Translate

viernes, 17 de septiembre de 2021

 Encuentro en el Samar

Leonor María Fernández Riva

Viajero, si al atravesar el Sahara pasas por la aldea de Abu Zaid detente a escuchar junto al samar y bajo la radiante luz de Al Nair los subyugadores versos del poeta de las estrellas.


Lentamente, al paso largo y cadencioso de los camellos, la caravana emprendió su marcha. Abu Zaid la contempló intensamente hasta que se convirtió en un manchón oscuro que fue desvaneciéndose entre las dunas de arena. Entró entonces a su humilde tienda y buscó su tesoro. Arrobado, observó el extraño objeto. Esa mañana se había desprendido de su única pertenencia de valor, pero no sentía pesadumbre; todo lo contrario, una inmensa alegría desbordaba su alma.

Abu Zaid as Saruyi experimentó siempre una intensa fascinación por esos cuerpos celestes que titilaban a lo lejos y que él amaba desde niño. Compartir con sus hermanos la música de la palabra y hablarles de esos radiantes habitantes de la noche era la razón de su vida. El pozo, convertido cada noche en samar, daba cobijo no solo a su pueblo sino también a muchos visitantes que acudían de otros poblados a escuchar sus qasida o macaamas, poemas que tenían fama de trocar en mágicas y bellas las existencias de quienes los oían, por más grises y ordinarias que fueran sus vidas.

Pero en esta ocasión no fue Abu Zaid quien pobló la noche de historias y leyendas. Otro fue esta vez el protagonista. Acuclillado junto al fuego y compartiendo los jugosos rottab con el viajero de ojos azules y poblada barba, Zaid escuchó de sus labios historias perturbadoras de otros pueblos, de otras culturas.

El extranjero llegado de tierras remotas, alto y espigado, de facciones bellas y regulares, cabello negro y ojos bondadosos, despertó entre aquellas gentes sencillas una ingenua pero ardiente curiosidad. Esa mañana, al llegar la caravana procedente de las costas de Túnez en el mar Mediterráneo, Marco, que tal era su nombre, fue recibido por Sulayman, el patriarca de la aldea, con la proverbial hospitalidad del desierto.

Superado el recelo que despertó inicialmente su presencia, hombres, mujeres y niños le rodearon con una admiración rayana en la impertinencia. Todos deseaban tocar sus extrañas ropas, olerle, escucharle. Marco les dejó hacer con gran condescendencia. Y esa noche, una noche radiante de luna llena, la aldea toda se reunió en el samar alrededor de la fogata que amortiguaba el intenso frío en que se había convertido el ardiente calor del mediodía.

En el dialecto bereber de los tuareg y con una entonación profunda y musical, Marco fue narrando historias fascinantes de su país, un lugar muy lejano, de verdes montañas, ríos caudalosos y lluvias constantes. Con un dejo de nostalgia describió la ciudad que lo vio nacer, construida sobre el agua, donde pintorescos botes hacían las veces de camellos para dirigirse de un lugar a otro y donde habitaban seres como él, de barba tupida y ojos claros, y mujeres hermosas, cuyos rostros podían observarse sin velos aun a la luz del día.

Habló de leyendas y aventuras surgidas en el laberinto enmarañado de sus calles, y se emocionó al describir los grandes barcos anclados en sus muelles repletos con mercancías asombrosas traídas de las más remotas regiones de la Tierra. La incredulidad y la fascinación colmaban los corazones. Pero al paso de las horas el cansancio fue venciendo a aquellos pastores acostumbrados a recogerse con la llegada de las tinieblas y despertarse con los primeros rayos del sol. Los párpados empezaron a entrecerrarse. Poco a poco, fueron retirándose a sus tiendas.

