La joven
pareja hace una pausa en el camino para observar desde la
cima de la pequeña colina el valle que se pierde en el horizonte. Como muchos
otros poblados de la región, éste tiene también su iglesia en cuyo
entorno se agrupa el mísero caserío. No es un lugar atractivo. Las
tierras de la comarca, abandonadas e incultas pertenecen a amos de paraderos
desconocidos que un día cerraron las puertas de sus casas y partieron
hacia otros destinos.
En su
itinerante recorrido a lo largo del mundo Belinda y Roger, han atravesado muchos caminos, conocido infinidad de lugares y experimentado variedad de sensaciones. El viaje que ahora realizan por Sur América ha sido para ellos una experiencia impactante por la variopinta diversidad de los paisajes, la belleza y caudal de los ríos, la serena belleza de los pueblos de la sierra y la pícara alegría de las poblaciones costeras, pero, especialmente, por el placer que les
produce conversar con los habitantes de las regiones que atraviesan, conocer sus
costumbres, su cultura.
Esta vez, sin embargo, al visitar aquella población pérdida en el mapa, una sensación opresiva se apodera de ellos. Hasta donde llega la vista solo se divisan tierras yermas, devastadas. Sus habitantes, se muestran impasibles, hieráticos, poco comunicativos. No existe un hotel, un hospedaje ni algo que se le parezca. Nada grato ofrece al viajero aquel lugar.
De mutuo
acuerdo deciden subir hasta la colina cercana para pasar esa noche
en su tienda de campaña y partir temprano en la mañana hacia su nuevo
destino.
En las
primeras horas de la tarde inician el ascenso por senderos que la invasión del
musgo, la hojarasca, las plantas parásitas y las ramas desgajadas
han ido borrando. Luego de un buen rato de caminata, se sorprenden al
divisar en un pequeño claro, sentada
bajo un árbol, a una mujer joven que acuna en sus brazos un bebé.
Le sonríen
desde lejos, saludándola con la mano, pero no obtienen respuesta. Caminan otro trecho e intrigados
ante una aparición tan inusitada en ese lugar alejado del pueblo, se detienen para volver a observarla, pero ya se ha marchado.
El cielo
empieza a iluminarse con los destellos de relámpagos que anuncian tormenta.
Deben encontrar un lugar propicio para
levantar su carpa.
De pronto, al
cruzar una curva del camino surge ante sus ojos la que parece ser una vivienda
en ruinas. Curiosos, la contemplan a distancia y luego, cautelosos, se
aproximan.
La tapia,
desmoronada a trechos, está invadida por hierbas silvestres y enredaderas
resecas. Bajo las tejas rotas crece el musgo con impulso desordenado orlando el
piso con sus encajes verdes. La humedad ha ido ganando las paredes. Las vigas
del artesonado, devoradas por la polilla parecen ya insuficientes para
sostener el peso de los tumbados.
El anhelo siempre
constante de la pareja por investigar, por vivir nuevas experiencias y
aventuras los impulsa a acercarse e ingresar en
ella.
Expectantes, atraviesan la enmohecida
reja del portón. Los postigos, roídos por la humedad y la polilla, han cedido
ya ante la fuerza del viento. Suben unas gradas, empujan la puerta entornada y
entran a una habitación que evidentemente ha estado deshabitada por largo
tiempo.
Un viejo reloj de cuco, de manillas
paralizadas, pende de la pared. El pajarraco de madera se ha quedado en el
marco de la ventana cual un espectador impasible y mudo del escenario. En el
piso, cacharros, jarrones rotos y
pedazos de un espejo trizado en innumerables rajaduras cuyo marco dorado cuelga
aún de la pared. A través de las ventanas los pálidos rayos del sol marchitan
las sedas mortecinas de los ruinosos muebles y los colores antes vivos de
una alfombra.
Belinda y Roger están conmovidos. ¿Qué pasó en
aquel lugar? De seguro aquella vivienda fue grata y agradable en otro
tiempo. ¿Por qué fue abandonada? No lo saben, pero aquella habitación ha
permanecido clausurada durante largo tiempo. La casa fue abandonada. El
misterio y los recuerdos fúnebres la habitan ahora. Nadie ha violado su
misterio. El secreto pertenece a esos testigos sin sueño, discretos y
silenciosos que jamás habrán de revelarlo.
La borrasca irrumpe de pronto en medio
de atronadores relámpagos. Múltiples goteras filtran el torrencial aguacero a través
de las tejas deshechas. Belinda y Roger se guarecen en un rincón. Lentamente cae la tarde y llega la noche. La
tormenta arrecia, los rayos pueblan la noche con estallidos amenazadores. Están atrapados en el lugar.
Acostumbrados a mil experiencias y
aventuras algo sin embargo en aquel lugar los estremece. Están solos en medio
de la noche en aquella casa situada en medio de la nada.Viscosos, como la panza
de una serpiente, se arremolinan los presagios. El miedo hace su ronda nocturna deslizando el filo de su cuchilla por las crispadas espaldas de la pareja. Crujen los maderos viejos,
tiritan las ventanas y se profundiza la oscuridad. Los ratones salen de sus
guaridas, el ominoso craqueo de las lechuzas resuena en el silencio. El
insomnio tiene rostro de sombra. De sombras que se acercan y se alargan.
