A mi único deseo
Leonor Fernández Riva
Mientras saborea
un té caliente, al abrigo del acogedor café del hotel, Lizeth
reflexiona sobre ese viaje que ya termina. La brisa gélida, que
poco a poco ha ido reemplazando al sofocante verano, permite entrever la
crudeza del invierno que dentro de pocos días se apoderará de la urbe por
largos e interminables meses. Experimenta un gran alivio al pensar que para
entonces ya no estará allí.
Ha llegado el
momento de decir adiós para siempre a esa civilización
magnífica, pero agotada, donde todo está hecho, donde ya no queda
espacio para la imaginación ni la aventura, y donde se le antoja que solo
envejecer tiene sentido. Se despide en su mente de las bellas avenidas, de las
plazas, de las galerías, del histórico arco, de la famosa torre, de los
museos, los palacios y los parques y hasta del bello cementerio. De tantas
cosas bellas y admirables, pero ajenas y distantes a su entorno y a su vida. La
mañana siguiente tomará el vuelo de regreso y sabe que tal vez nunca
volverá. Ese viaje ha sido algo excepcional en su vida. Demasiado costoso para
su limitado presupuesto.
.
Disimuladamente
observa a quienes la rodean: mujeres atractivas y elegantes similares a
maniquíes, ancianas muy delgadas que ingenuamente tratan de ocultar bajo capas
de maquillaje el paso inclemente de los años, otras, demasiado
extravagantes para su gusto; todas, frías, inescrutables, extrañas.
De pronto, el
barman le avisa que tiene una llamada. Es Indiana, la chica nicaragüense
que la ha guiado en sus recorridos por la ciudad.
–Lizeth ¿cómo
está? ¿Descansó en su día libre?
–Un poco, sí.
Gracias Indiana.
–Vea, Lizeth, ¿qué le parece
si mañana en vez de quedarnos en un café esperando la hora de su vuelo, nos
vamos al museo Cluny que queda a pocas cuadras de su hotel. Allí se
exhiben cosas de la Edad Media y algunos tapices que a mi, le soy sincera,
nunca me han llamado mucho la atención, pero de pronto a usted si le van
a gustar.
–¿Usted cree,
Indiana? Le cuento que ya estoy saturada de museos y de antigüedades.
– En los viajes nunca se sabe
qué nos va a causar más impresión. Pero como le digo, Lizeth, nada pierde
con ir, y de esa manera hacemos tiempo hasta que llegue la hora de ir al
aeropuerto. Convendrá conmigo en que es mejor que quedarse en el hotel o en un
café. Anímese, a lo mejor le resulta interesante.
Y así fue, en
efecto. Nada de lo que había visto en todos los lugares que visitó la había
conmovido tanto. El museo Cluny estaba situado en la Plaza Paul Painlevé del
barrio Latino, en un palacio de corte medieval
y corredores laberínticos y sombríos. En una de las salas se
exhibían los tapices conocidos como La dama y el unicornio, tapices
con un origen misterioso que no había podido ser desentrañado por los
estudiosos. La frase “a mi único deseo”, escrita en uno de ellos, era también
un enigma. Desde el primer momento, Lizeth experimentó una
atracción invencible por esas imágenes. Algo en la joven dama de aquel tapiz en
especial se le hacía conocido. ¡Y el unicornio! ¡Qué ser tan encantador!
La sala en la que se exhibían tenía al centro un sofá redondo para quienes quisieran observarlos cómodamente sentados. Y allí, Lizeth dejó pasar las horas como hipnotizada. Su guía estaba feliz y sorprendida, pero al ver que el tiempo transcurría sin que Lizeth diera muestras de terminar su visita al museo, se preocupó.
La sala en la que se exhibían tenía al centro un sofá redondo para quienes quisieran observarlos cómodamente sentados. Y allí, Lizeth dejó pasar las horas como hipnotizada. Su guía estaba feliz y sorprendida, pero al ver que el tiempo transcurría sin que Lizeth diera muestras de terminar su visita al museo, se preocupó.