Al lado de la fogata, ya casi en ascuas, quedaron solamente Marco y Abu Zaid. Desde el primer momento surgió entre estos dos hombres tan diferentes y distantes, una corriente de simpatía. La luna llena -en todo su esplendor- dibujaba en la arena y en las hojas de las palmeras visos iridiscentes. Era la hora de la reflexión, de la confidencia. Durante unos momentos guardaron silencio.

Luego, aquel hombre joven de origen lejano abrió su corazón al bardo del desierto y le habló con pasión de sus anhelos, de su ansia por conocer otras civilizaciones, por internarse más y más en el mar y llegar hasta donde nadie había llegado; de descubrir otros mundos misteriosos e ignotos, poblados por hombres y mujeres de ojos rasgados; lugares prodigiosos que presentía y que ya había visto en medio de sus sueños. Hablaba con vehemencia, con la determinación de quien está seguro de que se cumplirá lo que anhela. Y oyéndole, Abu Zaid confirmó algo que siempre había sospechado: el mundo no eran solo esas dunas de arena que rodeaban su aldea, ni los oasis cercanos, ni las palmeras enhiestas como doncellas, y ni siquiera las grandes ciudades a las que había viajado con su padre cuando niño; existían otras realidades lejanas y sorprendentes. Marco calló, y sus ojos se detuvieron pensativos en las chispas que todavía brotaban de la casi extinguida fogata.

Abu Zaid tomó entonces la palabra y describió con inmensa ternura la maravilla que representaba para los amazig, los hombres libres del desierto, el néctar encerrado en los rottab, los dátiles que extraían la dulzura de la arena para convertirla en ambrosía para su pueblo; de un elíxir llamado café, bebida oscura y prodigiosa que despertaba los sentidos y tornaba claros los enigmas y los más complicados números; de los briosos caballos que su pueblo cuidaba como a su propia vida y a los que los amazig destinaban preciosas eras de tierra fértil; del milagro constante de los oasis y los pozos inextinguibles del desierto… del amor por su joven esposa, de la muerte y de su poder infinito de ausencia; de su soledad… y del inenarrable consuelo que había deparado a su vida la contemplación de las estrellas.

Sí. Abu Zaid compartió con el viajero la ansiedad indescriptible que lo embargaba en las noches por observar el infinito y viajar con la mirada y con la imaginación hasta esos mundos lejanos y titilantes. Y así, de manera fortuita, Marco supo que los dos compartían la misma fascinación, el mismo embrujo por la bóveda celeste. Compararon los nombres que cada uno daba a las constelaciones y descubrieron llenos de gozo que lo que para Marco era “El brazo derecho de Cefeo” era para Abu Zaid “El Draa El Imm”; “El Camello”, “Al Fanik”; " El Cabrito”, “El Yedi”; “Casiopea”, “Aldermarin” ; “La Liebre”, “Ameb”…

Emocionado cual un niño, Abu Zaid señalaba uno a uno en el cielo los astros que tan bien conocía. En determinado momento y sin pronunciar palabra, Marco se levantó y se acercó hasta el pequeño baúl en el que guardaba sus pocas pertenencias, lo abrió y ante la sorpresa de Zaid extrajo un objeto de bronce de forma circular.

–Observa este instrumento -le dijo, entregándoselo con una sonrisa. Un tanto indeciso, Abu Zaid lo tomó entre sus manos y reparó curioso en el complicado entramado de piezas en su superficie. Marco lo contemplaba divertido.

–Lo que tienes en tus manos es un astrolabio -le explicó- su nombre significa “buscador de estrellas” y se usa para localizar la posición y altitud de los astros. Un mecanismo para medir el cielo. Me lo obsequió el prior de un convento de mi ciudad, agradecido por la narración que le hice durante varios días de mis aventuras en lo que ellos llaman la Tierra Santa. Pero no quiero cansarte con esa historia ni tampoco engañarte; éste no es un invento de mi civilización sino de la tuya.

