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sábado, 13 de diciembre de 2014

Una Navidad diferente







La niña en su sueño dulce el dormir del pesebre


          Como cada año,  durante la ya  lejana época de mi infancia, la Navidad aquella vez también se demoró mucho en llegar. Por eso,  cuando un día de diciembre escuché que en la radio empezaban a sonar villancicos y canciones navideñas y que en el centro de la ciudad los vendedores callejeros exhibían ya en sus puestos adornos,  bombillos y figuritas para el pesebre, mi corazón empezó a palpitar con inocultable alegría. Lejos estaba de imaginar que aquella sería una Navidad diferente, que la dolorosa pérdida de una dulce creencia infantil  me produciría un indescriptible desencanto que solo tiempo después se transformaría en agradecimiento y devoción infinita hacia mis padres. 

Próxima a cumplir doce años tenía todavía un alma  de niña y muchas cosas que hacer cada día: levantarme muy temprano cada mañana, bañarme y ayudar  luego a mi madre a preparar el desayuno para mis hermanos,   tomar el bus del colegio y una vez allí,  escuchar  con atención a las diferentes profesoras,  volver a casa al mediodía para  disfrutar el delicioso almuerzo preparado por mi madre, retornar luego al colegio para la jornada de la tarde,   volver  de nuevo a casa, jugar un rato con mis hermanos,  hacer antes de acostarme mis  tareas,  estudiar y leer algún libro.  Mi cotidiana existencia, era rutinaria y previsible.  Pero ahora,  ante la  inminente  llegada  de la ansiada fecha,  todo adquiría un brillo singular.  ¡Pronto sería Navidad! 

Y no era solo que por aquellos días existieran muy pocas ocasiones  para recibir juguetes y obsequios,  sino que los regalos  que  los niños  recibíamos en Nochebuena  tenían una procedencia celestial: eran dejados junto a nuestra cama nada menos que por ¡el Niño Dios!  

 Cuando rememoro mi fe absoluta  en tan dulce creencia,  constato, no sin cierta nostalgia, que  en aquella edad no me asaltaba ninguna duda respecto al origen de mis juguetes navideños.  No pensaba por ejemplo:  ¿Cómo será  el aspecto del niñito? ¿Qué edad tendrá?  ¿Por dónde entrará hasta mi cuarto? ¿ Será que así,  tan chiquito, pudo  leer mi lista de juguetes? No, no me inquietaba ninguno de esos pensamientos. Con la  ingenua sabiduría  que solo poseen los  niños, entendía que todas esas cosas  pertenecían al terreno de la fantasía  en el que basta  creer en algo para que ese algo  exista.  ¡Y era tan hermoso creer!

 Sí, la Navidad ya estaba en camino aunque sus señales no eran tan ruidosas ni tan luminosas como ahora.  En  aquel tiempo todo era más parco y sencillo. Las grandes iluminaciones no hacían  parte de la temporada navideña y en muy contadas casas se  colocaban luces en las fachadas. El árbol de Navidad era todavía un tanto exótico; una costumbre  copiada de los países nórdicos, y  quienes la tenían, compraban por lo general un  abeto natural en el mercado. Pero lo tradicional,  lo que no podía faltar en ninguna casa,  era el pesebre.  Él  era el principal protagonista en todos los hogares.  

Mamá tenía un especial espíritu navideño y para ella, lo  más importante era también el pesebre que hacía del tamaño de una habitación y  en el que vertía  todo su ingenio e imaginación.   Mis hermanos y yo, colaborábamos (o más bien, estorbábamos) colocando el musgo fresquecito y húmedo sobre el papel encerado con el que previamente habíamos creado montañas, colinas,  valles, cascadas y lagos. Nos encantaba formar con espejos rotos y papel plateado cascadas  y lagunas repletas de patitos de plástico,  y distribuir encima del musgo  las  figurillas de barro, los  rebaños de ovejas,   las casitas de cartón, los  gallos  y gallinas descomunales junto a los diminutos pastores,  y hasta  aeroplanos y carritos de plástico de nuestra caja de juguetes.  Pero lo que más me emocionaba era el momento en que mamá acomodaba en lo alto de una colina el humilde establo  con la sagrada familia y la bella figurita  del Niño Dios en su lecho de paja. En nuestro pesebre, su presencia no tenía que aguardar hasta el 24 de diciembre. Todos queríamos verlo desde el momento mismo en que lo armábamos. 

