Un excelente lugar para vivir
Leonor Fernández Riva
Enfundado
en su mandil blanco, el médico toma el
estetoscopio y ausculta el pecho del paciente que, tendido en la cama del
hospital, respira acompasadamente ayudado por una máscara de oxígeno. Durante unos
segundos el facultativo escucha su
corazón. Luego le toma el
pulso. Su cara no refleja ninguna
emoción.
–¿Cómo
lo ve, doctor? –pregunta Lotti como cada
mañana luego de la visita matinal. El
médico levanta los hombros y hace un gesto como diciendo: “¿Qué puedo
decirle?”, pero viendo la cara
expectante de la mujer añade,
comprensivo:
–Bastante
estable. Puede usted estar tranquila.
¡Estable!
Lotti odia ya esa palabra. Estable significa “resígnese, su
pariente puede seguir en este estado durante
días, semanas y hasta meses”. ¡Wilfrido se ve ahora tan frágil, tan
ausente! ¿Por qué se aferra tanto a la
vida? Esta vigilia que Lotti se ve obligada a hacer por aquello del “que dirán” la tiene exasperada.
¡Y
pensar que todo iba tan bien! El hogar de reposo adonde lo había llevado hacía
ya más de tres años con el consentimiento de sus hijos y de su familia, cuando él empezó a ponerse senil e
inmanejable, era un sitio realmente idílico: jardines, enfermeras, un cuarto
¡pequeño y sin lujos, pero limpio y cómodo,
y otras personas de su misma edad para distraerse y compartir los días.
Quienes
más la animaron a tomar esa decisión
fueron sus propias amigas: “Hija, ya no estás para esos trotes. Cada día Wilfrido se irá poniendo peor. Te va a hacer
la vida imposible. Te vas a enfermar. No tienes por qué preocuparte; allá él
estará acompañado, cuidado, sin peligro.
No lo dudes; ese es un bello lugar para
vivir.
–Como
ustedes han podido observar –les había explicado más adelante a sus tres hijos, –su padre ha
ido perdiendo la memoria a pasos
agigantados. Olvida todo. Es un peligro
que salga a la calle. Ya no tiene
amigos. Pasa los días muy solo sin nada
qué hacer. Cada vez está más violento,
pelea por todo, nada le gusta. Acabará enfermándome a mi también. Se ha vuelto
imposible vivir a su lado. Este, -añadió enseñándoles a sus hijos un folleto publicitario del hogar
de reposo –es un sitio donde, estoy
segura, su padre va a sentirse
mucho mejor.
-¡Un
ancianato, mamá! –la interrumpió Claudia, su hija mayor.
-
No, Claudia. No es de ninguna manera un
ancianato. Es un sitio precioso y
confortable rodeado de jardines. Un excelente lugar para vivir. Allá va a estar bien cuidado, sin ningún
peligro, en compañía de otras personas de su edad, en un ambiente lleno de naturaleza, como a él tanto le gusta.
Al
principio sus hijos expresaron unas
pocas dudas. No estaban muy de acuerdo con
la idea, pero como vieron a su
madre tan decidida y ninguno quería tampoco
hacerse cargo de su padre, al final convinieron en llevarlo a su nuevo
hogar.
Cuando llegó el día, y como si presintiera el
cambio que iba a tener su vida,
Wilfrido, que siempre estaba presto a salir a cualquier parte, opuso
esta vez tenaz resistencia.
Debieron tomarlo entre varias personas
para llevarlo hasta el carro. Era un
hombre todavía fuerte. Curiosamente, sin embargo, al llegar a la casa de reposo
dejó de resistirse. Se sentó en una
banca a la entrada de su cuarto y allí se quedó observando con mirada perdida a
su esposa que se alejó hacia el parqueadero enjugándose los ojos, en tanto decía con voz quebrada:
-¡Esto
es algo muy duro para mí! ¡No te dejaré solo, cariño! Vendré a visitarte
continuamente.
