LA ESENCIA
Era la víspera de Navidad y las calles estaban congestionadas
y bulliciosas. Sorteando el tránsito y los peatones Oderay llegó hasta la
barriada suburbana. Disminuyó la marcha del vehículo y fue buscando con
atención la dirección exacta. Estaba ansiosa.
Aquella mañana, se había levantado con el apremiante deseo de
organizar su apartamento y sobre todo, de poner en orden el aparatoso tsunami de papeles acumulados encima
de su escritorio. Sin contemplaciones y sin
meditarlo dos veces, fue botando agendas, cuadernos repletos de
citas y apuntes, recibos, recortes de periódico, fotografías, artículos…
De pronto, se topó con una vieja libreta de teléfonos que hacía
tiempo había perdido de vista. Su primer impulso fue echarla también sin
titubear en la bolsa de reciclaje, pero cuando iba a hacerlo, experimentó
un apremiante deseo por volver a recorrer sus páginas. Estaba ya un
tanto cansada y aprovechó para hacer un
alto en su labor y echarle una ojeada.
Ante sus ojos fueron desfilando una heterogénea variedad de
nombres cada uno con un recuerdo diferente. Pensativa y nostálgica llegó a la
letra zeta. Había allí muy pocos nombres y estaba ya por lanzar la
libreta a la funda de basura, cuando de improviso sus ojos se toparon con un
nombre que ya creía olvidado: Alberto Zaldívar. Los recuerdos inundaron su mente.
Quince años atrás habían compartido un taller sobre
meditación y espiritualidad dictado por un reconocido maestro hindú
radicado momentáneamente en el país.
Adrián, era un joven atractivo e inteligente aunque a su parecer, un tanto introvertido y enigmático. Por aquellos días, trabajaba como
ingeniero biológico en un laboratorio de renombre. Cuando se reunían
antes de ingresar al salón de meditación, solía hablarle con entusiasmo
de los descubrimientos que realizaba constantemente en su trabajo.
A
Oderay siempre le pareció que su conocimiento y entusiasmo estaban
desaprovechados al trabajar en un país tercermundista que pocas oportunidades podía
brindarle para desarrollar sus hallazgos.
El taller que compartió con él duró un año. Aunque esa
forma de encontrar la serenidad a través de la respiración se quedaría
profundamente arraigada en la vida y costumbres de Oderay, la joven no podía menos que admirar el estado de total abstracción en el que se sumergía
Adrián en cada una de las sesiones. Realmente su compañero vivía a través de la
meditación una profunda y al parecer, muy placentera experiencia.
Lo de ella era la ejecución superficial de una técnica milenaria, algo a lo que había acudido para contrarrestar el estrés de la vida
cotidiana, pero en Adrián ese aprendizaje fue el hallazgo de algo
trascendental, un camino y una filosofía a seguir por el resto de su vida.
Al terminar el taller todos los participantes anotaron sus
respectivos teléfonos y se despidieron con la misma efusividad con
la que se despiden unos de otros los viajeros que han compartido un viaje
de turismo, manifestando con entusiasmo el deseo de volver a verse pronto
y continuar por siempre su naciente amistad. Vale acotar, que tal como suele ocurrir con los compañeros de
viaje, Oderay no volvió a encontrarse ni comunicarse con ninguno de los participantes
en dicho curso.
Entre Adrián y ella por lo contrario había surgido una sincera amistad. Al
despedirse, el joven le manifestó su
deseo de abandonarlo todo y marcharse con rumbo a la India y al Tibet a fin de continuar allí el camino espiritual que había
iniciado.
–¡A la India! ¡Al Tibet!
¿Lo has pensado bien Adrián? ¿Y tu trabajo, y tu futuro?
–Sí, no creas, yo también he pensado en todo eso con un poco de
temor pero este deseo es más fuerte que mis dudas. Estoy decidido. Voy en busca
de mi verdad, quiero encontrar el sentido de la existencia, la esencia de la
vida. Nada aquí me llena ya. Percibo que hay algo que debo descubrir. Y es
allá, en esos lugares remotos donde pienso que lo encontraré.
Se despidieron con un abrazo deseándose suerte. Aunque solo se
encontraban en el taller durante las sesiones de meditación, habían simpatizado
mucho.
–Te escribiré –le dijo Adrián al despedirse– Sabrás si al fin
encuentro lo que busco. Te lo prometo.
– Espero que cumplas tu promesa– replicó Oderay sonriendo y moviendo su cabeza como diciéndole:
“¡Qué loco estás!”.
No volvieron a verse, pero cada año, durante la temporada
navideña, Oderay recibía una tarjeta
de Adrián con mensajes enigmáticos y escuetos: “Descubriendo lo
incognosible”. “Por fin, uno con el todo”.