El olor del musgo húmedo impregnaba entonces nuestro hogar recordándonos  que había llegado la época más feliz del año.  Por  aquellos días,  cubrir nuestro pesebre de musgo  no nos producía ningún sentimiento de culpa; el musgo era algo que   se adquiría con total libertad.  Lejos estábamos de saber que utilizarlo contribuía a la deforestación de los bosques.  La naturaleza  parecía   invencible, a toda prueba. La palabra  "ecología" todavía no hacía parte de mi vocabulario.

Aquel lejano 16 de diciembre  me senté con mi madre y  mis hermanos junto al pesebre profusamente  iluminado con  bombillos de colores (que todavía no titilaban como los de ahora), para rezar   la Novena del Niño.  Ante el encanto de la voz de mi madre mi mente viajaba en alas de la imaginación  por esos lugares desérticos de Palestina en los que ocurrieron  dos mil años antes, hechos tan prodigiosos. Me parecía ver a María y a José recorriendo en el burro los caminos de Judea  hasta  llegar al establo en donde nacería el niñito. 

Aquel primer día de la Novena rezamos  con gran  fervor,  y al final cantamos con más entusiasmo que armonía, acompañados por ruidosas panderetas hechas por nosotros mismos con alambre y tapas aplastadas de Coca cola,  los alegres gozos y el,  "Vamos pastores, vamos". 

 Bajo el pesebre de paja en el que estaba recostado el pequeño Niño, yo ya había dejado mi cartita con las peticiones para esa Navidad. Quería que el Divino  Niño  tuviera tiempo de leerlas.  
  
Y los días fueron pasando. En mi hogar funcionaba todavía  por aquel entonces la  imprenta fundada por mi padre hacía unos años. La temporada navideña llegaba siempre con una  inusitada carga de trabajo.  Papá debía  laborar día y noche sin descanso para alcanzar a cumplir los numerosos compromisos. Un trabajo agotador que  no paraba nunca y que mantenía todos los lugares  de nuestra
casa repletos de papel para imprimir y de trabajos por terminar. Pero mi padre estaba contento de tener tanto quehacer. Gracias a eso,  esta sería una bonita Navidad.  

 Aunque el Niño Dios era el encargado de traernos nuestros juguetes navideños, nuestros padres eran quienes nos compraban la ropa y los zapatos para estrenar con motivo de esa celebración. Dos días  antes de la Nochebuena, salí  junto con mi madre y mi  hermana menor a comprar nuestros vestidos navideños. Aquella vez,  como en años anteriores, acudimos a hacer nuestras compras al Almacén del Niño, un lugar especializado en ropa infantil  situado en el centro a pocas cuadras de nuestra casa. Recuerdo que ese día solo hubo un traje de mi talla. Los vestidos que allí vendían  estaban confeccionados casi en su totalidad,  para niñas más pequeñas,  y yo,  ya era casi una jovencita.  Aquel, mi último vestido de niña, fue en verdad, muy hermoso. Recuerdo que era de organdí azul claro con  orlas de delicado encaje,  mangas bombachas  y  una crinolina almidonada que le daba vuelo  y volumen a la amplia falda. 

El día antes de Navidad, papá clausuró las actividades en su taller y dio vacación a sus operarios. Para él,  lo  más importante era  que en esa fecha especial,  pasáramos  tranquilos, unidos y contentos y  un poco apartados del corre-corre de la empresa. El 24, como ya era su costumbre, mis padres salieron  rumbo al mercado,  que por entonces se conocía como  "la galería",  a comprar  las mazorcas para los tamales navideños que  mamá preparaba  siempre en esa fecha. Durante todo el día papá estuvo junto a ella moliendo los granos, lavando las hojas y armando los envueltos.   

