Tratando
de contener su euforia y con la carta en la mano se dirige a comunicarle a su
jefe la buena noticia. Al conocerla, este también manifiesta su complacencia:
–¡Caramba,
señor Ayscarddi, ha conseguido usted lo que nadie había logrado en años! La vida de este escritor ha
estado sumida en el más profundo silencio y hermetismo desde hace mucho
tiempo. Ha interpuesto entre su vida personal y el mundo un muro
impenetrable. Dígame, ¿cómo lo convenció?
–No
creo haberle dicho nada especial, jefe, solamente le dije que era un
profesional joven, que estaba haciendo
mis primeros pinitos en el periodismo y que ansiaba al igual que lo hizo él y
otros grandes de la literatura, dar luego el gran salto para convertirme
en un escritor de renombre. Quizá fue mi insignificancia, mi candidez la
que lo conmovió, ¿no lo cree usted?
–Puede
ser… sí, quizá fue eso. ¿Cómo podemos saber qué tiene en su
corazón un hombre tan brillante, pero ya anciano y completamente aislado
del mundo? Le deseo suerte señor Ayscarddi. Esta puede convertirse en su
mejor entrevista. Hable con mi secretaria
para que vaya con un fotógrafo. Necesitamos unas tomas. ¡Adelante!
Al
día siguiente, a la hora acordada el periodista acude en compañía del fotógrafo
del periódico hasta la residencia del escritor. Un empleado correctamente
vestido le abre la puerta y le saluda amablemente.
–Buenas
tardes, señor Ayscarddi, pase por favor, el maestro ya lo está esperando.
–Gracias,
responde Lorenzo y al ver que el empleado hace un gesto como diciendo, “solo
usted”, añade– José viene conmigo, él también trabaja en el periódico. Su
presencia es necesaria para la entrevista.
Con
un gesto dubitativo, el empleado los conduce por el corredor hasta un amplio
cuarto de estudio. Allí, en medio de estanterías repletas de libros está el
escritor, sentado en una silla reclinomática frente a un inmenso
televisor.
Eufórico,
Lorenzo se aproxima y estrecha calurosamente la mano que el escritor le
extiende a modo de saludo con una sonrisa un tanto irónica.
–Buenas
tardes mi joven amigo –dice, mirando la tarjeta que Lorenzo le entrega– Dígame,
señor Ayscarddi, el señor que lo acompaña es un fotógrafo?
–Sí,
lo es –contesta Lorenzo y añade– ¿Le molesta acaso?
–
No, no es molestia precisamente lo que siento, es más bien pudor. Puede usted
observar, amigo periodista que mi aspecto puede ser desconcertante, para quien
ha dejado de verme todos estos años. Le ruego –añade dirigiéndose
al fotógrafo– tomar solo una o dos fotos como para satisfacer la curiosidad de
los lectores y luego le agradecería se retire, por favor. No
quiero más tomas.
–Como
usted desee –replica Lorenzo y
dirigiéndose al fotógrafo que ha escuchado todo, le aconseja el mejor ángulo
para tomar esas dos únicas fotografías.
El
aspecto del escritor es en verdad sorprendente. Nada en él revela esa elegancia
y esa prestancia que lo distinguió siempre. Viste unos pantalones amplios, guayabera blanca y sandalias. Está delgado, muy delgado. Su cabello, antes
corto y negro, es ahora blanco y
largo y lo lleva recogido en la
nuca. Una barba también canosa cubre en parte los profundos surcos de su
rostro. El hombre recio de hace unos años se ha convertido en un anciano, solo
sus ojos conservan la pasada y enérgica vivacidad.
En
tanto el fotógrafo alista su cámara, Lorenzo pasea la vista por la habitación.
El piso está casi por completo cubierto por una colorida alfombra persa; en el amplio ventanal, un cortinaje
pesado que no permite ver la luz de la calle; al centro del cuarto un
escritorio de fina madera labrada sobre el que solo se ve un computador portátil y una maceta
florida. Y libros, muchos libros, estanterías
repletas de ellos. Empotrado en la pared
un gigantesco televisor y al frente, varios sillones y la silla reclinomática
en donde se encuentra en ese momento el escritor.