Enseguida, Marco se acomodó junto a Zaid y se dispuso a enseñarle el complicado mecanismo. Primero fue nombrándole las diferentes piezas: el tímpano, la madre, la araña, la eclíptica, la esfera armillar, la esfera celeste, el ángulo horario sideral… Luego, pacientemente, fue adiestrándolo en su manejo.

Con el corazón a punto de salírsele del pecho, Abu Zaid descubrió que con aquel artefacto prodigioso podía localizar la medida de altitud de una estrella sobre el horizonte y que sin modificar la posición de la “araña” podía leer su acimut verdadero como también el de cualquier astro que se encontrara en ese momento sobre la línea del horizonte… Y Zaid no pudo ya desprenderse en toda la velada de aquel portento.

La brisa helada de la madrugada hizo estremecer a los dos hombres. Hacía rato ya que el fuego se había apagado. En el hogar solo quedaban pavesas. Como saliendo de un embrujo volvieron a la realidad. Dentro de poco la aurora, con su meridiana claridad, borraría los mapas celestiales. Abu Zaid se levantó para dar las buenas noches a su amigo.

–Discúlpame. No me di cuenta del paso de las horas. Masa el nur (que tu noche esté llena de luz) -le dijo, agradecido, a Marco extendiéndole el astrolabio. Y añadió desolado-: Mañana te irás.

Marco, el comerciante de mil caminos, diestro en el arte de conocer el corazón y los deseos de sus semejantes, percibió en ese instante la insondable tristeza de aquel hombre del desierto cuya única felicidad consistía en observar el firmamento. En un impulso irreprimible apretó el curioso instrumento entre las manos de Abu Zaid diciéndole con una sonrisa:

–Quiero que lo conserves. Creo que las estrellas están más cerca de ti que de mí y que a ti te llega más su luz. – Y viendo que Abu Zaid oponía resistencia, añadió -No te preocupes, podré reponerlo en mi nuevo destino. Ese es el motivo de este viaje. Masa el nur para ti, querido amigo.

Presos de una profunda emoción, se abrazaron en silencio. Horas más tarde, antes de que la caravana reemprendiera su marcha, los dos amigos se encontraron y se desearon buena suerte. Abu Zaid as Saruyi abrazó con gran afecto al que ya consideraba un hermano.

Assalam alikum, que la paz de Alá sea contigo –dijo el amazig, tomando la mano de Marco entre sus dos manos y colocando en ella el anj de marfil y esmeraldas, precioso amuleto egipcio en forma de cruz ansada, obsequio de un beduino misterioso que alguna vez escuchó sus poesías. Y agregó con voz solemne: - Que la gloria y la inmortalidad sean tus compañeras, Marco. No te desprendas nunca de este amuleto. Quien me lo dio me aseguró que el que lo porte hará realidad sus sueños y alcanzará la gloria y la inmortalidad.

Assalam alikum, hermano. No dejes de contemplar las estrellas; aunque la tierra nos separe, el cielo nos unirá.

No volverían a encontrarse. Marco continuaría su periplo a través del desierto visitando pueblos perdidos en el mapa hasta llegar a la costa de Libia en el Mediterráneo. Era un comerciante, pero sobre todo un marino, y su alma navegaba ya por mares ignotos hacia mundos lejanos y sorprendentes. Nunca regresaría al Sahara. Pero ni él ni Abu Zaid olvidarían jamás ese encuentro fugaz junto al samar.

Pasaron los años. La vida para el pastor del desierto continuó casi inmutable entre ese océano infinito de arena y ese otro, no menos infinito, poblado de estrellas que nunca se cansó de contemplar. Envejeció, y sus versos cual dulcísimos rottab se convirtieron para todos quienes le oían en ambrosía para el alma.

Cuentan que al momento de su muerte una gran sonrisa iluminó su cara. Abu Zaid parecía percibir algo que nadie más podía ver. Con voz apenas inteligible se le oyó murmurar: “Masa el nur , querido amigo”. De acuerdo con sus deseos fue enterrado junto a ese entrañable objeto de bronce que lo acompañó cada noche en el samar a lo largo de su existencia.