Poco a poco fue llegando la noche, la noche más esperada del año. Recé la Novena con especial fervor  y al terminar, me acerqué hasta el pesebre en el que estaba recostado el Niñito, busqué entre las pajas mi cartita y con emoción comprobé que ya no estaba.  Sí, ya se la había llevado.  Me invadió una gran alegría. Días antes había escuchado en mi colegio algo por completo inusitado.  Otras niñas más grandes se burlaron de mi creencia en el Niño Dios. Me aseguraron  que  no  existía,  que los juguetes nos los traían nuestros padres.  "Ellas, son las que están equivocadas", pensé en ese momento con disgusto,   y de inmediato aparté de mi mente una afirmación tan descabellada.

Llena de alborozo  ayudé a mi madre a arreglar la mesa navideña.  Papá quería que cenáramos  temprano para que después, todos juntos,  fuéramos  a la misa de gallo celebrada a media noche en la iglesia cercana. La cena estuvo deliciosa. Mamá preparaba en Navidad una cena realmente pantagruélica con los más variados  manjares y postres, pero lo que primero nos servía eran  los deliciosos tamales  de choclo, rellenos con cerdo, pollo, maní, aceitunas y huevo duro.  A la misa de gallo acudí  con mi pinta navideña a la manera de una niña francesa:  mi hermoso vestido azul celeste, un coqueto sombrerito de paja en la cabeza y mis lindos zapatos negros de charol. Al retornar a nuestro hogar todos salimos   a la calle a quemar la pólvora que papá tenía comprada de antemano y de la que era  fanático: velas romanas, volcanes, castillos, y bengalas. Eran esos, momentos de mucha jolgorio  y regocijo. Otros vecinos salían también  a quemar pólvora y toda la calle se impregnada con ese particular olor que para mi, quedo siempre asociado  a la Navidad.

Agotada por tantas emociones me quedé dormida soñando en lo que había pedido al Niñito con tanta ilusión en mi cartita: la hermosa muñeca dormilona de ojos verdes y rizos dorados y  su coche de mimbre. 

Me desperté  ante los gritos de contento de mis hermanos pequeños que ya habían descubierto sus juguetes; mi hermana menor se despertó también y  con gran alborozo encontró a los pies de su cama la muñeca que había pedido. Yo, estaba desconcertada. No veía nada. Busqué bajo cama, y alrededor del cuarto, pero mi muñeca no estaba ahí. Entonces caí en cuenta de una caja delgada y larga que estaba bajo mi almohada: un juego de ping pong. 

 Mamá entró en ese momento y al observar mi desilusión me abrazó y me dijo bajito: "Mi amor, ya casi eres una mujercita. Vas a ver cómo vas a disfrutar con este juego".  La miré desconcertada. Y entonces comprendí: las compañeras del colegio estaban en lo cierto.  

sábado, 15 de noviembre de 2014

La promesa



La promesa

Hugh ingresó al café y después de echar una mirada a su alrededor se ubicó en la única mesa desocupada que encontró. El alegre bullicio  de las conversaciones y las risas flotaba en el ambiente. 

El Café de Flore,  situado en el barrio  Saint-Germain, uno de los más tradicionales de París, era uno de los lugares preferidos por bohemios, turistas y escritores para refugiarse de la lluvia y  despedir las frías  tardes del otoño parisino. 

–Media botella de  Pouilly Fumé  –pidió escuetamente al mesero que se acercó a  atenderle.  El día anterior  había paladeado ya ese vino y  a pesar de no ser afecto a la bebida tuvo que reconocer que aquel sauvignon  blanc con reflejos dorados,  tenía un excelente bouquet y una embriagadora sensación a frutos secos.

