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viernes, 15 de noviembre de 2013

Una bonita Navidad

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––¡Jairo, mijo, levántese, ya casi son las tres de la tarde!  Ha pasado todo el día durmiendo y tengo que arreglar el cuarto. Recuerde que esta noche no es una noche cualquiera.  A lo mejor hasta viene su hermana. Ayer me llamó  por teléfono y la noté achantada, como deprimida.

–¡Qué va a venir esa chanda, cucha ! No se haga ilusiones,  esa sarna ya se abrió de nosotros.

–No hable así Jairo, recuerde que es su hermana. Creo por lo que me dijo  que el tipo ese se ha entusiasmado con otra y eso la tiene muy desanimada.

–Más pendeja si al meterse con ese tipo no pensó que eso le pasaría. ¡Ayyyyy, vieja!  Déjeme dormir otro ratico que anoche llegué molido  y más tarde  tengo que estar fresco para  ir a cumplir  un encarguito de Alirio.

–Ya sé cómo llegó, mijo, ¿cree que no me di cuenta?   La junta que tiene con el Alirio  ese lo perjudica. A ese muchacho ya lo han encanado varias veces por robo y hasta se murmura por ahí que ha desaparecido  a unos cuantos. Hágame caso, Jairo, deje esa junta. 

_ ¡Ay, cucha! A la gente le encanta hablar, le tienen envidia porque maneja mucho billete. Ya quisiera yo  ser como ese man.

–¡Dios lo libre, mijo!  A ver, anímese, levántese y dese un baño que buena falta que le hace.

¡Ya, cucha, ya!  ¡Cállate, cállate que me desesperas!

El joven se despereza estirando  al máximo los brazos y  las piernas  a la vez que  emite un alarido a lo Tarzán de los monos. Al ver que su madre se tapa los oídos, ríe estrepitosamente, se levanta,  y descalzo se encamina al baño.

El dormitorio es un completo desorden: ropa  por el suelo, medias, zapatos. Sobre la mesa de noche  un envase vacío de  gaseosa, un plato con colillas  y un celular.

La madre exhala un suspiro y sonríe moviendo la cabeza al escuchar a su hijo que bajo la ducha canta  a voz en cuello  una ranchera de moda. “Tienes tantos defectos, hijo, pero no se puede negar que eres gracioso”. 

Tiende la cama, recoge la ropa sucia, el envase vacío y las colillas, y se encamina a la cocina.

Viven  allí desde que doña Elvira  logró que le adjudicaran esa vivienda  en  un programa de reubicación de desplazados luego de que salió de su pueblo huyendo de la violencia. Muchas veces falta el agua, se corta la corriente eléctrica, carecen de líneas de transporte y hay mucha inseguridad, pero ese pequeño espacio en el que habitan es ahora su hogar; allí sus dos  hijos crecieron y volvió a alentar en ella la esperanza de una vida mejor. 

Al paso de los años, su hija Marcela se tornó más hermosa de lo que aconsejaba la prudencia en una barriada como esa. Dejó los estudios y se colocó en un bar  como mesera. De un momento a otro empezó a cambiar y  a sofisticarse: salón de belleza, maquillaje, ropa de marca, accesorios llamativos y costosos. Doña Elvira, demasiado ingenua en su condición de campesina como para percibir algo  negativo en la actitud de su hija, la veía florecer y el alma se le llenaba de orgullo  maternal. Hasta  que un día, alguien le gritó en la calle:


"Tú hija es una  puta!".   Y esa frase horadó su corazón. 

Al preguntarle a su hija el porqué de semejante aseveración, ésta no negó nada, solo le dijo que la gente  se metía en lo que no le importaba, que  ella ya estaba lo suficientemente grandecita como para saber lo que le convenía y que  no pensaba de ninguna manera volver a pasar por los trabajos y miserias que habían soportado siempre.

–Mi belleza es un don que Dios me ha concedido y que pienso utilizar –concluyó terminante esa mañana al salir para su trabajo.  

La respuesta de Marcela dejó  a Doña Elvira desconcertada y triste. Cierto que habían pasado por muchas dificultades y que su vida seguía siendo muy estrecha  y difícil pero su familia siempre había sido decente, trabajadora y respetuosa de las leyes de Dios. No tenía sin embargo carácter como para reconvenir a su hija, temía su reacción, que se marchara de su lado. Y la dejó hacer. 

Un  día,  luego de varios meses,  Marcela le comunicó  sin mayores rodeos que había decidido irse a vivir con alguien.

–¿Irte a vivir así no más, mijita? ¿Y ¿por qué no te casas, Marcelita? –le preguntó  doña Elvira con ilusión.

–¿Casarme, mamá? ¡Eso ya no se usa!  Pero ni para qué le explico, usted qué va a entender.  El viernes me voy.  De pronto me animo a presentarle a mi novio aunque me muero de la vergüenza de traerlo a esta casa. 