De pronto, sobrecogidos escuchan que se abren los goznes enmohecidos
de la reja de entrada.
–¿Quién está ahí? – pregunta Roger, con voz trémula.
–¿Quiénes
sois vosotros? ¿Cómo habéis llegado hasta aquí? –pregunta a su vez desde la
puerta una voz enronquecida por la rabia.
El relámpago de un rayo ilumina fugazmente la figura de un hombre alto y delgado, vestido por completo de
negro, cuyo rostro, cubierto por un sombrero, permanece en la sombra.
–Somos turistas. Estamos de paso. Pensábamos
acampar en la colina, pero la tormenta no nos dejó seguir –contesta
Roger inquieto.
–Estáis en una propiedad privada. Nadie
tiene permiso de invadirla. Tenéis que iros. –dice el extraño con voz
perentoria –¡Marchaos cuanto antes!
–Espere, no se vaya –replica Roger con angustia al ver que el personaje se marcha. Pero ya no obtiene respuesta, el extraño desaparece en la misma forma en que hizo presencia. Un aire helado se
apodera del ambiente.
Belinda y Roger se miran desconcertados
sin atreverse a expresar sus pensamientos. Algo en la presencia de aquel hombre
los conturba. Sienten sus palabras como una amenaza.
A pesar de la lluvia y la
tormenta, se aprestan a salir de la casa.
–¿Qué vais a hacer?
Sobresaltados ante esa voz surgida como
de las tinieblas, fijan sus ojos en el lugar del que parece provenir y divisan
en la reja del portón de entrada la figura borrosa de un joven con una mochila a sus espaldas; aparentemente otro turista como ellos.
–Quedaos
aquí esta noche. No es seguro andar por esos despeñaderos en las tinieblas. ¡No
salgáis de aquí, es peligroso!
–¿Quién es usted, qué…? – intenta
preguntar Roger al joven, pero en ese momento el estrépito de un rayo lo
impulsa inconscientemente a buscar cobijo en el interior de la casa. Cuando
vuelve a alzar los ojos para ver al visitante, éste ya se ha marchado.
Las horas pasan en medio del insomnio.
Ni Belinda ni Roger se atreven a dormir. Es una noche larga, muy larga.
De pronto, el canto lejano de un gallo quiebra
la soledad opresiva. Es la aurora que se anuncia. La pareja exhala un suspiro
de alivio. Un remolino de presagios y de temores sin forma, emprende la
retirada.
Cuando la luz de la mañana invade la
habitación, el escenario reaparece desnudo y dramatizado por los cacharros rotos, los jarrones volcados y los estragos de la lluvia. Una oscura mancha atraviesa la alfombra, de largo a largo.
–Roger, ¿ves esa mancha en la alfombra?
–pregunta Belinda asustada – Parece sangre, ¿no crees?
–Parece, sí, pero no nos hagamos ideas,
amor. Mejor, salgamos pronto de aquí.
Pero sí, Belinda tiene razón. La mancha
se ha ido oscureciendo con el tiempo y es ya solo una sombra pardusca, pero hace
años fue un fresco reguero de sangre. Una noche, cinco años atrás, una figura
humana plantada frente al espejo se vino al suelo desmoronada por un disparo. La
bala desgarró su cerebro y se aplastó en el cristal.
Al llegar al pueblo, Roger, intrigado,
cuenta a varias personas los extraños encuentros de la noche anterior.
–¿Quiénes son esas personas? –les
pregunta.
No encuentra respuesta. La mayoría
guarda silencio. Otros, cruzan entre ellos miradas de inteligencia, alzan sus
hombros y fruncen sus labios como diciendo: “No sabemos de qué nos habla”.
Solo Manuel, el chico que atiende el
único bar del pueblo, accede a hablar con ellos mientras les sirve un café con
leche y unos huevos revueltos.
–Muy pocas personas han tenido esos
encuentros, señor, y muchas menos, han visto al patrón y han vuelto para contarlo. Se suicidó en esa casa hace ya
varios años cuando su esposa y su hijo recién nacido murieron al estrellarse contra un árbol el carro que conducía borracho. No tenía parientes y nadie reclamó sus propiedades. No es bueno entrar en esa casa, trae mala suerte. Ustedes fueron afortunados, pudieron volver; otros
turistas no lo lograron, se despeñaron por el barranco.
Roger nunca ha prestado atención a ese
tipo de relatos, pero cualquiera sea el
motivo, ni él ni Belinda desean continuar ya en el lugar. Les corre prisa por
marcharse. Una espesa neblina ha empezado a invadir la población.
–¿Dónde podemos tomar un bus hasta el
próximo pueblo? pregunta al muchacho.
Una hora más tarde, con un suspiro de
alivio ocupan sus puestos en el desvencijado bus que los llevará a la
siguiente población.
Algo sin embargo inquieta a Belinda: son los únicos
pasajeros y el reservado conductor parece
tan impasible y poco amigable como todos en el pueblo.
–Tranquila, amor –la sosiega Roger
abrazándola, en el momento en que el automotor emprende su marcha – pronto
estaremos lejos y entonces vamos a reírnos mucho de esta experiencia.
Leonor Fernández Riva
Cali, marzo 15 de 2014