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martes, 5 de abril de 2011

Arpegiria




Lo observó pensativa con el mismo desconcierto de la primera vez. Hacía ya varios días el enigma daba vueltas y vueltas en su cabeza. El libro llegó a la biblioteca junto con otros ejemplares interesantes donados en su testamento por un reconocido periodista que nunca pudo recobrarse de la grave parálisis ocasionada por una herida de bala recibida en África.

Personalmente, se había ocupado de catalogarlos y ubicarlos; una labor rutinaria. Las donaciones de libros eran algo relativamente habitual; la gente ya no leía obras impresas en papel y a los herederos lo que menos les interesaba recibir eran libros.

Pero, este en especial acaparó su atención desde el primer instante. Tapas de un cuero muy suave al tacto en donde el título, Arpegiria, aparecía grabado a mano. Una breve dedicatoria manuscrita: “Lo logré. La madre y yo hemos vuelto a vivir. José”.  Una encuadernación rústica y en su interior, un texto escrito en un lenguaje que no podía reconocer. Y lo más asombroso: dibujos ingenuos, al estilo naif, de plantas y parajes desconocidos realizados con pigmentos difíciles de identificar. El nombre del autor, absolutamente desconocido, aparecía en letras pequeñas pero no tenía fecha de elaboración. No era una buena impresión aunque parecía hecha recientemente, y algo en ella le recordaba los anticuados métodos de edición.

Una fina garúa cae en ese momento sobre las grises calles de Londres e invade el ambiente con su pátina de humedad y de frío. Alessia, la bibliotecaria, inclina dubitativa su cabeza, guarda el libro en la gaveta de su escritorio y la cierra cuidadosamente con llave. Envuelve luego su cuello con la bufanda, abrocha los botones de su abrigo y se ajusta los guantes. Hace frío.

Al otro lado del mundo, en medio del calor húmedo de la selva tropical se lleva a cabo en ese mismo instante un extraño ritual. Hombres, mujeres y niños, casi desnudos, con la piel cubierta por coloridas pinturas, danzan excitados al son de los tambores pronunciando exaltados una palabra: "¡Josá, Josá, Josaaaaaá! " La oscuridad domina la selva. El fuego, cuyas llamas chisporrotean en la noche, lanza destellos iridiscentes sobre los cuerpos cobrizos. En determinado momento el chamán de la tribu alza la mano, los nativos detienen su movimiento y cabizbajos se dirigen en grupo hasta una de las chozas. Ingresan lentamente; guardan un silencio reverente durante unos minutos y a una señal del chamán uno de ellos se dirige hasta un artefacto colocado en el centro y con un tirón rápido de su mano activa ¡una planta eléctrica! Al instante se ilumina la choza con una bombilla colocada en el techo. La repentina claridad hiere los los ojos de los nativos, acostumbrados a la oscuridad. Un ¡Ahhhhhh! emocionado brota de todas las gargantas. Y con la luz queda al descubierto como por arte de magia ¡una linotipo! Sí. Esa vieja máquina de componer textos, olvidada y convertida en chatarra en el mundo civilizado, está allí en medio de la selva, brillante, indemne, como nueva.

El chamán, alzando los brazos, se dirige hasta un altar erigido al lado de la máquina sobre el cual reposa un libro de pastas de cuero de danta y entona con potente voz una invocación a la que todos contestan inclinándose y repitiendo enardecidos: ¡Josaaaaaaá, Josaaaaaaá! Luego, el mismo nativo que encendió la planta se sienta frente a la linotipo que está conectada a ella, y con habilidad sorprendente empieza a teclear. Como en un milagro consecutivo se inicia entonces la música de la composición, las matrices desfilan por el componedor y forman luego con el plomo derretido los lingotes de palabras que mágicamente van surgiendo uno a uno, para ir conformando progresivamente una galera. Los nativos contemplan reverentes. En un rincón, sobre un rústico fogón de leña, se funde el plomo con el que se formarán las barras que alimentarán el crisol de la linotipo. Y más allá una vieja sacapruebas hace las veces de prensa para imprimir los textos en papeles conservados por los nativos como un tesoro. Los nativos terminan la ceremonia tomando reverentes la chicha consagrada por el chamán mientras de nuevo elevan sus plegarias: "¡Josaaaá, Josaaaaaaá!".