Lo que sucedió luego es difícil de explicar. ¿Fue solo la imaginación de ese pueblo nómada enseñado a contemplar el firmamento cada atardecer, o realmente aconteció? Lo cierto es, que al día siguiente del fallecimiento de Abu Zaid una nueva estrella iluminó las noches del desierto. Una estrella que desde entonces se conoce con el nombre de Al Nair, La Brillante. A partir de ese momento, Abu Zaid, el poeta de las estrellas, se convirtió para los amazig en una de sus más entrañables leyendas.


jueves, 17 de octubre de 2019

¡¡ES ÉL!!




Camino del invierno a través de los árboles Nevado y recorrer del hombre solo contra el cielo nublado Aire libre Foto de archivo - 37149806









OTROS RELATOS DE LA AUTORA
¡¡ES ÉL!!  La esquiva suerte
Una señorita de antaño
Un secuestro afortunado
o       Drama bajo la carpa
·       Su mejor decisión
·       Génesis
·       El último conjuro
·       Un instante de lucidez
Un río llamado Nostalgia
  Vidas cruzadas


jueves, 10 de enero de 2019

Resultado de imagen para almanaque imprescindible leonor 2019

Amigos, al inicio de un Nuevo Año, tengo mucho gusto en compartir con ustedes mi ALMANAQUE IMPRESCINDIBLE LEONOR que publico anualmente desde hace 14 años.  Este es el número 14 para el 2019.  Puse esta imagen porque no pude subir la del 2019 pero les dejo aquí el link para que abran el ALMANAQUE  y lo lean.

Es una publicación en la que trato de imprimir la calidez y la variedad  de las cálidas revistas de antaño. En ella encontrarán temas de reflexión, humor,  relatos interesantes, un cuento de mi autoría,  el horóscopo, poesía, sabías que, curiosidades y muchos otros temas.  Sé que les va a gustar. 

Aquí les dejo el link para que lo abran. Solo tienen que clickear encima. Y pueden agrandar la letra y las imágenes clickeando en "Pantalla completa" 


Resultado de imagen para libros de antaño

domingo, 22 de julio de 2018

LA BÚSQUEDA DE LA FELICIDAD




Imagen relacionada



La búsqueda de la felicidad

Sentada en las gradas,  afuera del monasterio, dejó que su respiración se acompasara. El paso del tiempo era inclemente.  Ya no podía caminar sin esfuerzo grandes distancias. Y  esa mañana, a pesar de sentirse débil, había realizado una gran caminata desde la aldea donde vivía hasta el monasterio budista. Su corazón latía ahora desbocado, pero  feliz.

Contempló abismada  la inmensidad  apabullante y magnífica de esas cumbres  cubiertas de nieve, y disfrutó una vez más  en su interior su deliciosa soledad y esa ansia ya saciada  de vivir la diferencia, de encontrar  allá, en esas lejanas y misteriosas tierras, el eslabón perdido de la felicidad.

 Como si se tratara de un hecho acaecido a otra persona, dejó que su mente retrocediera en el tiempo para revivir  los pormenores de  esa aventura que empezó para ella casi sin darse cuenta, muchos años atrás.

Hasta cumplir los cincuenta años, su vida  había sido similar a la de tantas otras mujeres solas e independientes. Su trabajo esporádico de correctora de libros y una pequeña renta adicional, le permitían vivir de manera tranquila y austera.  Su apartamento, si bien no lujoso, era agradable y allí se sentía bien. A pesar de que ya había sobrepasado el medio siglo, se mantenía saludable y estéticamente agradable. Estaba sola, sí, pero no había carecido de amor. Ahora,  esa faceta de la vida  no parecía hacerle falta,  había  cerrado  sin dolor esa etapa febril y alocada de su existencia  y ahora, con sus hormonas atemperadas y serenas, le gustaba pensar que  la tranquilidad de que ahora disfrutaba,  rimaba con la  felicidad.

