La elegida
Mientras organiza la ropa y los efectos personales en la alcoba de
don Josué, Faisuri piensa con infinita tristeza en todo lo que con
él se va. Al lado suyo y de doña Alitsa, transcurrió la mayor parte
de su existencia. Ya prácticamente no tiene recuerdos de su
vida anterior. ¿Qué será de ella ahora?
Más de treinta años atrás, procedente de una pequeña población colombiana, y recomendada por una amiga de la familia, Faisury
llegó al hogar de los Liberman para trabajar en los
quehaceres domésticos. Le hubiera gustado continuar estudiando,
realizar un oficio diferente, pero las precarias condiciones económicas
de su madre, cabeza de familia, con cinco bocas más para alimentar,
no le dejaron otra opción que la de empezar de inmediato a
ganarse su sustento.
Durante la mayor parte de su vida los esposos
Liberman vivieron en Londres, ciudad en la que disfrutaban de una
vida confortable y tranquila. Descendientes directos de los judíos establecidos en Inglaterra desde los inicios del cristianismo,
gozaban allá de gran consideración y respeto, pero al empezar las
escaramuzas que condujeron a la Primera Guerra Mundial, Josué Liberman presintió
que el mundo en el que habían vivido colapsaría y tomó entonces
la decisión de marcharse a vivir a Suramérica. No
auguraba un feliz desenlace para ese conflicto.
Realizaron el viaje en barco pues
deseaban llevar consigo sus más preciadas pertenencias. Su destino era
Argentina, pero al pasar por Colombia, se enamoraron de sus paisajes, de
la manera de ser de su gente, de la tranquilidad provinciana que se disfrutaba
en la capital, y sobre todo, de su clima, similar al de los veranos de la
capital inglesa. Y así, una estadía que pensaban sería solo temporal, se
convirtió en definitiva.
A Faisury, todo en su nuevo
destino le resultó diferente: las costumbres, la forma de saludar, de
orar, de comer de sus patronos; la manera de realizar los oficios domésticos; el
idioma en el que conversaban los esposos cuando estaban solos; la decoración y
disposición de la lujosa vivienda; los alimentos, las celebraciones.
Gracias a su juventud, se adaptó
sin embargo en poco tiempo a las nuevas circunstancias: aprendió a
limpiar a la perfección la inmensa residencia, a recibir invitados
importantes, a arreglar jarrones de flores, poner la mesa y decorar la
casa, atender comidas de etiqueta, mantener cuidado y florido con la ayuda del
jardinero el hermoso jardín y preparar los delicados y deliciosos
platos de las comidas tradicionales judías. Pero, sobre todo, a emocionarse con sus fiestas y celebraciones a respetar las creencias
religiosas de sus patrones y a admirar su inteligencia, su cultura y su
moral.
En los primeros años de su
estancia junto a los Liberman viajaba todas las vacaciones a su tierra natal a
visitar a su madre, pero cuando esta falleció, sus visitas se fueron espaciando y llegó un momento en que ya para ella resultó mucho más placentero acompañar a sus patrones en sus paseos.
El tiempo fue transcurriendo en medio de una existencia rutinaria
y ajena, es cierto, pero a la vez segura y agradable. Cuando
Faisury se vino a dar cuenta, los años habían pasado y con ellos la
posibilidad de lograr una relación sentimental duradera. Ese aspecto de su vida, era sin
embargo, algo que nunca la había preocupado. Poco a poco aquella pareja de
ancianos se había convertido en su familia. En aquella casa respiraba una
paz, una tranquilidad tal, como no había experimentado en
ninguna otra parte.
Desde un principio Faisury supo
que la sala y el comedor, eran los lugares más importantes de aquella
casa En ellos, sus amos exhibían antigüedades y esculturas muy valiosas. En las estanterías y encima de mesitas y
gabinetes había candelabros y hermosas piezas de cristal, de plata, de
bronce y de oro. Una de sus más gratas labores consistía en limpiarlas y
sacarles brillo. Un trabajo que debía realizar con gran
prolijidad pues aquellas eran piezas muy apreciadas por sus
patronos. Dejarlas caer hubiera sido un sacrilegio.
Pero no todos los adornos podían ser
objeto de sus cuidados. Dentro de una estantería del comedor que siempre
permanecía bajo llave, había una preciosa colección de copas
antiguas de cristal, de plata y de bronce. Le estaba terminante prohibido
abrir aquella estantería y mucho menos, tratar de limpiar los
cristales que en ella se guardaban. Solo podían ser manipulados por Josué
Liberman su patrón, por nadie más, ni siquiera por su esposa. Era ese un legado
de familia sumamente valioso que debía permanecer siempre
bajo llave.