Hace ya dos años murió José, el hombre que se atrevió a aventurarse en la selva para conocerlos y al que la tribu estuvo a punto de matar creyéndole un enemigo. Salvó su vida al despertar en ellos una febril curiosidad por los lingotes de plomo que a manera de sellos llevaba en su mochila y por la forma de imprimir con ellos sobre el papel signos misteriosos. Algo mágico, sobrenatural, que alucinó desde el primer momento a esos seres primitivos y cambió la vida de su aldea para siempre.

Veinticinco años antes de que esto aconteciera, un hombre entrado en años, pero todavía enérgico y lúcido, decía adiós irremediablemente a la actividad a la que había dedicado toda su vida. ¿Cómo pudo pasar? ¿Cómo sucedió que aquella perfecta tecnología que parecía iba a ser para siempre, se viera de pronto reemplazada por ese otro sistema tan frío, tan extraño, tan impersonal? Inútilmente trató de resistirse al cambio; seguir trabajando con su linotipo, levantando galeras para otras imprentas, haciendo pequeños trabajos. Todo fue en vano. La nueva tecnología lo desbancó por completo. Después de la muerte de su esposa solo su actividad con la linotipo lo aferraba a la existencia. Y al perder sentido lo que había dado sentido a su vida pensó en quitársela. Pero el destino le tenía reservadas vivencias no imaginadas.

Mientras organizaba y botaba papeles y escritos, coherente con el orden que siempre preconizó y que ahora quería que le sobreviviera, un artículo de una vieja revista abierta curiosamente en una página en particular, llamó poderosamente su atención. Las cosas habían ido perdiendo gradualmente interés para él. Ya nada le conmovía. Pero ¡esto! Dejó lo que estaba haciendo y se concentró en la lectura. El artículo hablaba de una tribu salvaje de la Amazonia a la que no había podido llegar todavía la civilización. Se sabía de su existencia por fotos tomadas desde el aire, pero no se había hecho ningún acercamiento debido a la fiereza que demostraban los indígenas. En las fotos -muy borrosas, debido a la altura a la que fueron tomadas- se veían indígenas semidesnudos disparando flechas hacia el avión que los descubrió. Recordaba vagamente haber leído algo semejante sin prestarle atención, pero ahora esa información tuvo la virtud de devolverlo a la vida.

Una idea, una loca idea le acometió. Sí. Ese era el camino. Tal vez allí en una población primitiva, lejos de la civilización, él y su linotipo todavía podrían sobrevivir. Estaba acostumbrado a enfrentar retos que para el común de los mortales parecían imposibles. Por eso, no se arredró tampoco ahora ante el cúmulo de peros que su propio inconsciente le dictaba. Dio otra lectura rápida al artículo, anotó el nombre del periodista que lo había escrito y se propuso llamar al otro día al periódico para tener más información. Esa noche casi no pudo pegar los ojos.

El autor de la crónica resultó ser un joven periodista que se aprestaba a viajar al África para cubrir las sangrientas guerras tribales de los Tutsis. Amablemente accedió a encontrarse con él esa tarde en un café cercano para conversar más acerca de la tribu perdida. Presa de gran expectación, José acudió puntual. Desde el primer momento los dos hombres experimentaron una singular afinidad.

En la expresión de ese hombre maduro y de aspecto cansado había algo que conmovió al periodista. Por su parte, José apreció a primera vista la mirada inteligente y la sonrisa franca y espontánea de Ignacio, el periodista. Después del saludo inicial, entraron directamente al tema.

–Las fotos fueron tomadas desde una avioneta de la Texaco –explicó Ignacio–. El mal tiempo obligó al piloto a desviarse. Volaban un tanto bajo cuando avistaron a la tribu. Disminuyeron la velocidad para tomar fotografías pero la amenaza de una fuerte tempestad les obligó a ascender y olvidar el incidente.