En esos pasados días, aparentemente felices había sin embargo algo que siempre escocía un poco su espíritu. Algunas noches, al hacer un recorrido  mental por lo que había hecho  durante  el día, se tropezaba con  una seguidilla constante de una misma rutina: se levantaba  temprano, con la primera luz del sol, tomaba un vaso de agua con limón que según decían, alcalinizaba el organismo protegiéndolo del cáncer;  se colocaba luego  una sudadera y salía a caminar durante media hora. En una vida tan sedentaria como la suya  eso era necesario.  Su peso no era el correcto y su perfil lipídico tampoco era del todo satisfactorio. Su afición por la comida italiana y  su preferencia por la buena cocina y las porciones grandes,  hacían de las suyas. Luego de bañarse y arreglarse, se dirigía  en su auto a hacer compras al  supermercado y a pagar algunas cuentas,  y al volver se entretenía en el computador. Recorría en Facebook los innumerables  mensajes, sugerencias, fotografías de personas conocidas y ególatras y  la interminable sarta de estupideces que publicaban  decenas de  desocupados;  luego,  se dedicaba a escribir historias,  pensamientos fugaces  y una que  otra poesía. Nada trascendente. Nada valioso.  Almorzaba,  hacía una pequeña siesta, volvía a escribir. Algunas  tardes  la visitaba una amiga solitaria como ella, o alguien la invitaba a tomar café. Y eso era todo. Llegaba la noche y el inventario final era exiguo y poco reconfortante.

¿Seguirá todo así de aquí en adelante hasta envejecer?  Se preguntaba  a veces cuando al apagar  el murmullo absorbente  del televisor, todo quedaba en silencio y se encontraba de nuevo a solas  con ella misma. Y la respuesta no era para nada gratificante.

¿Se harían esa misma pregunta otras mujeres? ¿O estarían contentas con su presente, con su futuro próximo? Su  mente se entretenía   repasando  la existencia  de algunas conocidas: aquella pariente  suya apasionada por los  perros  cuya vida estaba dedicada solo a darles gusto;  esa vecina ya entrada en años, dedicada incansablemente  a  preservar su fugitiva  juventud en los gimnasios y en los spa;  aquella  otra, en apariencia ya  por encima de las tentaciones carnales cuya única  pasión parecían ser  ahora sus  nietos;  y esa otra, aparentemente  feliz  en una relación conyugal basada, por lo que podía observar, solo en la costumbre y el aburrimiento;   y esa de  más allá,  aficionada a realizar continuas reformas a su apartamento para lucirse ante las amistades; o la de más allá  que  se preciaba de cambiar cada año de carro y  aquella otra  que solo vivía para estar a la  moda, o aquella que se ufanaba tanto de sus continuos viajes, y hasta  esa simpática amiga, ya casi otoñal, y un poco  más comprensible para su gusto,  enamorada sin remedio de un  imposible. Todas, inútiles, superfluas, desperdiciadas. Tal como ella misma.

Pudiera   haber seguido  llevando por inercia esa vida, tranquila y muelle  que tan semejante parecía ser  a  la  felicidad, y a la  que solo la incomodaba  ese impertinente escozor acerca de su existencia que  de noche en noche la importunaba, pero ocurrió que  una tarde, organizando revistas viejas, leyó en una de ellas un artículo que cambió su vida.

