El anónimo
Tomó el libro recién impreso y
lo hojeó pensativa. Por breves instantes se detuvo en el prólogo escrito por
uno de los más reconocidos críticos literarios. No estaba mal. Condensaba la
historia y hacía una que otra
apreciación interesante. En la reseña exterior se percibía un halo de misterio
que intrigaba e invitaba a adquirir la obra y conocer la leyenda.
Sí, seguramente el libro tendría éxito y la editorial obtendría una buena ganancia en la edición. Total, esta vez no habría derechos de autor.
Pero Audrey, no sentía la satisfacción que había experimentado en otras ocasiones al ver editado uno de los libros aprobados por ella. Una persistente desazón, la sensación de que pudo haber descubierto algo memorable, de que un misterio no revelado estuvo a su alcance y lo dejó pasar, la acompañaba todo el tiempo. En su mente volvió a vivir de forma nítida todo lo ocurrido meses antes.
Sí, seguramente el libro tendría éxito y la editorial obtendría una buena ganancia en la edición. Total, esta vez no habría derechos de autor.
Pero Audrey, no sentía la satisfacción que había experimentado en otras ocasiones al ver editado uno de los libros aprobados por ella. Una persistente desazón, la sensación de que pudo haber descubierto algo memorable, de que un misterio no revelado estuvo a su alcance y lo dejó pasar, la acompañaba todo el tiempo. En su mente volvió a vivir de forma nítida todo lo ocurrido meses antes.
Aquella mañana, al contrario
de lo que le venía ocurriendo desde que perdió su empleo, había despertado renovada
y con gran energía. Se sentía optimista y alegre. El tiempo brumoso y gélido de los pasados meses había ido transformándose en una naciente y vibrante primavera. Los rayos de sol atravesaban desde temprano la ventana de su alcoba. Sí, todo parecía adquirir de pronto una nueva luz. Contenta, reflexionó en que para ella parecía también haber llegado una nueva
primavera.
Poco a poco se había ido recuperando de los dolorosos momentos vividos unos meses antes al decirle adiós a la empresa editorial en donde laboró por más de diez años. Todavía se le encogía el corazón al pensar que la empresa debió cerrar acosada por las pérdidas y los acreedores. Algo que ella nunca imaginó pudiera ocurrir. Durante algunas semanas quedó a la deriva sin trabajo y sin ninguna entrada de dinero.
Poco a poco se había ido recuperando de los dolorosos momentos vividos unos meses antes al decirle adiós a la empresa editorial en donde laboró por más de diez años. Todavía se le encogía el corazón al pensar que la empresa debió cerrar acosada por las pérdidas y los acreedores. Algo que ella nunca imaginó pudiera ocurrir. Durante algunas semanas quedó a la deriva sin trabajo y sin ninguna entrada de dinero.
Providencialmente sin embargo, encontró un nuevo empleo. La empresa editorial donde ahora trabajaba había solicitado aspirantes
para el cargo de asesor editorial y ella vio en ello una oportunidad. Presentó
su aplicación y luego de someterse a un exigente examen: cultura general,
índice de lectura, autores preferidos, obras y autores contemporáneos, rapidez
y comprensión de lectura, ortografía, redacción, semántica, semiótica, fue
aceptada.
La editorial estaba ubicada en una calle
estrecha, bulliciosa y muy transitada del centro de Londres, la tradicional Baker
Street, lugar de la residencia del mítico Sherlock Holmes. Las oficinas
funcionaban en una casa que sobrevivió casi intacta a los bombardeos de la
Segunda Guerra Mundial.
Su labor, que compartía con otras tres
personas, consistía en servir de filtro a la avalancha de textos que llegaban a la
editorial con la esperanza de ser aceptados y publicados. Debía leer, analizar
y calificar positiva o negativamente cada uno de esos textos. Si la calificación que ella daba a la obra era positiva, esta pasaba a ser leída por la plana mayor de
la editorial cuyos miembros serían los que darían el fallo definitivo.
Como escritora, sabía la expectativa tan grande que
se forjaba un autor al pensar en publicar su obra. Y conocía también la frustración que la negativa
de la editorial a publicarla, le generaría. Tenía pues a su cargo un lado sensible y humano que en ocasiones le
generaba no poco estrés. En sus manos, estaba quizá el futuro de algún novel
escritor.