Ocurrió sin embargo que en cierta
ocasión en la que sus amos habían salido a una visita y se encontraba
sacudiendo los muebles y adornos del comedor, Faisury cayó en la cuenta, con la
consiguiente sorpresa, de que la puerta de la vitrina en la
que se guardaban las preciosas copas estaba entreabierta. Tenía muy
presente la prohibición que de manera tan tajante le había hecho don
Josué, cuando ingresó a trabajar en su casa, pero no pudo evitar la
tentación de abrir la puerta del estante y observar aquellas preciosas copas de
cerca. Una de ellas, en especial, si bien, no la más bella, la
atraía sobremanera. Parecía ser de plata y madera, y muy antigua. Cerró los
ojos y se atrevió a tocarla con suavidad como acariciando la piel de
un recién nacido. Una indecible sensación la envolvió entonces. Fue como si su
alma volara en ese momento muy lejos hasta un lugar de fantasía donde
todo era felicidad. No sabía exactamente qué le pasaba, nunca se había sentido
así. Una inmensa paz se había apoderado de ella.
Presa de esa sensación maravillosa
deseó prolongarla indefinidamente, pero pasados unos minutos y haciendo
un gran esfuerzo, reaccionó, volvió a ajustar la puerta de la vitrina y
continuó realizando sus oficios. Aquella sensación inexplicable y maravillosa
la acompañaría sin embargo de allí en adelante. Para ella fue ya
preciso observar cada día aunque fuera a través del cristal aquella copa
preciosa. Al hacerlo, aquella paz que había experimentado al tocarla, la
inundaba de nuevo.
Pero los años no pasan en balde.
Doña Alitsa, algo mayor que su esposo, enfermó del corazón y al paso de los días fue languideciendo y debilitándose. Don Josué
se dedicó entonces por completo a cuidarla. En muy pocas ocasiones
recibían ya amigos en su casa y cuando lo hacían, se trataba de amigos
muy íntimos con los cuales por lo general hablaban en inglés.
Faisury había aprendido a querer a su patrona como a una madre y la
atendió con inmenso cariño y dedicación hasta su muerte que fue
serena y apacible.
Después del fallecimiento de doña
Alitsa, la existencia de don Josué se tornó aun más reservada y solitaria. Solía
pasar largas horas en el jardín y en el comedor con la mirada fija en
algo que solo él veía. A veces, al arreglar su alcoba, Faisury se
extrañaba al observar sobre su mesa de noche un ejemplar de la Biblia Cristiana.
Una tarde, don Josué pidió a
Faisury que lo acompañara al comedor. Una vez allí, se sentó frente a la
vitrina en la que guardaba su colección de copas antiguas.
—Siéntate Faisu —le dijo en la forma cariñosa
en la que se habían acostumbrado a llamarla él y su esposa —hace días
deseaba hablarte y creo que no debo postergar más esta conversación.
—Me asusta, don Josué, ¿he cometido
alguna falta?
—En lo absoluto, querida hija. Todo lo
contrario. Has vivido junto a nosotros más de treinta años. Entraste muy
jovencita a trabajar en esta casa y aunque llegaste como empleada, día por día
con tu lealtad y cariño te ganaste nuestro corazón y te convertiste para
Aritsa y para mí en la hija que nunca tuvimos. Antes de morir, ella me
encargó que velara por tu seguridad. Pienso que fuimos egoístas al no
preocuparnos porque formaras tu propio hogar. Cosas de viejos,
¡perdónanos!
–Me avergüenza usted, don Josué. No
tengo nada que perdonarles, al contrario, en mi corazón solo hay motivos de
agradecimiento. He sido muy feliz junto a ustedes, aquí nada me ha
hecho falta –lo interrumpió Faisury, conmovida.
–De todo corazón espero que eso sea
verdad, hija. Como has podido ver, en esta casa se respira una gran paz,
una especie de felicidad que flota en el ambiente. Ahora sé que estamos bendecidos por una
presencia protectora; algo que yo antes no percibía y menos, creía, pero que de pronto se me ha hecho evidente. El dolor inmenso que sentí al perder a mi querida esposa,
ha podido ser más llevadero por esa circunstancia. Pero la extraño y deseo
reunirme con ella. Es lo que más ansío.
–No piense en eso, don Josué. Usted está
sano y puede vivir muchos años todavía. Eso es lo que le ruego a Dios, lo
que más anhelo.
–No me desees eso, querida Faisu, llega
un momento en la vida que esta te hostiga y ya nada te causa ilusión.
Quiero que sepas que tanto Aritsa como yo siempre quisimos dejarte protegida
cuando llegara nuestra ausencia. Eso es lo que he hecho. No tenemos
herederos ni parientes cercanos. He donado esta casa a una fundación, pero he
adquirido un apartamento, pequeño muy agradable y sobre todo, muy
seguro, para ti. En esta inmensa casa te sentirías muy sola. No tendrás
que preocuparte por tu futuro porque recibirás una excelente pensión. Nuestras
cosas, por supuesto, son todas tuyas.
–Don Josué, no me hablé de eso, me va a
hacer llorar.