 Un hombre, en una lejana población del Tibet había sido catalogado como el hombre más feliz del mundo. Sí, así lo describían en aquella  crónica y esa era una revista seria. Leyó con avidez el artículo. Un grupo de científicos de la Universidad de Wisconsin había llegado a la conclusión de que el hombre más feliz del mundo era un monje budista de 70 años de edad de origen francés llamado Matthieu Ricard,  quien vivía en una región remota de Nepal y era asesor del Dalai Lama. Al estudiar su cerebro, los científicos habían comprobado  que  este presentaba la más alta actividad cerebral asociada al bienestar nunca antes vista en mediciones similares. Tras analizar la actividad de su cerebro en el marco de un estudio de 12 años sobre meditación y compasión, los científicos de la Universidad de Wiscosin (EEUU) establecieron que Ricard era el hombre más feliz del mundo.


Al llegar al final del artículo Loreta se propuso conocerlo.  Tenía que visitar a aquel hombre, hablarle sobre sus dudas, preguntarle por el sentido de la vida, pedirle que le explicara el porqué de su existencia, el porqué de la felicidad. Qué podía hacer ella para ser realmente feliz antes de morir, antes de desaparecer.

Y así, de esa manera casual y aparentemente intrascendente  empezó para ella  la aventura más trascendente de su vida.

Con un espíritu de aventura, sobreviviente de su ya lejana juventud, decidió jugarse el todo por el todo. No era una  mujer rica y para poder viajar a tan lejanas tierras debió vender su escaso patrimonio. Pero lo hizo con gusto, sabiendo que esa era su última aventura.  Sabiendo que valía la pena intentarlo. No quería consumirse viendo televisión, paseando perros, luchando en el gimnasio y en el spa contra la vejez inminente, llenando  su vida de objetos  pesados y oprobiosos o escribiendo sandeces.

Su familia la tachó de loca, creyeron que había perdido la cabeza y hasta le hicieron un juicio de interdicción, pero logró demostrar que estaba cuerda y que tenía derecho a manejar su patrimonio y disfrutar sus  últimos deseos antes de que su cuerpo  y su espíritu dejaran de ser suyos y no le permitieran soñar.

 Y un buen día, voló a su destino.

Nepal, estaba situado al final del mundo.  Al menos al final del mundo conocido por Loreta.  Debió hacer varias conexiones de aviones y por fin, llegar a Nepal, y trasladarse luego en un camión durante tres horas  hasta el Monasterio Cheshen  situado en una pequeña meseta a las afueras de la población de ese nombre  rodeada de cumbres nevadas entre las cuales sobresalía imponente el Himalaya. Con timidez y expectativa, Loreta llegó hasta la puerta de entrada del monasterio y  accionó la pesada aldaba. Un monje de mirada lejana apareció luego de unos segundos y le informó que Matthieu Ricard  no estaba. Días antes había volado hasta Francia para dictar allá una conferencia.

Esa primera decepción no la amilanó. Lo esperaría.

 En los pocos días que faltaban para su llegada empezó a familiarizarse con esa nueva forma de vida. En el lugar no funcionaban hoteles. Fue acogida en el hogar de una familia tibetana conformada por una pareja mayor y una hija soltera. Cuando se enteraron de  que había viajado tanto para encontrarse con Matthieu Ricard el monje más respetado y querido en aquella comunidad, le brindaron de manera espontánea y cálida su hospitalidad.

La suya era una vivienda modesta, construida con ladrillos  de barro  y techo cubierto de lascas de piedra a la manera del lugar. Todo allí era sencillo, austero, mínimo. De manera sorprendente, Loreta se adaptó de inmediato  al ambiente y a las nuevas y sencillas costumbres. Amó el viento helado que la recibía cada mañana al levantarse, amó los sencillos potajes de aquellas personas consistentes solo en maíz, mijo,  papas y té serpa. No consumían carne; amo su camastro duro y estrecho  y amo su cuarto oscuro y austero, sin adornos ni cuadros y  recubierto casi por completo  por pieles de animales. Y amó sobre todo,  los sencillos y bulliciosos  juegos de los niños en medio de la nieve.