Al llegar a su oficina esa mañana, se dedicó a
leer con prolijidad, uno de los textos que le había sido encargado. Aquella
obra no la complacía del todo, pero
tampoco le desagradaba. Enfrascada en la lectura recibió de pronto una llamada que motivó su curiosidad. La voz al
otro lado, un tanto apagada, tenía un característico dejo hispano. Debió
pedirle a su interlocutor que hablara más alto. El hombre aquel, que por su voz
parecía de edad avanzada, pedía le fuera concedida una cita para enseñar
un manuscrito que según decía era de máximo interés. “Otro loco, de seguro”,
pensó. En el poco tiempo que había pasado en la editorial, había podido darse
cuenta de la cantidad de ilusos que aspiraban a que su obra fuese publicada.
Autores de la más variada gama de edades, apariencias y culturas. Algunos,
francamente, tocados. Y eran precisamente estos últimos, los más
difíciles de rechazar. Insistían e insistían en la absoluta creencia de que sus
textos eran únicos, geniales.
“Lo más
probable es que este sea un loco más”, pensó con hastío. Algo, sin embargo en la voz de aquel hombre,
hizo que accediera a darle una cita para la mañana siguiente.
Con un suspiro, dio el visto bueno al texto
que acababa de leer; con un poco de suerte la obra sería aceptada y
publicada, y quién sabe, hasta podría llegar a convertirse en un best seller
pasajero. Así eran ahora todas las obras: pasajeras. Ninguno de los
libros que leía tenía el aura de trascendencia e inmortalidad de las antiguas
ediciones. En una sociedad consumidora y antojadiza, hasta la escritura
se había tornado desechable. Los libros ya no se coleccionaban. No aguantaban
dos lecturas. Se leían y se desechaban de inmediato. No había tiempo para leer
y mucho menos para releer. Ella misma se daba cuenta de la mediocridad que
aureolaba la mayoría de las obras que llegaban a la editorial y hasta de muchas
de las publicadas y galardonadas. Eso
sí, algunas con el poder de levantar revuelo y expectativa con base en
los manidos recursos del sexo y del escándalo. A ratos se sentía abrumada por
esa proliferante mediocridad.
A las 9:00 de la mañana del día siguiente,
la recepcionista le aviso que el señor Bartólome Gallego requería
verla.
–¿Bartolome Gallego? ¡Ah sí! Dígale que
pase, por favor.
A los pocos segundos, un hombre bastante
anciano en el que sin embargo no se
podía apreciar con precisión la edad, delgado, de baja estatura, piel
como pergamino, ataviado formal y desusadamente con traje, camisa blanca,
chaleco, un sombrero de fieltro y precioso bastón de madera, apareció en
la entrada de su oficina.
Recordaba perfectamente la conversación sostenida con él.
Recordaba perfectamente la conversación sostenida con él.
–Buenos días, doctora, puedo pasar?
–¡Cómo no! Pase por favor! ¿El señor
Gallego, supongo? – le había dicho con una sonrisa a manera de saludo
invitándolo con un gesto a seguir.
–Sí. Juan Bartólome Gallego, para servirle,
doctora – contestó el anciano.
– Siéntese, por favor, señor Gallego y dígame
en qué puedo ayudarle –le había
contestado sin aclararle que no era doctora, ¿para qué?
–Vea usted, he venido a verla porque hace poco
conocí una obra publicada en esta editorial. Me gustó mucho la
edición.
El dejo hispano se había tornado más evidente al tenerlo cerca.
– ¿Ah sí? ¿De qué obra me habla, señor
Gallego?
– Historias galantes durante la
conquista de América, una bonita edición.
– Sí, un libro interesante. Con muchas
imágenes. Y, ¿qué le pareció el contenido?
– El conocimiento que tengo de muchos de esos
hechos, difiere, por supuesto, con las historias presentadas allí. El narrador
se tomó muchas libertades. Planteó el tema sin conocer a fondo lo que exponía.
Claro, sabiendo que no había prácticamente nadie que pudiera rebatirlo. Pero
debo reconocer que lo hizo de manera agradable y por supuesto, muy
atractiva para los lectores
– Dice usted bien. Tengo que reconocer que su
criterio es similar al mío. Pero sí, esa edición fue todo un éxito. Ya está
agotada. Bueno, y dígame, ¿que le trae por aquí, señor Gallego?
– Una publicación, doctora, que creo puede ser
muy interesante para la editorial. Yo también he escrito un libro de un tema
similar al que le mencioné antes. Lo he venido escribiendo a lo largo de
muchos, muchos años.
–¿Qué título tiene?