–¿Sabe usted en qué parte exacta de la Amazonia se encuentran?

–Exactamente, lo que se dice exactamente, es difícil saberlo –respondió Ignacio con una sonrisa maliciosa. –Pero –añadió poniéndose serio al observar la expresión ansiosa de José– los tripulantes de la avioneta dejaron unas coordenadas del momento en que ocurrió el hecho. Se cree que la tribu se encuentra a treinta kilómetros de la población más cercana. Un sitio muy abrupto en el interior de la selva. Lo que sí se sabe es que son salvajes y peligrosos. Nadie se ha aventurado por esos lares. ¿Qué piensa usted?

–Me creerá usted loco –respondió José, con una mirada desafiante–, pero le aseguro que solamente en un lugar así, entre gente apartada completamente de la civilización, mi vida quizá podría volver a tener sentido.

–Tener sentido? ¡Qué cosa! Precisamente es su vida, don José, la que estaría en peligro en semejante lugar.

–Tal vez. Pero créame, arriesgo muy poco y de todas maneras, esta podría convertirse en la aventura más apasionante de mi vida.

Algo en la mirada de José convenció a Ignacio de que aquel hombre llevaría a cabo su propósito. Se sintió conmovido por el entusiasmo y la decisión de aquel hombre maduro. Lo que intentaba hacer era una locura. Le costaría la vida. Debió reconocer, sin embargo, que era del todo imposible amedrentar a alguien que no tenía nada que perder. Y en un impulso que no pudo explicar, experimentó el ferviente deseo de contribuir a la realización de ese objetivo. No sin algo de remordimiento accedió a contarle todo lo que sabía y la manera de llegar al caserío civilizado más remoto y extremo de la selva. Al despedirse le dejó sus señas.

–No sé realmente por qué le he ayudado en algo tan loco, José. Me asalta el remordimiento de que tal vez le estoy enviando a una muerte segura y terrible.

–No tenga ningún cargo de conciencia, Ignacio. La muerte convive con la vida y es mejor mirarla de frente. Pero no tema. Estaré bien.

–Si usted lo dice. Yo tampoco voy a una sala de relax. África está sedienta de sangre. Deseémonos, pues, buena suerte. ¡Vamos a necesitarla! ¡Hágame saber de usted!

–Gracias, Ignacio. ¡Buena suerte para usted también! Ya sabrá de mí –fueron las escuetas palabras de José al despedirse con un amistoso abrazo.

Luego todo sucedió rápidamente. Tenía que ser así, José lo sabía, ya no tenía mucho tiempo. Dejó su amada linotipo, su sacapruebas y algunas otras cosas en una bodega y se dedicó a preparar su viaje. De ello, tal como había dicho Ignacio, el periodista, dependía tal vez su vida. Cuando estuvo listo viajó primero al interior del país y luego, en sucesivos recorridos, llegó hasta el último vestigio de la civilización, una pequeña vereda a la orilla de la selva.

Un día después, sin hacer caso a las advertencias de los pobladores, se internó en la espesura. Caminó hasta agotarse. Al encontrar un pequeño claro supo que había llegado a su destino. Pegó de varios árboles los afiches de animales y figuras indígenas que había llevado arrollados y esperó. Tenía la tinta preparada, los lingotes de plomo y el papel. Pasaron las horas. En determinado momento percibió que era observado. Empezó entonces a imprimir los lingotes sobre el papel. Lo hizo teatralmente con la viva sensación de que en cualquier momento podía ser atravesado por una flecha. No sucedió.

Sintió que alguien que había estado agazapado en la maleza se acercaba. No hizo ningún movimiento y esperó. Cuando tuvo al indígena cerca, trató de dominar su impresión ante la ferocidad de su aspecto resaltado por la pintura. Le sonrió y por señas le enseñó cómo presionar el lingote sobre el papel a manera de sello. El indígena lo amenazó, feroz, con su lanza. José creyó por un momento que había llegado su última hora, pero continuó imprimiendo con energía una y otra vez sobre el papel. Al final, pudo más la ingenua curiosidad del nativo que, arisco en un principio, accedió luego fascinado a hacer lo mismo. Esa era una magia nunca vista por él.