Pero aguardaba  ansiosa la llegada del monje. Este llegó luego de dos semanas y la recibió de inmediato. Ella se sorprendió al verlo. Ya había podido observarlo en fotografías pero su presencia física la impactó. Lucía fuerte y joven a pesar de su edad.   Su piel era lozana y sus ojos reflejaban una profunda bondad.

El monasterio en el que transcurría su vida era imponente  por las dimensiones pero a la vez  austero  y muy silencioso.  En la pequeña estancia en la que el monje  la recibió había  una imagen grande y dorada  de Buda y el suelo estaba cubierto por una alfombra. Al llegar, la invitó a pasar y sentarse en el suelo tal como él. Luego de presentarse, Loreta le habló de la inconformidad acerca de su vida  y de  su  deseo de conocer otras experiencias espirituales antes de morir. De esa ansia suya por  conocer la verdadera felicidad.

El monje la escuchó en silencio y cuando ella dejó de hablar exhaló un profundo suspiro:

"La felicidad,  como ya lo has podido comprobar, querida amiga, es algo intangible, casi etéreo,  una sensación  muchas veces, experimentada  aunque casi siempre sin  real fundamento porque por lo general está basada en  hechos triviales y fugaces como por ejemplo,  acomodar nuestro cuerpo a una rutina, descansar en una  aparente seguridad, creer que somos amados, creer que somos dueños de  otros seres; llenarnos de cosas materiales, despertar envidia, sentir la admiración de quienes nos rodean, creernos superiores, disfrutar 5 minutos de gloria…Aunque no nos demos cuenta, querida Loreta, todos los seres humanos,  estamos inmersos desde nuestro nacimiento en  una desenfrenada carrera por alcanzar la felicidad .Todas aquellas mujeres  a tu alrededor están también intentando ser felices a su manera. No debes criticarlas, no debes despreciarlas, las circunstancias son distintas en todos los casos.  Pocas personas experimentan un vacío existencial como el que tu sientes.  Pocos experimentan esa ansia de infinito. Las personas como tú no se conforman con arañar la felicidad.  Quieren poseerla. Y no están equivocadas. Alcanzar ese estado es lo más elevado y sublime que puede lograr un ser humano. Los seres vivientes tenemos sobre nosotros, 3 leyes inmutables: la enfermedad, la vejez  y la muerte. Tú, Loreta, estás viva, no estás enferma y todavía no eres una anciana. En tu vida no han hecho todavía presencia esas leyes inmutables. Pero no eres feliz. Vale la pena entonces  hacer el esfuerzo para que lo seas, ninguna otra cosa es comparable. Pero no es sencillo. La disciplina, la meditación  y la perseverancia deben ir unidas al altruismo y a la generosidad de corazón".

Todas las mañanas, Loreta siguió asistiendo al monasterio. Allí se quedaba  hasta mediodía. La presencia de mujeres no  era permitida luego de esa hora. Bajo  la dirección del monje  fue aprendiendo la técnica de la respiración y la meditación. Al principio, su mente inquieta y poco disciplinada se distraía,  pero al poco tiempo logró  concentrarse sin esfuerzo y permanecer en trance  toda la mañana frente a una pared. Y un día,  descubrió que podía estar ensimismada y lejana, concentrada en su meditación hasta en medio  de una multitud. Su cuerpo se tornó flexible y  logró sin esfuerzo realizar y mantener difíciles posturas yogas durante varios minutos. Cada mañana, al retornar del monasterio a su hogar, repetía con convicción los mantras ancestrales sobre todo aquellos  relacionados con la felicidad: “ Oh, Ah, Hen Soha”.  “ Bala Nam Kevalam”.