–Lizeth, ya es
casi mediodía y su vuelo es a las cuatro de la tarde. Creo que debe regresar al
hotel a recoger su maleta.
Como despertando
de un sueño, Lizeth miró su reloj.
-¿Tan tarde es?
No sé qué me pasó, Indiana. No me di cuenta de la hora.
Sí, no supo
explicarse qué le pasó aquella mañana, como no supo tampoco explicarse
por qué esa noche, y luego de su regreso, siguió teniendo cada
noche el mismo sueño. Un sueño en el que se veía caminando
por calles estrechas y empedradas, con edificaciones de colores vistosos
y jardineras llenas de flores; calles que no parecían llevar a ninguna parte. Y
en otros, por playas desiertas interminables, paradisíacas. El unicornio
aparecía de pronto y la miraba como invitándola a seguirlo. La
sensación, sin embargo, no era de temor o aprehensión, sino de
inmensa alegría y plenitud. La escena que había visto en el tapiz la
perseguía. Sentía que conocía a los personajes. Anhelaba volver a verlos.
Cuando tuvo el
sueño por tercera vez, Lizeth sintió la imperiosa necesidad de buscar
información acerca de aquellos maravillosos tapices y sobre todo, del
unicornio; aquel ser fabuloso que tanto la atraía. Supo entonces que
el origen de esa obra de arte era todo un misterio; como era también
un misterio el nombre de la dama que aparecía al lado del unicornio.
Se enteró además
de que la primera referencia conocida respecto al unicornio se encontró
en la India, en las pinturas rupestres de una cultura desconocida, en
donde al lado de las figuras de otros animales aparecía la suya, algo por
demás intrigante ya que esa cultura no tenía religión conocida ni
representaba en sus dibujos animales míticos, por lo que se
descartó que las figuras de los unicornios representaran dioses de su
mitología. La otra referencia la encontró en las memorias del historiador
griego Ctesias, del
siglo V aC, quien durante una de sus expediciones a la India describió al
unicornio como un animal salvaje con la apariencia de un
caballo, pero con el cuerpo albo, la cabeza púrpura con un cuerno
largo y recto, y ojos de color azul intenso.
El de sus sueños
era completamente albo, de una belleza singular. “¿Habrá existido
realmente alguna vez algo tan bello?”, se preguntaba. "Esa creencia
no podía ser solo una leyenda. Y aunque lo fuera, siempre había creído
que la leyenda resultaba ser en muchas ocasiones solo la
coquetería de la historia. Seguramente algo de verdad habría en aquella
creencia.
Cada
mañana despertaba con la certeza de haber vivido en medio de sus sueños una
emocionante aventura. Un sueño del que no quería despertar. En él
aparecía siempre la figura singular del unicornio y la mirada
penetrante de sus ojos azules. Tenía la impresión de que la invitaba
a seguirlo, pero siempre, en el momento en que ella intentaba hacerlo,
despertaba para encontrarse con una realidad de la que cada día se
sentía más ajena.
Sabía que
aquella obsesión le estaba causando problemas en su vida cotidiana. En el
pequeño negocio en el que laboraba como cajera, había tenido ya
varios olvidos que le representaban pérdidas de dinero y llamados de
atención de su jefe, el dueño de la empresa.
Una tarde,
durante el trayecto a su casa, Lizeth iba distraída
pensando en todo lo que le había ocurrido desde su regreso de
Europa. La imagen del tapiz representando a la joven dama y al
unicornio en actitud de reverencia no la abandonaba. Por alguna
circunstancia que no podía explicarse, la suya era ahora una existencia entre
dos mundos: el de sus sueños y el de su rutinaria vida.
El bus a
esa hora de la tarde iba completamente lleno. Con suerte logró conseguir un
puesto frente a la ventanilla. Ante sus ojos veía pasar fugazmente las estampas
de la ciudad que en las postrimerías de la tarde empezaba a iluminarse; cientos
de transeúntes se encaminaban ligeros a su descanso nocturno.
