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jueves, 15 de noviembre de 2012

La impresión inolvidable







libros


La impresión inolvidable

Leonor Fernández Riva

 Para ser completamente fieles a la verdad hay que reconocer que  las cosas no se dieron  de una forma repentina o inesperada. Todo lo contrario. Fueron ocurriendo de  manera casi imperceptible, a través de los años. 

De un momento a otro,  sin embargo,  esa realidad se tornó evidente. La gente, ya no leía, y como consecuencia,  de forma también paulatina pero constante, los libros fueron dejando  de publicarse.

El que la gente no leyera era  algo  por demás previsible,  la televisión, el cine, la computación, el internet habían hecho lo suyo. Había demasiadas distracciones como para perder el tiempo con un libro por interesante que este fuera. Este  comportamiento hacia la lectura no parecía concitar la preocupación de nadie  y menos aún el  comentario de los columnistas de moda enfrascados en las noticias políticas y de farándula, si bien sus efectos empezaron a afectar también la circulación de los  grandes periódicos y revistas en las que ellos trabajaban.

En resumen, a nadie le importaba que la industria del libro fuera muriendo ni  que la lectura se hubiera ido transformando en un hobby raro y elitista,  relegado a  unos cuantos bichos raros, personas de edad o coleccionistas. 

 Para Benigna Rocafuerte, sin embargo, esta circunstancia tenía mucha trascendencia. Dirigía una empresa gráfica que precisamente había forjado  su prestigio con base en los libros que editaban en la región. El libro había sido el consentido  de esa empresa a través de su historia. Los equipos, las oficinas,  las diferentes secciones de producción  y hasta los mismos operarios habían sido concebidos  y contratados pensando precisamente en ese producto editorial.

Benigna Rocafuerte tenía sus propias conjeturas acerca de lo que estaba sucediendo. Ella recordaba muy bien que cuando de niña empezó a interesarse por la lectura, le encantaron los cuentos e historias que venían ilustrados con profusión de láminas e imágenes. Esa etapa de sus preferencias literarias se prolongó por un periodo más o menos largo hasta que de pronto, un día, empezó a notar que ya no necesitaba de láminas para recrear los personajes de las obras que leía. Es más, las láminas la molestaban pues era su imaginación la que recreaba en su mente los personajes y no requería ayudas visuales para lograrlo. El texto sobrio y escueto de los libros fue desde ese momento para ella el mayor atractivo.  “Ahora, reflexionaba Benigna, es como si las cosas hubieran dado un giro de 360 grados. Los lectores, adictos ya por la televisión, las películas y el internet a las imágenes y al movimiento, han vuelto a preferir los textos  adornados con imágenes y  con todas las ayudas de la tecnología.  Su imaginación se ha tornado perezosa, su concentración, casi nula, esperan  conocer el libro de moda, el bestseller  de la forma más fácil y rápida posible;  desean enterarse de su contenido con el menor esfuerzo de su parte, casi por ósmosis.  Han perdido el secreto deleite de palpar y percibir el papel, de pasar las páginas de un libro, de sentir su cálida presencia”.

Benigna sabía sin embargo, que el hecho de que su empresa gráfica estuviera situada en un país del tercer mundo, era hasta cierto punto  una  ventaja  ya que estas nuevas  tecnologías demorarían un poco más  que en los países desarrollados en ser acogidas por el grueso de la población.  No obstante,  no podía apartar de su mente la preocupación por el futuro. Si las cosas seguían así, en unos pocos años, su empresa entraría a formar parte de la historia.

Un día,  se encontraba almorzando sola en un restaurante y mientras llegaba su pedido, paseó su vista  por el entorno como solía hacerlo siempre, y entonces cayó en la cuenta de  algo que había visto cotidianamente pero que antes no le había despertado ningún interés: la mayor parte de los comensales acompañaban sus platos con Coca-Cola. Era esta sin duda la  bebida más popular y la  que, a pesar de las críticas y de las advertencias médicas acerca de sus malsanos efectos sobre el organismo, continuaba reinando en las preferencias del público. No pudo menos que reflexionar  en la gran perspicacia y originalidad que tuvo su creador al producir no solo una bebida de un gusto excepcional por esa combinación de sabor y de gas cuidadosamente dosificados,  única en su momento y adoptada luego por todas las otras bebidas artificiales,  sino también por la incorporación de un ingrediente secreto que la hizo adictiva para quienes algún día la saboreaban. Sí. Aquel hombre sobresaliente supo crear un producto único y adictivo. Una gaseosa sin competencia.  Una idea ciento por ciento exitosa.