Y en efecto, ese viernes  fue con él. Llegaron en un automóvil de lujo, demasiado ostentoso para el barrio.  Otro auto similar con personajes mal encarados los acompañaba.  A doña Elvira no le gustó el aspecto del pretendiente de su hija. Demasiado peinado, demasiado brillante, demasiado dura la mirada de sus ojos pequeños y acerados.

–¡Qué tal el palacio en que vives, princesa! –fue su comentario  mordaz al entrar y añadió extendiéndole la mano a doña Elvira –Se lució con su hija, suegrita, se lució de verdad.

 No fue un buen encuentro. Doña Elvira no sabía qué era exactamente lo que no le gustaba del pretendiente de su hija, pero algo en su actitud, en su manera de hablar y de reír,  le recordaba vagamente los personajes que allá,  en el campo,  habían destruido su vida.

Ese mismo día, Marcela se marchó de su lado. Fue algo tan repentino que ni siquiera su hermano llegó a conocer a su pareja. Se fue a vivir a un barrio distante y no volvió a aparecer por su casa. Ya hacía varios meses de eso y no había vuelto a tener noticias de ella hasta esa mañana cuando recibió su llamada.

Pero no solo ella la inquietaba, Jairo, su hijo, también se había convertido  para ella en una preocupación. No hacía nada de provecho, no estudiaba ni buscaba trabajo  y de un tiempo a esa parte trasnochaba de seguido, aparecía sin dar explicaciones con ropa de marca, chaquetas, tenis costosos. Sabía que andaba en malas compañías.  

Exhaló un profundo suspiro. “¿Qué podía hacer ella?". La llamada  de su hija,  esa mañana,  le había devuelto sin embargo la esperanza. "Tal vez, tal vez, esta noche vuelva otra vez  a verla", se repetía ilusionada. 

Coló el café y asó en la hornilla una arepa.  Jairo nunca desayunaba otra cosa, a pesar de que aquel no iba a ser precisamente un desayuno. Ya eran casi las cinco de la tarde.

En ese momento apareció Jairo ya bañado y arreglado. Llevaba un bluejean, camiseta negra,  una chaqueta de cuero y gafas oscuras. Lo miró complacida.  Era bien parecido su hijo.

—Fresca, cucha. No voy a tener tiempo de comer nada. Dame solo un poco de gaseosa. Tengo una sed la hijueputa.

–Que Dios lo proteja mijo.  Acuérdese lo que le he dicho de ese Alirio  y no se olvide tampoco  de que hoy es Nochebuena. No he podido comprar nada. Ojalá me traiga algo para preparar una cenita. Recuerde que tal vez venga su hermana.  No se me vaya a quedar por ahí, mijo, por favor.

–A lo bien, cucha, a lo bien.  Volveré pronto. Es solo un encarguito.

Se montó en la moto, propiedad de su amigo, se acomodó las  gafas  y se dirigió a su destino.

 Sí. Era solo un encarguito.  Alirio no le había dado el nombre del tipo al que le iban a hacer la vuelta. Nunca lo hacía. ¿para qué? Sabía solo el punto donde lo iba a interceptar  y la placa del carro. Suficiente.

Esa noche sí llegó Marcela. Pero llegó sola y con una maleta de ropa. Seguía igual o más bella que antes, pero en sus ojos había ahora un  toque de tristeza. Su relación había terminado. Doña Elvira no le preguntó nada. Su corazón estaba feliz de volver a tenerla a su lado.  

Esa  merecía ser una noche especial, pero no tenía nada especial para brindarle a su hija.  “No importa, cocinaré aunque sea  un arroz con papas, lo importante es estar juntas”, pensó.

Jairo, llegó poco después; venía agitado y  sin chaqueta,  y en sus manos un tanto  temblorosas,  llevaba varias fundas del supermercado.

–Mira quién está aquí, hijo –le dijo doña Elvira  apenas lo vio entrar, señalándole a Marcela que se encontraba recostada en el cuarto.

Por un momento, Jairo tuvo ganas de echarle en cara  a su hermana la indiferencia que había tenido para con su madre durante tantos meses, pero percibió su estado de ánimo y se contuvo. Él también se sentía demasiado cargado y ansioso como para discutir.

—Hola —le dijo,  desde la puerta  y  abrazó a su madre.

 —Cucha, aquí le he traído pollo asado, tamales, gaseosa,  postre y hasta una guirnalda de luces para que pongamos en la ventana.

–Gracias, mijo. Dios ha sido bueno con nosotros esta noche y ha vuelto a reunirnos —dijo doña Elvira emocionada–. Tenemos mucho que agradecerle. Ésta será una bonita Navidad.

Marcela se enteraría al día siguiente que Héctor Fabio, el hombre al que entregó su corazón tres años antes,  había sido asesinado la noche anterior junto a una mujer que le hacía compañía.  Según  testigos presenciales, el sicario,  un hombre joven que portaba chaqueta de cuero y gafas oscuras, descargó el contenido de su arma sobre el lujoso automóvil en el que los dos se movilizaban.  Murieron al instante. Un caso más de las sangrientas  vendettas  que  habían proliferado en la ciudad en los últimos tiempos  y que la policía atribuía a peleas por territorio entre los carteles de la droga. 

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