Algunas horas más tarde José, acompañado del indígena llegó hasta el pequeño caserío perdido en la selva. Y ante los ojos amenazadores pero sorprendidos de la tribu repitió esa primera y emocionada impresión realizada con un lingote de plomo. Así comenzó la gran aventura de su vida.

En poco tiempo superó el lenguaje de señas y aprendió su elemental dialecto. Luego, cuando creyó que ya era tiempo, enseñó a aquellos seres primitivos imágenes de la linotipo, “la madre de las letras y las palabras”. Les explicó lo que con ella podía hacerse y pacientemente se dedicó a convencerlos de llevarla a la aldea. Una quimera, lo más parecido a un imposible. Pero José tenía un sueño, un sueño que compartió con ellos. Y aquellos hombres primitivos que ya lo veían con una estela de misterio, como a un Dios, creyeron en él y desde ese momento su sueño fue también el de ellos.

Empezó así la increíble odisea: trasladar a “la gran madre de las palabras” por el río desde la lejana ciudad hasta la orilla más cercana a la aldea. Fueron meses de preparación en las cuales con gran paciencia José enseñó a aquellos seres suspendidos en el tiempo a fabricar ruedas elementales de madera y una carreta rústica, y a tejer fuertes lianas con los bejucos de la selva.

Pasaron varios meses. Y una mañana, luego de una espléndida noche de Luna llena, llegó el gran día. Un gran camión llevó a la “madre” desde el desembarcadero hasta lo profundo de la selva. Allá, donde el camino se disolvía en la espesura y se perdía completamente el rastro de civilización. Desde el tupido boscaje los nativos observaron cómo José le indicaba al sorprendido chófer que se dispusiera, con ayuda de los hombres que le acompañaban, a bajar las cajas. Ante la extrañeza y el desconcierto de quienes las transportaban, allí quedaron, aparentemente abandonadas, las cajas, las pesadas armazones de la linotipo, de la sacapruebas… y José.

Solo después de que el sonido del motor fue apenas un zumbido ronco en la distancia, empezó la tribu a surgir de la espesura. Y comenzó la gran marcha. Abrir camino por la jungla, y arrastrar a la madre por partes, dado su gran peso, sobre la carreta jalada por todos ellos con fuertes lianas hasta la aldea lejana. Una labor de meses, un esfuerzo titánico que colmó sus vidas.

Se le destinó la mejor de las chozas, la más protegida del viento, de la lluvia, de la humedad. El piso más firme. Y a partir de ese día la aldea ya no necesitó el yagé para embriagarse ni para sentir la presencia de lo sobrenatural. Cada día les reservaba una nueva y espléndida sorpresa. Casi de inmediato José inició su ensamblaje. Poco a poco, con innata sabiduría, fue armando el complicado engranaje. En aquellos momentos casi místicos toda la aldea le rodeaba en respetuoso silencio.

Y un día, después de muchos de arduo trabajo, la linotipo surgió completa en su magnífica e imponente belleza. Desde el primer momento la aldea le rindió un respetuoso tributo. Pero la maravillosa máquina permanecía todavía quieta, silenciosa. José estaba ansioso por mostrarles su embrujo, por hacerles escuchar su turbador concierto, la magia de su funcionamiento. Emprendió entonces un nuevo viaje a la ciudad para adquirir una potente planta eléctrica a gasolina con la cual lograría el milagro de hacerla funcionar. Transportarla y transportar también el combustible fue ya una labor sencilla.

Poner en funcionamiento el admirable engranaje de la linotipo e imprimir luego rústicamente en la saca pruebas las hileras de lingotes de plomo representó para aquellos seres sencillos algo casi sobrenatural.