Benigna salió del restaurante con esa idea en la cabeza y ese pensamiento la siguió rondando toda la noche. Al día siguiente  se comunicó muy temprano con su gran amigo Carl Berger, un ingeniero químico suizo radicado en el país y le comunicó su idea.

–Quiero que me ayudes a fabricar un aditivo que pueda ser incorporado a la tinta de impresión de mis libros y que produzca en los lectores un interés especial  por continuar leyéndolos hasta su última página.

-Querida, me estás pidiendo que descubra la piedra filosofal.– bromeó Carl, pero al ver la expresión profundamente seria de su amiga –añadió– Vamos  a ver. ¿Cómo has pensado tú que podemos realizar ese prodigio?

–Eso, tienes que decírmelo tú –replicó Benigna– . Yo sólo sé que tengo que hacerlo o cerrar mi empresa a la vuelta de muy poco tiempo. Sin embargo, he pensado que podemos trabajar en algo parecido al olor de la felicidad.

–¡Ah,  qué bien! Y por lo visto lo tienes muy bien identificado.

–Creo que sí, aunque es un tanto complejo Me parece que está compuesto, por el sutil olor de las feromonas, el olor a bebé, el sudor de nuestro hombre, los olores de nuestra niñez , la humedad del amor, la fragancia de algunas flores, el olor de la yerba recién cortada,  el olor de la noche después de un día de lluvia, la leña quemándose  en la chimenea, el  sutil aroma del incienso en una ceremonia religiosa, la ropa recién planchada, el pan acabado de hornear,  la cocina de nuestra madre... Creo que el aroma de la felicidad tiene mucho que ver con la nostalgia, algo mágico y a la vez natural que todos llevamos en el corazón, en la mente y en nuestros sentidos.

–Vaya, trabajito que me encargas, Benigna –Pero me has tentado de forma irresistible. Este, por lo absurdo, es un reto difícil de rechazar. Me pondré inmediatamente en la tarea.

–Sé que lo conseguirás porque más que un químico, eres un  brujo, querido Carl. Y ahora, para celebrar desde ya tus resultados,  te invito a tomar una copa de  Hennesy, un cognac delicioso que me han traído directamente de París.  Percibe su aroma. Creo que tal vez también deberías incorporarlo  en tu preparación  –bromeó Benigna.

 Pasaron tres meses luego de este encuentro y de manera por demás extraña para Benigna, no volvió a tener noticias de su amigo.  Su teléfono no contestaba y tal parecía que en su apartamento no había nadie. Su ausencia y su silencio la  inquietaron  pero los atribuyó a uno de sus habituales viajes a Europa.

Una tarde en la que Benigna se encontraba enfrascada en analizar la situación de la empresa, preocupante en extremo por los costos crecientes y la disminución cada día más evidente de las publicaciones, recibió la sorprendente llamada de Carl.

-–Eureka, querida! ¡Eureka! Te tengo buenas noticias. Necesito verte.

–¡De inmediato! –contestó Benigna, emocionada,  y presa de excitación acordó verse
con él en su apartamento esa misma tarde.

Cuando se encontraron, Benigna no podía disimular su ansiedad por conocer la experiencia y los resultados de su amigo.

–Me has tenido en ascuas todo este tiempo. ¿Cuáles son esas noticias que me tienes?

–Tranquila, Benigna. Sé que te devora la ansiedad pero debes guardar la calma. Antes que nada quiero hablarte de la serie de ecuaciones y operaciones matemáticas que he debido hacer para llegar a filtrar esa sustancia aditiva. En este folleto titulado La esencia filosofal de las ecuaciones terminadas en números primos puedes apreciar algo de lo que ha sido esta experiencia. Anda, dale un vistazo.