–Fíjese que aún no me he decidido por el
título. Me gustaría que usted con su criterio y después de leerlo me ayudara a
bautizarlo.
–Complicada misión, pero dígame ¿de qué se
trata?
– Narro allí las expediciones, aventuras y
amores de Juan Ponce de León durante el descubrimiento y la conquista, y muy
especialmente, de la expedición a La Florida en Norteamérica. Un tema
interesante, se lo aseguro, que no ha sido suficientemente tratado.
–Mucho se ha escrito al respecto, señor
Gallego. Tendría usted que aportar algo diferente. No soy muy optimista al
respecto.
– Dígame, señorita, ¿si fuera el mismo Ponce
de León o uno de sus más cercanos ayudantes quien refiriera la historia, le
parecería interesante?
–Seguro que sí, pero convendrá conmigo en que eso es imposible.
–No, no lo es. Quiero que me vea usted bien.
Estoy envejeciendo rápidamente y no sé cuánto voy a durar ya. La vejez ha
llegado a mi como un ciclón, pero eso era algo que anhelaba. Una vida, larga, créame,
puede llegar a ser sumamente abrumadora y tediosa. No obstante, y a pesar de estar ya tan senil, puedo presumir de que nadie
ha sido joven por más tiempo que yo. Como usted tal vez habrá oído, Ponce de
León estaba empeñado en llegar a conocer una fuente que según los indígenas
contenía el secreto de la eterna juventud. La buscó sin descanso por todo el
territorio de La Florida. Yo fui testigo de eso.
–Se burla usted de mi. señor Gallego. Mire, no
tengo tiempo para este tipo de conversaciones.
–En absoluto, doctora. Nada más lejos de mi intención. He
venido a esta editorial y no a una en Norteamérica, como tal vez hubiera
parecido lo más pertinente, porque allá, a las obras fuera de lo común, como
esta que aquí le traigo, se les da un trato muy mediático y no es eso lo que
quiero. Sé que esta es una editorial seria – hablaba con convicción, como quien
está absolutamente seguro de lo que dice y piensa. Ante ese comentario positivo
acerca de la editorial, Audrey no pudo menos que esbozar una sonrisa un tanto
irónica.
El singular personaje había añadido:
–Deseo que esta obra se
publique con la seriedad que el tema requiere. Sin absolutamente nada de
notoriedad. Se trata de la reivindicación que se debe al gobernador Juan Ponce
de León. Como usted bien sabe a él se lo ha calificado de ingenuo, de crédulo,
de perder el tiempo en tonterías. Gonzalo
Fernández de Oviedo, su principal detractor, relata en su Historia general y natural de las Indias que Ponce, engañado por los
indígenas, se dedicó en cuerpo y alma a la búsqueda demencial y estéril de la Fuente de la
Juventud. Un recurso literario destinado a hacer creer que el gobernador, desperdiciaba
el tiempo en tonterías. Y no fue así, de
ninguna manera, doctora, Juan Ponce de León, no era un aventurero más, nada de
eso, pertenecía a una familia de abolengo en España y fue un hombre que jugó un
papel destacado en el descubrimiento y conquista de centro y Norteamérica. Tuve
el privilegio de guerrear a su lado contra los moros en Granada; acompañarlo luego
en el viaje a Borinquen y presenciar la fundación de Puerto Rico, y más tarde, acompañarlo también en la expedición a la mítica isla “Bimini”. Y estuve a su lado en la fundación de la Florida,
a la que bautizó con ese nombre tanto por su exuberante vegetación como porque
aquel preciso día se celebraba la festividad de la Pascua Florida. En mi relato
narro con todo detalle los sinsabores y quebrantos que debimos pasar en ese
lugar, que por aquel entonces, era tan malsano y repleto de plagas, y en donde
fuimos asediados además incansablemente. por los terribles seminolas y por los
caribes. Dos de nuestros hombres fueron devorados por caimanes, otros, quedaron
mutilados, y otros más, murieron a causa
de picadura de serpientes, o por las flechas de los nativos, pero todos fuimos
acosados por los mosquitos, zancudos, arañas y otros bichos ponzoñosos. Es increíble realmente lo que se ha logrado hacer al paso del tiempo en una tierra
aparentemente tan insalubre y cenagosa.
Algo sin embargo, doctora de lo que cuenta
Oviedo, es cierto: efectivamente, el gobernador,
creyó en la fuente de la juventud. Pero su búsqueda no fue estéril; no
estaba desencaminado en esa búsqueda como quieren hacer creer. Nada de eso.