Había viajado a París cuatro días antes con otros compañeros del cuerpo de marines norteamericanos para representar a los Estados Unidos en un acto conmemorativo de la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial. La ceremonia que se había llevado  a cabo ese mediodía  tuvo para él  especial trascendencia,  pues su abuelo fue uno de los seis mil  norteamericanos que murieron en el desembarco de Normandía.

Al terminar el acto y luego de la recepción que se brindó a los asistentes, sus  compañeros del cuerpo de marines quisieron  dar una vuelta por la ciudad, pero él no estaba de buen ánimo  y  respondiendo a un secreto impulso se dirigió al café de Flore para disfrutar  de nuevo el encanto de la bohemia parisina que  tanto le había cautivado el día anterior. 

Se acomodó en su silla y paseó sus ojos por el lugar. En las esquinas  más apartadas,  algunas parejas jóvenes conversaban  apasionadamente sin prestar atención a lo que acontecía a su alrededor; en el centro del salón, un grupo de turistas italianos brindaba, cantaba y bebía en medio de estruendosas carcajadas; más allá, una pareja mayor  cenaba en silencio; la mayoría, sin embargo de los parroquianos parecían ser intelectuales y artistas franceses.  Él,  era el único solitario.

Aunque ya había podido percibir  esa especie de ofensiva indiferencia y ausencia de curiosidad que los parisinos demuestran hacia los turistas, sabía que de seguro su atuendo no pasaría inadvertido  pues aún llevaba  el traje de la armada  norteamericana que se había puesto por la mañana.

 La música suave, la magia del vino,  la alegría del lugar y  la vibrante energía  de los presentes  infundieron en su ánimo,  de manera paradójica, un atisbo de melancolía El recuerdo de Brenda, su novia, lo puso nostálgico. Cuánto le hubiera gustado compartir con  ella  ese viaje y disfrutar juntos lugares como ese. La próxima vez, se dijo, volverían al mismo lugar, pero ya unidos para siempre. Sonrió.  Sí, así sería. 

 Se habían conocido tres años antes  durante la reunión bailable que siguió a una revista militar con motivo de la independencia americana.  Brenda, una joven y atractiva pelirroja de ojos verdes y cuerpo espigado,  prestaba sus servicios como enfermera en un  Hospital Militar cercano a su base en Houston.  Hugh, alto y apuesto, se desempeñaba como  infante de marina y estaba ya próximo a ser ascendido a capitán. Al ser presentados por un amigo común,  la atracción surgió instantánea en la pareja.  La similitud de intereses y de hobbies y más tarde, la aprobación y simpatía de sus dos familias, los acercaron aún más y decidieron unirse para siempre. La atracción primera se había convertido en un profundo amor. Su matrimonio estaba proyectado para el próximo diciembre. 

Se sirvió otra copa  y suspiró. Bajo el placentero y sedante efecto del vino, la nostalgia experimentada minutos antes, daba paso a una agradable sensación de plenitud.  

 De pronto, la vio. Estaba parada en mitad de la puerta de entrada  como si deseara pasar al interior pero a la vez indecisa de hacerlo por  lo congestionado  del lugar.  Al verla en esa situación sintió un súbito  impulso y con la mano le hizo desde lejos un gesto invitándola a compartir su mesa. Fue algo impulsivo. Para su sorpresa, su espontánea invitación fue aceptada. 

Con pasos ondulantes la mujer se acercó a su mesa. Tenía un cuerpo perfecto, facciones regulares y  cabello castaño oscuro recogido en su nuca. Vestía una túnica blanca con profundo escote en V.  A pesar de su innegable atractivo nadie sin embargo  en el lugar pareció darse cuenta de su presencia.

–¡Estos franceses! – pensó para sí contrariado.

Cuando llegó a su lado, se levantó caballeroso para saludarla y  acercarle la silla.

– Bonsoir Mademoiselle

–Bonsoir  capitaine –saludó la recién llegada haciendo alusión al uniforme militar.