Y en
un principio así fue, ciertamente. Siguió visitándolo dos veces por semana. Pero al cabo de cinco
meses ya solo iba a verlo una vez al mes,
hasta que al final, luego de dos años, sus visitas se fueron espaciando
y acortando considerablemente. En
el último año solo había ido dos veces a verlo. Visitas relámpago. ¡Tenía
tantas cosas qué hacer! Sus amigas no querían que estuviera sola. Visitarlo se
fue tornando para ella cada vez más pesado. El lugar la deprimía.
“Para
qué visitarlo –se decía– Wilfrido ya
casi no me reconoce. ¡Y allá está tan
bien cuidado! No necesita nada, ¡y lo
tratan con tanto cariño! “.
Las
chicas encargadas de acompañar a los residentes eran en verdad muy queridas. Lotti todavía recordaba
cómo lo trató una de ellas en una
de sus últimas visitas:
“Don
Wilfrido es un caballero muy simpático y
guapo que no molesta para nada...
¿verdad,
don Wilfri?”, le había dicho, mimosa, una de esas chicas
tomándolo de las manos y haciendo
con su cara un mohín picaresco al que Wilfrido, perdido en su mente, apenas
si respondió con una débil sonrisa para volver luego a quedar absorto en quién sabe qué recuerdos.
“Sí
–pensaba Lotti, en medio de una partida de naipes con sus amigas ¿Dónde podría estar mejor Wilfrido que en ese
bello lugar?".
Pero
Wilfrido no parecía feliz. A través de los meses se fue adelgazando y
achiquitando. Cada día su apariencia se fue volviendo más frágil, más
enclenque. Del hombre fuerte de otrora ya no quedaba nada. Pasaba las horas sentado en una banca del
jardín con la mirada perdida, encerrado
en la impenetrable escafandra de su mente. Lotti cada vez lo
sentía más extraño. Le parecía mentira
que alguna vez hubiera podido tener intimidad con aquel anciano. Para ella era
solamente un extraño. Un anciano que hasta
le causaba cierta repugnancia. Sus visitas transcurrían casi siempre en
medio del silencio. No encontraba nada que decirle. Había algo,
sin embargo, que la conturbaba: en el fondo de los ojos de Wilfrido ella
detectaba algo parecido a un reproche.
Pero era algo tan sutil, tan
fugaz, que siempre se preguntaba: ¿me lo
habré imaginado?
Su
vida matrimonial había sido apacible, sin grandes alegrías, pero también sin
grandes preocupaciones ni tristezas. Wilfrido fue siempre un excelente
profesional tenía un cargo importante y era muy respetado en su medio. A ella nunca le tocó
preocuparse por el factor económico; él fue siempre un buen proveedor. Desde un principio ella supo que sólo debía mantener al día su
elegante mansión, cuidar de sus tres hijos y de su presencia y atender a los invitados que regularmente
los visitaban.
Pero
algo que no consideraron importante en el momento de unir sus vidas tendría gran
incidencia en su futuro: Wilfrido le llevaba veinte años. Él
había cumplido ya los
cincuenta y ella apenas treinta cuando contrajeron
matrimonio. Empero, en aquel
momento no se notó la diferencia de
edad. Wilfrido era un hombre fuerte y de recia presencia; una persona
carismática, muy atractiva entre el sexo femenino y muy bien recibida en los círculos sociales y
empresariales.
Durante
mucho tiempo los años no parecieron hacer mella en él. Sin embargo, a partir de su jubilación y
luego de cumplir los setenta años la
mente de Wilfrido empezó a patinar. Al principio fueron cambios sutiles.
Olvidaba el nombre de algunos amigos,
los números de telefono, las
gafas, el celular, el lugar dónde había dejado aparcado el vehículo. Luego
los olvidos fueron tornándose más continuados y riesgosos y su genio
empezó a cambiar. Se irritaba por todo. No dormía.