–Debemos, ser realistas, querida
Faisu. Pero no era solo de eso de lo que quería hablarte. A lo
largo de los años te he observado. Sé que sigues fielmente los preceptos
de tu religión. Eres una persona de muy buen corazón, has continuado ayudando a tu familia y tienes un alma limpia. Yo heredé las
creencias de mis antepasados hebreos y las he seguido fielmente, pero
hubo uno entre ellos que profesó
tu fe. Alguien que conoció en vida a quien tu veneras. De eso ha pasado
mucho, mucho tiempo. No acierto a precisar por qué, pero en esta última etapa
de mi vida he sentido el intenso deseo de conocer a tu Dios. He estado leyendo
sus parábolas y estoy sorprendido por la sabiduría incomparable que encierran
sus palabras, por su amor, por la bondad y misericordia de su mensaje –guardó
silencio por unos segundos y luego continuó –De generación en generación,
desde ese lejano pariente del siglo primero, recibí un legado
que he conservado como mi mayor tesoro a lo largo del tiempo. Muchas personas
lo han ambicionado sin sospechar siquiera que yo lo custodiaba. Buscaban algo
mucho más deslumbrante. Quiero que tú lo conserves ahora. –se levantó de la
silla y señalando la estantería, le dijo extendiéndole las llaves:
– Abre esa vitrina, Faisu
–Pppero… pero usted siempre me
advirtió que no lo hiciera, don Josué.
–Ahora te pido que lo hagas.
Faisury, temblaba al introducir
la llave. Una vez abierta la vitrina don Josué volvió a hablarle.
–Sé que siempre te ha atraído lo que hay
en esta vitrina. Son muy bellas estas copas, ¿verdad?, pero dime, ¿cuál
de ellas te atrae más?
– ¡Esa, don Josué! –la exclamación salió
espontánea de su corazón. Ansiaba volver a tocarla, volver a sentir esa
sensación incomparable.
– Has elegido bien, querida hija. No es
esa la más bella, ni la más fina, es solo una copa de plata y madera, pero es la que
tiene mayor valor. Quiero que sepas que tal vez en ella tomó vino un día
aquel a quien tú veneras. Muchas personas la han buscado infructuosamente a lo
largo de la historia. Nadie sin embargo pensó que alguien tan anónimo como
yo pudiera poseerla. Pero un tesoro así resulta una carga muy
pesada cuando se va a realizar un viaje como el que yo voy a emprender. Debo
estar ligero de equipaje. Algún día pensé en donar mi tesoro a una
iglesia cristiana, pero nunca conocí a nadie digno de tenerla. La convertirían en
un negocio como todo lo demás. He preferido dejarla en custodia de
alguien limpio de corazón como tú. Creo, querida hija, que esa es la
voluntad de Dios.
¿Pppuedo tocarla, don Josué?
—Puedes. Es tuya ahora. Desde este
momento tú serás su guardiana. Recuerda siempre que no debe caer en malas
manos.
A partir de esa tarde los
acontecimientos se sucedieron de manera vertiginosa. Ante la angustia de
Faisury, que le veía gradualmente apartarse de la vida, don Josué fue
debilitándose día por día. Prácticamente dejó de comer, nada le
apetecía. Sin embargo, y a pesar de su evidente debilidad, su cara
reflejaba una gran paz, una inmensa felicidad. El médico que siempre le
había atendido y que a instancias de Faisury, le visitaba todos los días,
debió obedecer el pedido de don Josué de no ser llevado a un hospital, deseaba
permanecer en su casa. Pidió que a su muerte se cumplieran sus
últimos deseos: debería ser cremado y luego, sus cenizas
depositadas junto a su querida Aritsa bajo un árbol del jardín.
Ahora, allí, en la alcoba de don Josué,
luego de su fallecimiento, Faisury organiza su ropa y sus objetos personales
mientras piensa con pesadumbre en toda esa vida llena de pequeños
recuerdos que con su partida ha quedado atrás. Sabe sin embargo, que debe ser fuerte y seguir adelante. Muchas
cosas requieren ahora de su atención. Deberá ocuparse de donar la ropa de don Josué a un
asilo, seleccionar unos pocos muebles y adornos para llevar a su nuevo
apartamento y vender todo lo demás. Pero por sobre todo, encontrar
en su nuevo hogar un lugar digno y seguro para su más precioso legado.
"Pero, ¿cómo fue que llamó, don Josué a mi
preciosa copa", piensa de pronto Faisury deteniendo su labor por un momento, "¿Santo Grial ? Sí, creo que ese fue el extraño nombre que
don Josué pronunció al ponerla en mis manos. ¡Qué nombre tan raro!
La llamaré: "Elegida", porque la elegí desde el primer momento
que la vi. Sí, creo que ese nombre le va mejor, piensa con alegría, mientras imagina lo bella que se verá con unas flores sobre la mesita de su alcoba. Y a pesar de la pesadumbre que la embarga, una profunda sonrisa se
dibuja en su rostro.
Leonor Fernández Riva
Santiago de Cali, Mayo 18 de 2014
Un río llamado Nostalgia