–Mon français est très pauvre, ¿vous parlez anglais? – preguntó Hugh, quien no se sentía muy seguro con su reducido francés.

–¡Of course! – respondió ella de inmediato con una sonrisa.

 Al tenerla cerca, Hugh pudo observarla con mayor detenimiento. No era tan joven ni tan bonita como le pareció al verla desde lejos, pero tenía un exótico y raro  atractivo:  ojos rasgados  de mirada enigmática y profunda,  piel perfecta como de cera y brazos torneados que llevaba cubiertos de pulseras. No podía precisar su edad, ¿treinta, treinta y cinco, quizá cuarenta?...  

Gentil,  la invitó a pedir lo que le apeteciera,  pero ella escogió el mismo vino que él ya estaba tomando. Hugh pidió entonces al mesero que  llevara  otra copa:

-Se il vous plaît serveur une boisson pour la dame.

El mesero se quedó mirándolo con desconcierto, pero alzando los hombros en un gesto de "si así lo quiere", cumplió con su pedido.  Hugh tomó otra copa de vino y  ajustó su chaqueta. Hacía frío.

–¿De qué país eres capitaine? – preguntó la joven  sonriéndole con mirada coqueta mientras levantaba su copa.

–Norteamericano –contestó Hugh y añadió–: pero aún no soy capitán, mademoiselle,  soy teniente.

–¡Oh, la, la! Son lindos los lieutenants. Conocí muchos durante la guerra. 

–¿Cuál guerra? –preguntó Hugh.

Ella no contestó, se limitó a mirarlo con un  matiz de tristeza en sus bellos ojos negros y solo después de unos segundos volvió a tomar la palabra.

–Hace años,  durante la gran guerra, cuando  todavía eras un niño, lieutenant,  este café estaba lleno de militares tan bellos como tú. Yo solía venir aquí. Todos me conocían y yo los amaba a todos.

-¡Qué cosas dices! Te gusta bromear por lo que veo.

-Nunca lo hago y menos ahora. ¿Amas la guerra, lieutenant?

–¿Cómo podría alguien amarla? –le respondió Hugh.

–¿Y entonces, por qué escogiste las armas, lieutenant?

–Para luchar por evitarlas, mademoiselle, y a propósito, ¿cómo te llamas?

–Margaretha, y tú?

–Hugh, Hugh Donovan. Oye, Margaretha es bonito tu nombre.

–Oui,  pero casi nadie me conoce por él. 

–¿Eres francesa?

–¡Oh non, cher! Soy holandesa. Dime, ¿por qué llevas el uniforme?

–¡Al fin alguien me pregunta eso! Los parisinos, Margaretha,  son algo indiferentes, ¿no crees? Pues bien, hoy participé en un acto militar  representando a los Estados Unidos  en una ceremonia conmemorativa de la victoria aliada durante la Segunda Guerra Mundial,  y luego no me preocupé por cambiarme.

–¿Sabes una cosas, lieutenant? Quizá esa segunda guerra se habría evitado si Alemania hubiera ganado la primera. 

–¡Qué cosas dices! Inimaginable pensar en lo que habría ocurrido de ser eso cierto.

–Las cosas al final se habrían calmado, créeme. ¿No ves, lieutenant lo que ha ocurrido al paso del tiempo? Los enemigos de entonces son ahora grandes amigos y los amigos de aquellos días están ahora  distanciados. Nada es para siempre. Todo cambia. Todo es parte de un juego fugaz.

–¡Un juego! 

–Un juego peligroso, claro. ¡Si lo sabré yo!

–Tal parece que la guerra te atrae, Margaretha.

–No, la guerra no. Pero sí los militares. Tuve muchos amigos durante la gran guerra,   alemanes, franceses, italianos. Pero tú, lieutenant, eres el primer l'armée américaine que conozco.

Hugh estaba intrigado, Margaretha decía  cosas que le hacían dudar de su estado mental.