José personalmente se ocupó en los meses siguientes de tipear en su linotipo el texto de un libro donde contaría su historia. Sería su legado. Transformó en un relato fluido aquel lenguaje extrañó y en la rústica sacapruebas lo transfirió al papel. Era su historia. Su historia y su leyenda. A los más vivaces de la tribu los animó a dibujar con sus pigmentos los seres y las figuras de la selva. Al terminar, encuadernó rústicamente dos ejemplares únicos con tapas cubiertas por el delicado cuero de danta. Tituló su libro Arpegiria, una palabra mágica, porque sentía que lo suyo era una especie de misteriosa alquimia en la que se unieron de forma extraña el pasado y el presente.

Solo hizo dos libros. Uno de ellos se lo envió al periodista aquel a la dirección que le había dejado tiempo atrás. No incluyó ninguna explicación. No le contó nada. La civilización no tenía nada que hacer allí. Nunca supo si le había llegado. No volvió a pensar en imprimir un libro. Se contentó  con realizar pequeños textos en la linotipo e imprimir solo hojas sueltas. Una especie de ritual para sus amigos indígenas.

Y pasó el tiempo. Paulatinamente José fue cambiando sus costumbres Desechó su ropa de ciudad y adoptó el práctico taparrabo; aprendió a pintar su cara y su cuerpo con finos y coloridos pigmentos naturales que tenían la propiedad de repeler a los insectos; aprendió a degustar con deleite los frutos y la caza de la selva; aprendió a disfrutar la magnífica sensación de andar descalzo y ser uno con la naturaleza… Y un día, una de las más lindas jóvenes de la tribu se convirtió en su compañera y dio calor y ternura a sus noches…y a sus años. Y José aprendió entonces que la felicidad tenía una dulzura especial en el dialecto de aquellos seres. Y la selva lo hizo suyo.

Y se sucedieron los veranos y los inviernos. Y las noches dieron paso a los días en una cadena interminable. Y para José, ya anciano, llegó el instante de morir. No fue un momento de amargura. La vida había sido generosa con él. Allí, en ese lugar perdido en la selva, había encontrado de nuevo una razón para vivir. Había sido feliz.

La aldea toda le rodeó en ese instante con veneración. Era su profeta, su Mesías. José sabía que iba a morir y conocía sus costumbres. No eran caníbales pero acostumbraban comer en los funerales las partes del cuerpo más notorias de aquellos difuntos que amaban y admiraban. Sabía que con él pasaría lo mismo. Se convertiría así en carne de su carne. Pidió ser enterrado al lado de su linotipo. Dejaba establecido entre ellos un ritual que quizá con el paso del tiempo se convertiría en una religión. 

Cuando años después las compañías petroleras invadieron hasta los confines más apartados de la selva, se descubrió con inmensa sorpresa una tribu salvaje que adoraba con veneración una vieja linotipo todavía en funcionamiento, y un extraño libro de hojas amarillentas. Los indígenas opusieron una fiera pero inútil resistencia. Los pocos sobrevivientes fueron destinados a una reserva y puestos en manos de antropólogos, lingüistas y sicólogos para ser incorporados a la “civilización”.

Al destruir el asentamiento para levantar allí un moderno poblado, grande fue la sorpresa al encontrar bajo los restos del que había sido un altar, el esqueleto de un hombre anciano al que le faltaban la cabeza y las manos.

Santiago de Cali, enero de 2011

Incluyo aquí, amigos,  un video  del grupo alemán Dschinghis Khan con su estrella Louis Pot Gieter. El grupo se  se disolvió a mediados de los ochenta pero quienes los conocimos los disfrutamos intensamente. ¡Qué pena que ya no estén!  Hay otros videos tal vez más claros de sus presentaciones  pero este es el original y es sumamente vibrante: .MOSCÚ, MOSCOW, MOSKAU    Y aquí  otro video del  mismo grupo y la misma canción  pero mucho más nítido:  Dschinghis Khan - Moskau   En cualquiera de sus dos versiones: ¡Disfrútenlo! Porque la música, queridos amigos, también es vida.


Otros relatos de la autora:



    
  Un río llamado Nostalgia

                        
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