Ahora,
allí junto a su cama, Lotti siente que
la invade la impaciencia. Está agotada. Son ya más de quince días de hacer
guardia esperando un desenlace que no acaba de llegar. Esa noche le pide a la
enfermera que la reemplace. Necesita bañarse y descansar un poco.
En
la madrugada recibe una llamada del hospital. Todo ha terminado.
Luego
del entierro y los trámites de la
sucesión Lotti retoma su vida. Sus
hijos, ya casados, no viven con ella. Tiene una posición económica desahogada y
reparte su tiempo entre amigas, eventos culturales y sociales y uno que otro coqueteo. Una vida realmente grata y sin preocupaciones.
Y
pasan los años. Lotti también ha envejecido. De la otrora atractiva mujer queda
muy poco pero no es eso lo que a ella la
inquieta; lo que la tiene preocupada es
su salud. De un tiempo a esta parte siente
las piernas muy pesadas.
Su vista se ha deteriorado también
ostensiblemente. Ya la cansa mucho leer.
Sus reflejos le juegan malas pasadas; después de varios incidentes
desafortunados con su carro decide no volver a conducir. La memoria
también ha empezado a flaquearle. Tiene
que anotarlo todo. Un día sufre una caída en el baño y se rompe la clavícula.
Afortunadamente
ese día había ido su empleada y le presta auxilio. Su vida se ha tornado
bastante solitaria; algunas de sus buenas amigas ya han fallecido
y las otras salen muy poco de casa. “Pero, bueno –piensa para sí en voz
alta–. Todo esto es apenas natural. Acabo de cumplir
setenta y cinco años. Me parece que a pesar de todo estoy bastante
bien para mi edad”.
Una
tarde recibe una llamada de su hija: ella y sus dos hermanos desean
visitarla; quieren comentarle algo. La llamada no deja de inquietarla. Sus hijos
no la visitan frecuentemente, y menos todos juntos. Últimamente los ha
notado muy preocupados por su salud, por
su renta, por el estado de sus propiedades; quieren ayudarla en todo. “Usted,
mamá, ya no está para ocuparse de esas cosas; déjenos a nosotros”.
Es
bueno saber que sus hijos se preocupan por ella, que le tienen cariño que siempre estará acompañada y protegida;
pero sin saber exactamente por qué,
Lotti siente una extraña desazón.
Después
de brindarles unas rodajas de torta, que se estaba quemando un poco porque se
le olvidó apagar el horno a tiempo,
Lotti se sienta junto a ellos en la sala para escuchar qué es aquello
tan importante que quieren comentarle.
–Mamá
–empieza su hija–, hemos notado que este último año tu salud se ha deteriorado
mucho. Tememos por ti. Nos dolería mucho que te pase algo cuando te encuentras
sola. Aunque quisiéramos, no podríamos vivir a tu lado. Pero el caso es que ya no puedes vivir sola. Creemos que tenemos la obligación de protegerte. Hemos visto un sitio muy bello donde vas a estar segura y cuidada. Allá
vas a tener otras amigas de tu misma edad con las que pasarás
distraída y contenta. Tendrás
un cuarto muy agradable y ya no te tocará estar pendiente de una casa
tan grande como esta. Podrás disfrutar
de un hermoso jardín y siempre habrá alguien
pendiente de tu bienestar.
–Sí,
mamá –interviene su hijo mayor–. Vas a
ver lo contenta que vas a estar allí. Acompañada y cuidada. Ya hemos hablado y te están esperando con los
brazos abiertos. Creemos que
podemos llevarte el lunes. Como bien
dice Claudia, aquel es un bello lugar para vivir. No te vas a sentir nunca
sola. Te visitaremos continuamente.
Ya lo verás.
Lotti
sabe que es inútil protestar, que
también para ella ha llegado la
hora, que esta vez
es ella la que no tiene elección.
Cali,
Diciembre 8 de 2011
Otros relatos de la autora