Lorenzo
no puede evitar un sensación de sorpresa al observar el programa de televisión
que acapara la atención del
maestro: Los tres mosqueteros. Aparta
su mirada al darse cuenta de que este lo
observa con expresión un tanto burlona:
–Siéntese
por favor, señor Ayscarddi. Veo que le sorprende el programa que estaba viendo.
Sí, estoy siguiendo esa serie. Muy buena por cierto. Es difícil compilar
en tan poco espacio de tiempo una obra de aventuras tan interesante y tan llena
de facetas y personajes como esta de mi admirado Dumas, pero el director ha
logrado hacer un buen trabajo. Este aparato, señor Ayscarddi es una verdadera
maravilla. Me he aficionado. ¿Puede usted creerlo?
–Este
invento hace parte de los tiempos que nos ha tocado vivir maestro. Pero sí, no se lo niego, me
sorprende un poco esa afición, yo me lo imaginaba escribiendo su próxima
obra o inmerso en alguno de los muchos libros que se publican actualmente.
–Sí,
¿verdad? Eso es lo que la gente imagina. Pero sabe usted una cosa? A mi vida
llegó un día el hastío. Sabe usted lo que es el hastío, señor Ayscarddi?
–Claro
maestro, apatía, desgana de hacer algo.
–Exactamente.
Es una especie de fastidio, de tedio, una gran fatiga interior. Eso me ha
ocurrido, señor Ayscarddi.
–¿Fatiga
de escribir, maestro ?
–Yo
lo llamaría fatiga de vivir. Un hastío que lo invade todo. Pero cuénteme
de usted señor Ayscarddi, es por eso que he aceptado recibirlo. Quiero que me
diga lo que está haciendo, cuál es su propósito al escribir, qué espera
alcanzar después de todo su
esfuerzo.
–Poco
es lo que puedo yo contarle, maestro, soy tan solo un recién graduado en
comunicaciones que empieza a abrirse paso en el mundo periodístico. Mi más
ardiente deseo, sin embargo, es seguir sus pasos. Sé que usted empezó su vida literaria en un periódico y
luego se convirtió en el gran escritor que es ahora. Yo anhelo hacer lo
mismo…
–Loable
propósito. La redacción de los periódicos es en verdad uno de los mejores ambientes para
un escritor. Pocos recuerdos tan gratos como los que tengo del tiempo que
trabajé en el periódico hace ya tantos años. Me veo reflejado en ti muchacho,
joven, soñador, con ideales.
–Sí,
maestro, pero mi sueño no es quedarme ahí; aspiro a convertirme en
un escritor de prestigio. No tan grande como usted, claro, no ambiciono
tanto, pero sí llegar a ser un excelente escritor. Un autor que tenga el
respeto de la crítica y el favoritismo de sus lectores.
–Voy
a decirte algo, muchacho. No sé qué tan buen escritor podrás llegar a ser. Ni
sé cuánto talento, cuánta inspiración y cuánta perseverancia posees para
lograrlo. ¡No, no, no saques nada, por favor! –se apresura a decir el anciano
al ver que el joven se dispone a abrir su maletín– Si me has traído
algún texto tuyo, lamento decirte que no podré leerlo. Luego comprenderás. Pero
si puedo asegurarte algo, si llegas a convertirte en un escritor de prestigio,
añoraras por siempre estos años de tus inicios. Este es mi consejo:
Disfrútalos. En ocasiones, los escritores por el ansia de escribir, dejamos de
vivir.
La
entrevista con el maestro está tomando un giro que a Lorenzo Ayscarddi no le
agrada. Es él quien está siendo entrevistado. Tiene que tratar de saber el motivo de este destierro
voluntario, de este silencio que envuelve ahora la vida del escritor.
–Dígame,
maestro –dice tratando de retomar el protagonismo de la conversación– ha escrito usted algo en
estos últimos años?
–Lo
poco que escribí hace un tiempo, lo destruí. Eran ya textos sin alma. Lo único
que sobrevivirá de estos años es mi testamento. Interesante por cierto, hay una buena tajada para repartir y pocos, muy pocos los merecedores de recibir algo.
