
ahora, dejadme que me vaya, el hijo de mis entrañas, me aguarda. Desespero ya
por darle la leche de mi seno, por verlo dormir de nuevo entre mis brazos.
Y antes que alguien pueda evitarlo, hunde en su pecho el filoso puñal.
Leonor
Fernández Riva
Santiago de
Cali, Octubre 13 de 2014