La malvada bruja
Luego de viajar por una carretera estrecha y solitaria poblada de cerradas curvas y ominosos precipicios se llegaba hasta el recinto aquel perdido entre las montañas y ajeno prácticamente a todos los adelantos de la vida moderna. Las personas extrañas que hasta allí llegaban, eran por lo general turistas despistados o viajeros de paso a lugares más atractivos.
Sí, aquel no era un lugar turístico ni
atractivo para nadie. Pero aquella insignificante aldea detenida en el
tiempo y tan alejada del progreso y del corre-corre del mundo moderno era
sin embargo, fecunda en supersticiones y creencias de todo tipo. Sus
pobladores solían contar delante de propios y extraños y con mal disimulado
orgullo, las historias protagonizadas por su duende chocarrero al que
solo unos pocos privilegiados habían logrado divisar en lo más alto de los árboles, pero de
cuyas sorprendentes y pesadas bromas prácticamente todos habían sido víctimas; de
La Llorona, fantasmagórica aparición
con la que se habían encontrado en la madrugada algunos ebrios y
casquivanos del pueblo, pero cuyo llanto lastimero era escuchado por
muchos en las noches oscuras y así como estas, muchas, muchas otras
experiencias sorprendentes. Pero sobre
todo, solían contar con singular convicción y temor, las historias acerca de la
bruja del pueblo. Y es que, aunque parezca raro, con ella convivían.
Aquella
bruja no se diferenciaba en nada de sus colegas de cofradía. Era una viejecilla
enteca de párpados legañosos y piel resquebrajada. En su rostro coincidían la
nariz y la barbilla como continuación de un mismo rango, cortado por el vacío.
Los labios se perdían, dibujando una vaga raya confusa o se entreabrían para
dar luz a un hueco lúgubre habitado por dos colmillos distantes y solitarios.
Los músculos faciales, relajados por el tiempo, daban al rostro una
maleabilidad de cera virgen que hacía posible la exhibición de un vasto
repertorio de muecas medrosas.
Vivía en constante soliloquio, mascullando
encantamientos y triturando maldiciones entre sus amarillentos colmillos. Su
paso dejaba, invariablemente un rastro de azufre y una reminiscencia demoníaca.
Vivía en una cueva a las afueras de la población. Nadie recordaba en qué
momento llegó al lugar, pero lo cierto es que su presencia era percibida por todos los aldeanos con inocultable prevención. Quienes se aventuraban por el lugar solían verla sentada en el
umbral de su vivienda recalentando la osamenta, helada por los años, al
sol del mediodía, o ejecutando cálculos zodiacales sobre la arena del sendero y
elevando los ojos pitañosos por encima de los tejados. Las vecinas se
persignaban al pasar por su puerta, sacudidas por misterioso escalofrío.
La viejecilla, rondaba en el crepúsculo por
las calles del pueblo, seguida desde lejos por los conjuros y las letanías. Los
chicos acumulaban en su puerta pieles de gato, desperdicios y maldiciones,
disparando sus cerbatanas o sus horquillas de abedul. La viejecilla se vengaba
haciendo signos cabalísticos en el aire y en último término, ahuyentándolos con
el mango de lo que alguna vez fuera una escoba y que ahora le servía como báculo.
A su edad sus necesidades se
habían reducido a límites absurdos. Le bastaban las hierbas sanas recolectadas
en el campo, hervidas en un viejo pote de latón. No mendigaba nada. En invierno
como en verano, recubría sus hombros con una mantilla descolorida y desgarrada.
Por un agujero entraba el aire frío y, por otro agujero, se fugaba. Nadie había
traspasado el dintel de su sombrío habitáculo. Las gentes creían ver
desprenderse a media noche por las hendijas de las puertas, extrañas luces
azuladas. Alguien vio alguna vez, a un caballero vestido de encarnado, saliendo
de la cueva en una noche de sábado.
En ocasiones, la cueva permanecía cerrada y la
bruja desaparecía sin dejar rastro. Al cabo, reaparecía nuevamente, deslizándose
por las entradas del pueblo, lenta e ingrávida como una sombra. Volvía de
conciliábulos prohibidos celebrados entre las brujas del contorno, bajo la
presidencia del Macho Cabrío.
Los ojos malignos y despiadados de las
vecinas, miraban regresar a la viejecilla de sus excursiones
secretas. La población se consternaba entonces ante posibles
avatares. Creía la ingenuidad aldeana que el brujeril concilio, habría
decretado inevitables desventuras que amenazaban la comarca: sequías,
aluviones, epidemias. Pero corrían los días y no se suscitaba nada. No
obstante, la intranquilidad perduraba.
Un día, las puertas de la cueva ya no se
abrieron más. Transcurrieron las semanas y los meses sin que nadie volviese a
tener noticias de la bruja. Entonces, el alcalde rompió los postigos y penetró
en la vivienda mísera sin encontrar en ella nada sospechoso. El pote yacía
sobre el primitivo fogón; el jergón, en una esquina de la cueva; los
artefactos humildes y relucientes, alineados en las paredes húmedas. Solo el
mango de la escoba y su propietaria habían desaparecido. Alguien juró haberla
visto en una noche de luna, cabalgar sobre la escoba, a modo de improvisado
caballo de fuego, surcando los aires quietos. Seguro la malvada bruja había
partido a su última cita con el demonio.
Nadie en el pueblo habría aceptado la modesta
verdad: las ausencias de la viejecilla, metódicas y espaciadas, obedecían a un
motivo sencillo: partía a visitar la tumba del hijo muerto en la guerra, cuyos
restos yacían en un distante cementerio. En su último viaje las fuerzas le
faltaron y allí quedó para siempre tendida bajo el sol, a la vera del camino, asiendo
el mango de la escoba que le servía de cayado.
Leonor
María Fernández Riva
Agosto
de 2016
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1 comentario:
Pude ver mucho más que a la bruja, vi a la madre... buen relato mi querida Leonor.
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