Los  niños de la aldea pronto la acogieron como si fuera otro monje más. La acompañaban cantando  hasta el monasterio o la esperaban de regreso hasta su casa.  Le habían tomado cariño. La llamaban “la monja blanca”. Ella les enseñaba inglés en las tardes, un idioma que les serviría más tarde  para comunicarse con los frecuentes turistas. Había aprendido muy bien el tibetano del lugar y podía contarles aventuras y hechos  sorprendentes  de ese mundo desconocido allende los mares. En las  tardes  le gustaba  ayudar a sus benefactores en su pequeña huerta de papas y de mijo. Eran campesinos pobres como todos en la región. Su existencia no era fácil. El esposo prestaba también sus servicios como porteador a quienes escalaban el Himalaya, pero desde el gran terremoto, los escaladores arriesgados habían disminuido. Muchos porteadores habían muerto realizando ese acompañamiento.

Loreta había pensado quedarse en el lugar tan solo  uno o dos meses, mientras aprendía las técnicas de la meditación, pero el lugar se fue poco a poco apoderando de ella. Una gran paz que antes nunca había experimentado colmaba ahora sus días. Sonreía sin motivo. Su pasado era solo un lejano recuerdo, algo que le había pasado a otra persona.  No tenía internet, no lo necesitaba. No extrañaba nada. Había cortado con su pasado. Se sentía en paz con ella misma,  y una con el universo y con toda aquella grandiosidad.

Los meses fueron acumulándose y luego, casi sin darse cuenta, los años. Se había convertido  en  una más en esa  apartada población nepalesa. Su cabello se tornó blanco. Y un buen día  desechó también su vestimenta occidental y adoptó  la túnica de los monjes. Algo que para  ella significó  un gran privilegio. La experiencia que había vivido había cambiado de tal forma su existencia  que deseo compartirla con otras mujeres. Hablarles del cambio tan positivo que podrían lograr en sus vidas con base en algo tan sencillo como la meditación y algunas prácticas yogas. Y entonces, retomó su pasada afición a la escritura. Sorprendentemente para ella,  su mente era ahora  mucho más lúcida, mucho más creativa y brillante.  Primero fue un libro, luego otro. Todos con un sorprendente éxito y aceptación quizá porque la suya era una historia verídica, una experiencia única y enriquecedora…Y porque  estaba escrita en un  lenguaje sencillo, elocuente, cautivador. En cada uno de esos libros, Loreta  fue dejando el testimonio de sus  inquietudes, de sus sueños y de su fructífera búsqueda de la felicidad.   Siguiendo el ejemplo de su maestro, destinó las copiosas ganancias de sus libros a procurar el bienestar de las viudas y huérfanos de porteadores muertos en accidentes al ascender el Himalaya. Ella no precisaba fama ni dinero. Era feliz  con la austera vida que llevaba.

Matthieu Ricard, el monje tibetano, la observaba en silencio.

-La dulzura que estoy experimentando  ahora no la he sentido antes nunca en ningún momento de mi vida – le comentó Loreta  al monje al describir lo que sentía-  Es como si se hubieran abierto las compuertas de la alegría y de la felicidad. Una sensación que no sabía que existía. Como si flotara. Así debe ser estar en la presencia del Creador.

-Los científicos de  Wiscosin deberían examinarte – replicó en aquella ocasión Matthieu Ricard con una sonrisa.

Y ahora, allí, afuera del templo que coronaba el monasterio, rodeada de esas cumbres nevadas. Loreta volvía a sentir esa increíble sensación de plenitud, de paz,  de infinita felicidad… se sentía ligera, casi inmaterial como si estuviera volando suavemente hacia el infinito.

A lo lejos  el  grupo bullicioso  de niños  corría  alegre a su encuentro, pero Loreta  ya no podía divisarlos.
Resultado de imagen para Dibujo de una mujer meditando


OTROS RELATOS DE LA AUTORA


La esquiva suerte CUENTO
Una señorita de antaño
o       Drama bajo la carpa
·       Su mejor decisión
·       Génesis
·       El último conjuro
·       Un instante de lucidez
Un río llamado Nostalgia
  Vidas cruzadas