Más de uno quedará defraudado. Lo único
que se ha escapado de la pira y que creo ha alcanzado cierta notoriedad es una
poesía que escribí reflejando en ella mi estado de ánimo, las cosas que me
hubiera gustado hacer y no hice. Unos versos anónimos. Nada especial. Unos se
la atribuyeron a Borges y otros, a una escritora portuguesa, pero era mía. De
todos modos no tiene importancia, nada de eso me interesa ya.
–Maestro,
a pesar de este ostracismo voluntario en el que se encuentra sigue siendo
usted una voz muy respetada en la literatura, me gustaría que
compartiera conmigo los títulos de esos libros que fueron los que
más influyeron en su obra o los últimos que ha leído. Pienso que para mi sería útil recorrer ese
mismo camino. Seguir sus pasos.
–Es
bueno que sepas que dos escritores no recorren nunca el mismo camino aunque lo
intenten. Grábate eso. En estas estanterías están la mayor parte de los
libros que he leído. Cientos. Observarlos me hace reflexionar seriamente en
todo el tiempo que les he dedicado. La mayoría no valieron la pena. Me caes
bien muchacho y por otra parte he perdido ya el apego por todo. Antes de
que te vayas, es mi deseo que tomes de mi biblioteca todos los libros que se te
antoje. Todos los que puedas llevar en tus brazos. Te aconsejo que prefieras los
clásicos. Son los mejores, no te decepcionan nunca. Solía tener la costumbre de
hacer anotaciones al margen. Te sorprenderán.
– Muchísimas gracias Maestro, pero, esa actitud suya me atemoriza, piensa usted acaso que va a morir pronto? Está
usted enfermo?
–
Sí así fuera, sería algo natural,
predecible y hasta cierto punto deseable. La muerte muchacho, así tratemos
de no pensar en ella, nos ronda desde el nacimiento. Siempre la he tenido como una
especie de premio a la existencia. La
recompensa que nos espera al final del camino. No, no tengo
ningún mal físico si a eso te refieres. Pero
desde luego, no hace falta estar enfermo para morir. Lo mío, me temo, es mucho
más grave que una enfermedad física. Con los años, uno termina muriendo de muchas
maneras aunque la muerte física tarde en llegar.
–
¿Me desconcierta usted, maestro, podría decirme de qué se trata?
–Ya
te hablé de ello hace un momento, muchacho. Sufro de hastío. Una condición que
se ha apoderado de mi espíritu y para la que no he encontrado cura. Quizá
porque no deseo tenerla. Un hastío total hacia la literatura y hacia el
ambiente mezquino y falso que la rodea. Sí amigo periodista, soy como aquel payaso que
hacía reír a todos mientras que él se consumía de tristeza. Yo, que he escrito
tantos libros, que he hecho tanta crítica y que he sido tan premiado y
homenajeado por mis obras, he perdido el
interés por la literatura y por su entorno. Pero hay algo más grave aun.
–¿Más
grave, maestro?
–
Sí, mucho más grave: ya no me gusta leer.
–
¿Dice usted que ya no le gusta leer, maestro?
–
Tal como lo oyes. En un principio, cuando empecé a notar que no podía pasar de
las cuatro primeras páginas de un libro,
intenté analizar qué me pasaba, traté de vencerme a mi mismo y continuar
leyendo, pero poco a poco esa condición se fue tornando más y más aguda. En vano intenté superar esa extraña situación. Me repetía
hasta el cansancio que seguramente era algo pasajero, que un día volvería a mi
ese deseo insaciable por la lectura que me acompañó a lo largo de la vida. Pero fui inútil. Y un día, muy a pesar mío,
debí reconocerlo. Había perdido irremediablemente el gusto por la lectura. Ningún
libro concitaba ya mi interés.
Esa es la trágica verdad. Ningún libro me
interesa ya. No puedo pasar de las tres primeras páginas de ningún libro. Todo
me suena a la misma cantinela repetida intermitentemente a lo largo del tiempo.