Al principio, y luego de tener conocimiento cierto
de que la fuente existía, pero sin conocer su ubicación exacta la buscó por
todo el territorio. Ese era un secreto preservado hasta con la vida por los
nativos. Pero Ponce de León estaba empeñado en develarlo. En todos los
riachuelos y quebradas nos bañábamos con la ilusión de recobrar la
juventud. Más tarde reflexioné, en que
quizá aunque hubiésemos hallado la fuente no habríamos recobrado la juventud
por el hecho de que éramos todavía muy jóvenes. Él gobernador tenía apenas cuarenta
y tres años, yo, cuarenta y cinco. Nuestra búsqueda continúo ocho años más hasta
su muerte. Eso es lo que dice la historia. Lo que no es conocido por nadie, es
que una indígena seminola cautiva, una joven muy bella, de nombre Anhaica, de hermosos rasgos
y cuerpo grácil y bien formado, que
prestaba sus servicios en casa del gobernador, se enamoró de él. Esa es una
historia que se desconoce, que no trascendió. Pero que tuvo la mayor
importancia. El gobernador procuró
mantener en secreto la relación porque la chica corría peligro de muerte si los
seminolas llegaban a descubrirla. Ella fue la que le reveló al gobernador el
sitio exacto de la Fuente juvencia.
La fuente de la juventud. Cuando años después pude llegar al lugar, me di
cuenta de que no era como creíamos un arroyuelo o una vertiente, no. Era apenas
un repositario, un pequeño ojo de agua
situado en pleno territorio ocupado por los seminolas. Anhaica le dio al
gobernador la ubicación exacta del lugar, pero este nunca logró llegar allí. En
medio de la expedición que montó para llegar al lugar, fue gravemente herido por
una flecha disparada por uno de los seminolas y así, malherido, fue llevado de
urgencia a Cuba donde dejo de existir.
Yo, fui la única persona que compartió su
secreto. No porque fuera su más allegado. No. Sino porque fui precisamente la
persona que le ayudó al gobernador en su aventura amorosa. Cuando años más
tarde fueron completamente reducidos los indios seminolas y La Florida empezó a
desarrollarse, me adentré hasta ese territorio salvaje, todavía desconocido e inexplorado y gracias a
los datos que tenía llegue hasta el lugar de la mágica fuente.
–Eso que usted relata parece una historia de
ficción señor, Gallego.
–¿Sí, verdad? Pero no lo es y como ya le dije, soy
la prueba viviente de eso. En aquel sitio, encontré no solo la fuente de la
juventud sino también una buena cantidad de objetos de oro. Los seminolas no
eran expertos orfebres, pero aunque burdos, aquellos objetos valían una
fortuna. Lo más valioso sin embargo, fue la fuente misma. Yo tenía ya cincuenta
y cinco años. Aunque el pozo era pequeño, similar a una tina de baño, me
introduje y me quede allí por varios minutos. En los días subsiguientes pude
constatar que mi apariencia y mi vitalidad volvían a ser como las de un hombre
de treinta años.
Ya puede usted imaginarse, mi emoción, mi
alegría. En un primer momento tuve el deseo de compartir mi hallazgo, de
gritarlo a voz en cuello, pero luego, me detuve. Qué lograría con eso? A quién
al final favorecería conocerlo? Decidí quedarme callado y vivir mi vida.
Construí en el lugar una mansión y allí viví durante los siguientes cuatrocientos
noventa y cuatro años. Vi nacer y morir a muchas personas y crecer y desarrollarse
la ciudad hasta convertirse en una metrópoli.
Y entretanto, yo no envejecía. Ni enfermaba.
Algo sin embargo, ocurría conmigo. No podía mantener ninguna relación
sentimental. Al poco tiempo de tener relaciones con una mujer, está languidecía
y moría. Pude comprobar esto a lo largo del tiempo y de numerosas relaciones
amorosas. Algo sumamente doloroso. Producía la muerte en aquellas mujeres a las
que amaba. Era como si los años que yo me quitaba, se los cargara a ellas. Aunque
sin contarles mi secreto, intenté que se bañaran también en la fuente, pero no
funcionó. No tuve hijos.
Y los
años fueron pasando en medio de la más angustiosa soledad. La vida,
créame, puede llegar a ser
increíblemente pesada, insoportable y tediosa. Solo los primeros ciento
cincuenta años fueron gratos y dignos de ser vividos, luego, nada es
rescatable. El dinero que me produjo el valioso hallazgo de oro encontrado
junto a la fuente, se fue agotando. Hace ya un año, tomé la decisión de dejar de
bañarme en sus aguas, y entonces, poco a
poco, empecé a notar que envejecía.