“Adentrándome en la esencia”.
“Sí, pensaba al
recibir esos mensajes, “Adrián al final se salió con la suya. Anda por esos
lejanos lugares profundizando en prácticas milenarias y paseando su mente
por quién sabe cuántos laberintos”.
Hacía ya dos años sin embargo que no había vuelto a tener
noticias suyas. Inmersa en su trajín cotidiano, su recuerdo pasó a ser cada
vez más esporádico hasta esa mañana al encontrar su nombre en la vieja
libreta de teléfonos.
Los recuerdos habían tornado a su mente. Sentía el apremiante
impulso de volver a hablar con su amigo. Algo que había aprendido en sus encuentros
con las filosofías orientales era que para un efecto existe siempre una
causalidad. Que todo ocurre por algo aunque al principio no lo percibamos. Por
algún motivo había vuelto a recordar a Adrián. "Sí, se decía, por algún motivo he vuelto a recordarlo".
Sabía que era inútil, que él estaba muy lejos, que su número de teléfono seguro ya no
existía y que nadie respondería a su llamado, y sin embargo, pulsó con emoción
cada uno de los números.
El teléfono repicó varias veces, y cuando ya se aprestaba a
colgar, consciente de lo absurdo de esa llamada, una voz le respondió al otro lado de la línea:
–¿Sí?
A pesar del tiempo transcurrido y aunque la voz se sentía
lejana, a Oderay le pareció reconocerla, ¡era Adrián!
–¡Adrián, eres tú? – preguntó eufórica.
Silencio.
–¡Adrián, eres tú? –repitió inquieta.
–Sí, soy yo –contestó la misma voz.
–¡Qué gusto Adrián! ¿Cómo estás?¡Qué ha sido de tu vida?
–Es difícil de explicar. No lo entenderías.
–¡Vaya, gracias. Bonito favor le haces a mi inteligencia!
–Hay realidades demasiado profundas, algún día tú también las
conocerás.
–Podrías explicármelas, ¿no crees? Oye, ¿cuánto tiempo te vas a
quedar aquí? Me gustaría verte. Mañana es Navidad, ¿por qué no vienes a
cenar conmigo?
–Mañana comprenderás que eso es imposible. Debo continuar mi
viaje, amiga. Es un viaje largo y falta todavía un buen trecho. Has tenido
siempre un sitio en mi pensamiento. A tu lado me inicié en lo que transformó mi
vida.
–Dime al menos, si estás bien, si al final encontraste lo que
tanto buscabas.
–No podría estar mejor. Y sí,
amiga, lo encontré: la esencia es el amor. Ahora, adiós.
–¡Pero por favor, no te
vayas, así! ¡Adrián, Adrián! ¿estás
allí?
Pero ya nadie contestó.
Esa llamada la dejó sumamente
inquieta. Todo lo que habían hablado le parecía extraño. Y luego, esa despedida
tan abrupta. Oderay estaba realmente intrigada. Buscó la vieja libreta y sí,
allí al lado del teléfono estaba la dirección de Adrián. Alguna vez, mientras
compartían el taller, lo había acercado a su casa en su automóvil. Vagamente
recordaba donde era. Por un momento
pensó que quizá era mejor dejar todo así, pero era terca y estaba obstinada en
volver a ver a su amigo. Adrián no podría negarse a recibirla.
Y allí estaba ahora. Frente a la residencia de Adrián. Era aquel
un barrio de casas pequeñas y modestas todas muy similares aunque la de su amigo se veía
un tanto más abandonada que las otras. Después de estacionar su automóvil tocó a la puerta.
–¿Sí, quién es? – preguntó desde adentro una voz de mujer.
–Por favor –contestó la joven. Quisiera ver a Adrián, puede decirle si es tan amable que su amiga
Oderay está aquí?
–
La puerta se abrió y en el umbral apareció una mujer de mediana
edad, de aspecto desapacible.
–¿Qué Adrián? – preguntó con gesto entre sorprendido y
disgustado.
–Adrián Alberto Zaldívar, señora, ¿ es usted pariente?
–Soy su tía. ¿Para qué lo busca?
–Quiero darle un saludo por Navidad. Fuimos compañeros en un
taller hace años y esta mañana me dijo que no iba a quedarse mucho tiempo acá,
por eso quiero verlo antes de que se vaya.
–¿Está usted burlándose de mi? ¿Cómo que esta mañana habló con
él?
–No sé por qué piensa usted eso, señora.
–Porque Adrián falleció hace ya un año. Murió en un lugar remoto
del Tibet, sufrió un ataque al corazón. Nos dijeron que eso le ocurrió mientras
realizaba una de sus profundas y cada vez más largas meditaciones.
¡Oiga, señorita ¿Qué le pasa? ¿Le ocurre algo?
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