No encuentro notas nuevas. No encuentro nuevos arpegios. Es más, creo que me he vuelto alérgico a la lectura,
muchacho. Esa es mi gran verdad. Soy un
hombre de letras que ya no lee. Que aborrece leer y que aborrece más aún el
ambiente literario.
–Sorprendente
esto que usted me cuenta, maestro. Increíble, diría yo. Estoy seguro que debe
ser una situación pasajera. Un estado especial de su espíritu, agobiado quizá
por tanto asedio mediático, por tantas actividades literarias.
–Convengo
en que sí, que quizá todo eso haya influido en este infinito cansancio, en lo
que no convengo es en que es algo pasajero. No. Sé que ya no volveré a
escribir y hace ya tiempo tuve la certeza
de que ya no volvería a leer nada. Si espera usted convertirse en un escritor,
señor Ayscarddy y me traía algo suyo para leer y comentar, ya sabe que no
será posible. He perdido la facultad de interesarme por un texto.
–Maestro,
estoy sinceramente consternado por lo que le pasa. ¿Me permite que le haga una
pregunta?
–Tienes
mi permiso.
–¿Cómo
se siente, maestro? Pienso que tiene que experimentar usted en estos momentos una
gran frustración.
–A
ver mi joven amigo, los halagos, homenajes, reuniones sociales y comentarios
elogiosos no valen ni siquiera un pensamiento de mi parte, todo eso no tiene
ningún valor para mi, pero perder el amor por la lectura si fue un poco
duro, Ayscarddi, como perder el corazón. A todo, sin embargo, se acaba acostumbrando uno. La vida da giros sorprendentes.
–Me
deja usted sin habla, maestro no me esperaba algo así. ¿Desea usted que publique
esta entrevista? No lo haré si usted no lo desea. Me siento halagado por haber sido parte de una confidencia tan
delicada y privada como esta.
–Nunca
me han interesado mucho los comentarios acerca de mi persona, pero en este momento me interesan menos todavía –replicó el escritor con gesto adusto dando
por terminada la entrevista– Dejo a su criterio, señor Ayscarddi lo que desee publicar.
El
escritor apretó un timbre y acudió de inmediato el empleado que hacía las veces
de mayordomo.
–James,
el señor Ayscarddi tiene mi autorización para llevarse de la biblioteca los
libros que desee. Ayúdale a transportarlos a su automóvil. Hasta la vista,
amigo periodista, tal vez le interese saber
que esta que hemos tenido, será mi última entrevista.
–Me
asusta usted, maestro.
–No hay motivo para eso, muchacho. Será la última porque el personaje que viniste a entrevistar, ya no existe.
–Recuerda – le repite– no importa que tanto te guste escribir, no te olvides de vivir.
Y sin prestar ya atención a lo que ocurre a su alrededor, vuelve a sumergirse por
completo en su programa favorito de televisión.
Lorenzo
Ayscarddi se marcha de la lujosa residencia con el corazón rebosante y los
brazos cargados de libros de un valor para él inestimable. Está contento. Fue
una entrevista corta, pero sorprendente. Muy sorprendente.
En medio de su
euforia, el rostro surcado de arrugas del anciano escritor y sus palabras de despedida
vuelven de pronto a su mente. Un pensamiento le asalta: ¿estará quizá el maestro pensando
en suicidarse? No le extrañaría. Su vida ahora no parece tener objetivo. Si así
fuera no se perdonaría no haber hecho algo para disuadirlo. Su alegría se empaña. Su corazón ya no
palpita de contento. Con un profundo suspiro se dirige al periódico.
Entretanto, al interior de la residencia el escritor se arrellana en su silla para observar
cómodamente una película de aventuras.
–James
– dice a su empleado que se encuentra sentado a su lado– pide que nos envíen una pizza
grande a domicilio y un tarro de helado de chocolate; conversar con ese joven reportero me abrió el apetito. Es un buen chico, me cayó bien. Ojalá no cometa los mismos errores que yo. Esta noche hay una excelente programación. Creo que me acostaré tarde. Y mañana, apréstate para que
demos un largo paseo por la campiña. Deseo visitar aquellas amigas tuyas tan divertidas. Después de todo, la vida es bella.
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