De pronto, en un
portal, Lizeth creyó ver aquella figura tan conocida. Ahogó una
exclamación; nadie a su alrededor sin embargo, parecía haber
observado algo raro. Se levantó de inmediato y pidió al chófer
detenerse en la estación próxima.
Ansiosa, se
encaminó hacia el portal en donde había visto la aparición. La
edificación parecía abandonada. El portal de madera maciza, estaba
entreabierto. Lo empujó, y ante su vista asombrada apareció un
hermoso patio poblado de frondosos árboles y flores. Bajo
uno de aquellos árboles se encontraba un grupo de mujeres tejiendo unos
tapices, y a su lado la bella figura del unicornio. Algo insólito y
arrobador, como la imagen de una pintura.
Titubeó por unos momentos sin decidir a acercarse, pero una fuerza extraña la impelía a hacerlo. Al aproximarse escuchó que una de aquellas mujeres decía:
Titubeó por unos momentos sin decidir a acercarse, pero una fuerza extraña la impelía a hacerlo. Al aproximarse escuchó que una de aquellas mujeres decía:
“No, no es
tiempo todavía, ella aún tiene otros deseos, no podríamos conservarla”.
Lizeth trató de observar las imágenes bordadas en los tapices, pero estaban inconclusas y no se percibían con claridad. Llevada por un impulso tomó un pedazo de la seda con la que realizaban el bordado, y de inmediato las mujeres y el unicornio se tornaron borrosos y desaparecieron rápidamente de su vista.
Desesperada,
trató de ver hacia dónde habían ido y entonces escuchó que una persona a su
lado le decía:
-Señorita,
¿por qué no se va mejor a dormir a su casa?
- Perdone si lo
he molestado – atinó a decir al compañero de puesto sobre quien se había caído
sin darse cuenta.
“Ha sido solo
otro de mis sueños”, pensó decepcionada.
Pero no supo
explicarse por qué tenía férreamente agarrado en su mano
un pedazo de una cinta muy fina, aunque lo atribuyó a algo ocurrido
en medio de su inconsciencia.
Desde
aquel día no volvió a tener ese
sueño, aunque siguió sintiendo por el unicornio y la
dama, la misma obsesión.
Y el tiempo
pasó. Su cabello se fue tornando blanco, sus pasos lentos, sus ojos
tristes. Nunca volvió a viajar. Sus escasos recursos no se lo
permitían. Se jubiló, y en sus largas horas de ocio y soledad se
dedicó a dibujar aquellas figuras que tanta ensoñación habían brindado a su
vida.
Una noche, en la
que se sentía especialmente cansada, se recogió en su dormitorio muy temprano.
Experimentaba un agotamiento que tenía mucho de frustración, de
desencanto. Había pasado la mitad de su vida aguardando un sueño.
Esa
noche, sin embargo, cuando ya no lo esperaba, volvió a
soñar. En su sueño se encontraba en una playa de arena blanquísima, y ella
era joven y llena de vida. Presa de
una emoción indescriptible, corría feliz
hacia la luz distante.
Al llegar, observó con alegría al mismo grupo de mujeres que tiempo atrás vio bordando tapices, y a su lado, más bello y mágico que nunca, al unicornio de sus sueños.
Al llegar, observó con alegría al mismo grupo de mujeres que tiempo atrás vio bordando tapices, y a su lado, más bello y mágico que nunca, al unicornio de sus sueños.
Esta vez, una de
ellas la invitó a acercarse y cuando estuvo a su lado le preguntó
con dulzura:
—Si te diéramos
a escoger entre volver a tu realidad y continuar por siempre con
nosotros, ¿qué escogerías?
Lizeth pensó en
su vida, en la ilusión y arrobamiento que aquellos personajes, y
sobre todo el unicornio, habían brindado a su opaca existencia, y
contestó:
-¡A mi único
deseo!
Al tiempo que la figura juvenil de
Lizeth quedaba plasmaba para siempre en el tapiz, su cuerpo
cansado y envejecido se difuminaba para siempre en la arena del tiempo.