–¿Estás casada? ¿A qué te dedicas, Margaretha? –le preguntó intrigado.

–A recordar.

–¿Cosas buenas o malas? – volvió a preguntar Hugh con una sonrisa.

–Decepcionantes. Al final todos te traicionan cuando caes en desgracia –contestó ella melancólica. 

–Mejor no hablemos de estas cosas –cortó Hugh y añadió con una sonrisa–: De seguro conoces muchos parajes interesantes en París, mañana  es mi último día en la ciudad, ¿te gustaría servirme de guía?

–Me encantaría, mon amour, pero  mañana es 15 de octubre y  tengo que estar en Vincennes. Esa fecha y ese lugar son muy importantes para mí.   Quiero pedirte ahora algo porque no sé si después volvamos a vernos.

-Claro que lo haremos, pero dime, ¿qué puedo hacer por ti, Margaretha?

–Cuando vuelvas a los Estados Unidos  visita por favor en San Francisco a un anticuario llamado Axel Miller que tiene su tienda  en el 3558  17th St.  Pregúntale por la cabeza embalsamada que conserva junto con otras curiosidades. Él sabe de qué se trata. No debe tener un gran valor, cómprala y dale sepultura. Te lo pido.
        
–Oye, Margaretha, San Francisco está a muchos kilómetros de Houston donde yo resido, pero te prometo que trataré de complacerte.

–Hazlo, por favor.  Y ahora, excusez-moi, voy un momento a la toilette, no demoro – dijo alejándose en dirección al baño no sin antes enviarle a Hugh un beso con la mano.

Hugh sonrío y se quedó observándola mientras se perdía entre los asistentes con pasos sinuosos como de bailarina.   Al igual que cuando ingresó al café, ahora tampoco nadie pareció observarla.

Aguardó a que regresara, pero pasó el tiempo y viendo que no aparecía, le preguntó preocupado al mesero si había visto a la joven que estuvo conversando con él durante toda la noche.  El mesero se lo quedó viendo sorprendido:

—¿Cuál joven, monsieur?

– La que estaba conmigo – contestó Hugh.

—Yo no he visto a nadie  –respondió el mesero y entonces Hugh cayó en la cuenta de que la copa de Margaretha seguía intacta como si nadie la hubiera tocado. ¿Habría sido todo un juego de su imaginación?

Molesto ante la sonrisa inquisitiva  del mesero, pagó la cuenta y  ya se disponía a retirarse cuando vio sobre la silla  en la que había estado Margaretha una pulsera con varios dijes de oro.

¡Era de ella! Pero, ¿entonces? 

Una honda inquietud se apoderó de él. Ya no  quiso volver a reunirse esa noche con sus compañeros. Volvió a su  hotel que estaba situado en la calle San German  cerca al café, entró a la sala de internet y escribió en el buscador "Viccennes 15 de octubre".  La respuesta lo dejó atónito. La imagen que le devolvía la pantalla era la misma de la mujer con la que había compartido la noche. No menos sorprendente era lo que decía el texto:

 "Margaretha Geertruida Zelle, más conocida como Mata Hari, fue una famosa bailarina y actriz holandesa condenada a muerte por espionaje y ejecutada durante la I Guerra Mundial en Vincennes, cerca de París el 15 de octubre de 1917. Tenía cuarenta años. Su cuerpo no fue enterrado, se empleó para el aprendizaje de anatomía de los estudiantes de Medicina como se hacía con los ajusticiados en aquella época. Su cabeza embalsamada, permaneció en el Museo de Criminales de Francia hasta 1958, año en el que fue robada, seguramente por un admirador". 

Al día siguiente en horas de  la noche, Hugh Donovan retornó a Houston,  ansiaba reunirse de nuevo con su novia; su matrimonio se realizaría en menos de dos meses.

 Pero él sabía que antes, debía realizar un viaje a San Francisco para  cumplir una promesa.


Leonor Fernández Riva
Santiago de Cali, noviembre 15 de 1014

 
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