Despacio al principio, pero en los últimos meses, de forma muy acelerada. En
este momento debo tener ya casi cien años. Me siento débil y frágil. Se lo que se
avecina, pero no lo temo, lo ansío.
–Apasionante lo que usted me cuenta, señor
Gallego, quiero leer su historia. Deme una semana para hacerlo. Ya le tendré
noticias. Déjeme aquí sus datos, por favor –le había dicho al terminar de
escuchar la exposición del anciano, extendiéndole su agenda.
–Como usted quiera, pero debe darse prisa por
favor. Me queda poco tiempo. Estoy alojado en el hotel Savoy. Le agradeceré
comunicarme allí su decisión. Gracias por recibirme, no lo olvide, no tengo
mucho tiempo –había dicho el anciano caballero al despedirse, tomando su mano y besándola con delicada cortesía.
Esa misma noche, había empezado a leer la historia. Estaba escrita a mano,
pero con una letra sumamente clara y regular. Similar a la que había visto en documentos antiguos. No tuvo ningún problema para
entenderla. No podía parar; era
apasionante. Una crónica escrita con la fiebre y la verosimilitud de quien al
parecer había vivido realmente los acontecimientos. Sin embargo, todavía se
negaba a creer en la evidencia. Era algo demasiado fantástico. ¿Cómo podía
haber pasado algo así sin que nadie se enterara? De todos modos, cierta o no, esa historia
debía ser publicada. Tenía demasiados datos interesantes y no faltaban
secuencias románticas y apasionadas de los amoríos del Gobernador. Historias
desconocidas e intrigantes. Y ni qué decir de la dichosa fuente. De seguro levantaría
una gran polémica, todo el mundo querría saber su ubicación, conocer al autor.
Quería llegar pronto al desenlace, pero tuvo
que poner freno a su euforia. Otra obra urgente absorbió su tiempo y pasaron más de diez días desde que tuvo
la entrevista con el anciano hasta que
terminó de leer el manuscrito y pudo remitirlo
a la plana mayor de la editorial.
Como ya lo presentía, la publicación fue
aprobada de inmediato. Ya le buscarían
un título apropiado.
Quince días después de haber hablado con el
peculiar personaje, se despertó con la emoción de que volvería a hablar con él
y podría darle la buena noticia de que su obra sería publicada, analizaría con él los
títulos más impactantes para el libro y sobre todo, trataría de averiguar su ubicación
en La Florida. Algo que de seguro la llevaría a ubicar también la misteriosa
fuente.
Mientras tomaba su habitual taza de té con
tostadas, escuchaba como por costumbre, sin mayor interés el noticiero. Tenía
prisa por salir a su trabajo. Pero una de las
noticias la hizo palidecer. Según
el presentador, la tarde anterior, una de
las camareras del Hotel Savoy se topó, presa de terror, al ingresar a una de las habitaciones a realizar la
limpieza, con un esqueleto encima de la cama. Por su posición la osamenta
parecía estar allí recostada, durmiendo. Según los expertos que realizaron el
levantamiento, y luego del análisis de los restos, el esqueleto parecía tener
muchos años. No se sabía su procedencia. Del huésped que ocupaba aquella
habitación tampoco se volvió a saber nada. No se hallaron documentos ni nada
que pudiera dar alguna luz acerca de la procedencia o nombre de aquellos
despojos. Juan Bartólome Gallego, el nombre que dio el huésped al registrarse
en el hotel, parecía ser falso. Ni en las oficinas de Migración ni en la
policía tenían a nadie registrado con
ese nombre. Todo un misterio. Y el misterio se tornó aun más profundo cuando en
las mesa de la morgue en donde fue colocada la osamenta para realizarle un
estudio más prolijo solo apareció al día siguiente un montón de polvo.
Audrey, sacude su cabeza tratando de ahuyentar
esos recuerdos. No se siente feliz. Mira de nuevo el libro
acabado de editar: Ponce de León, la
historia no contada. Autor, anónimo. Con
un profundo suspiro lo coloca en la estantería junto a los otros y empieza a leer
un nuevo texto.
Leonor María Fernández Riva
Santiago de Cali, Marzo 2016
Litografía de la conquista de las tierras de Norteamérica a manos de Ponce de León y sus hombres
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