–Estás loco si piensas que voy a perder mi tiempo leyendo  cosas técnicas en un momento como este. Lo que quiero es saber de tu propia boca lo que tienes que contarme.

–De acuerdo, Benigna, pero si no lees los dos primeros párrafos de este folleto no vas a poder entender nada. Anda, dame gusto.

–Está bien –refunfuño Benigna de mala gana.

–¿Cómo, te ha parecido, querida? –intervino Carl luego de veinte minutos .

–No me interrumpas –replicó, Benigna. –Esto es lo  más interesante que he leído en mucho tiempo. Bien guardado te lo tenías, Carl.  El mundo de las matemáticas encierra en verdad todo un universo de posibilidades.

–Sé que deseas seguir leyéndolo, pero te ruego  lo dejes un momento. En ese interés tuyo esta la respuesta a tu ansiedad. Sí, querida Benigna, ese folleto ha sido impreso con la tinta de la felicidad.

–¿Es posible, Carl? Ciertamente lo he leído con deleite. Me ha costado dejarlo. Es como si hubiera descubierto escondida en él la poesía de los números.

–Esa es  precisamente la sensación que se tiene al leer un texto escrito con esta tinta. No sé bien en qué consiste la magia, si en la adición a seguir leyendo hasta el final o en esa profunda  percepción  y comprensión  que sentimos ante  cualquier texto por difícil o mal escrito que este sea.  La tinta es incondicional, embellece y magnifica cualquier texto.

–¡Sabía que eras capaz de lograrlo!  ¿Cómo lo has hecho, Carl?

–No ha sido fácil, querida, nada fácil. Solo puedo decirte que tu  amigo se ha convertido en alquimista. Ni más ni menos.  Todo este tiempo estuve recluido en el convento de unos monjes  capuchinos que me permitieron utilizar su laboratorio, y fue allí, donde luego de muchos descalabros, encontré por fin el elixir de la felicidad como lo he llamado. Por cierto, no tiene un olor agradable, pero de forma misteriosa al adicionarlo a la tinta de imprenta, logra ese efecto subyugador del que es difícil abstraerse.

–¿No perjudica la adición de esa sustancia la calidad de la tinta?

–No, querida. Este elixir  se amalgama sorprendentemente bien a la tinta de imprenta mejorando incluso su textura y sus propiedades.

Un abrazo pletórico de emoción y de alegría selló ese momento de realización entre Carl Berger y Benigna Rocafuerte.

El primer libro publicado con la adición del elíxir de la felicidad fue  el antiguo tratado del pastor Lesser titulado La teología de los insectos, un  libro muy apreciado por los enciclopedistas franceses pero absolutamente  árido para el común de los mortales. A la primera semana de publicado fue notorio que era  leído con fruición por  una gran cantidad de personas y no solo en sus casas sino también  en los autobuses, en las filas de los bancos, en las oficinas, en los parques. Y otro tanto  aconteció poco después con Los Comentarios a Aristóteles de Tomás de Aquino. Dos obras escogidas con especial cuidado por Benigna para comprobar los reales efectos del élixir.

 Como quedó ampliamente demostrado, el élixir de la felicidad pasó la prueba con honores.

 Y desde ese instante, empezó una nueva era para la empresa gráfica de Benigna Rocafuerte. Las prensas no descansaban. Los autores se disputaban el turno para ser atendidos. Por alguna razón que no alcanzaban a entender, libro publicado en esa  empresa gráfica, libro que  alcanzaba un rotundo éxito. No obstante, y  por algún factor que nadie tampoco podía explicarse, ese éxito no se replicaba en internet en donde casi siempre la acogida a la misma obra era efímera.

Pero Benigna Rocafuerte y el suizo Carl Berger,  que con el paso del tiempo llegó a convertirse en su esposo, no eran ambiciosos. El éxito que habían alcanzado en su empresa gráfica  era suficiente para ellos,  pues,  por inusitado que parezca, nunca se habían forjado mayores expectativas económicas.  Lo único que Benigna deseaba  era mantener vigente en el tiempo la empresa fundada por su padre. Una empresa que tenía como base el papel y  la tinta de imprenta; esa misma tinta con la que ella,  ahora,  estaba imprimiendo su éxito.

 Fue  esa una época de gran riqueza intelectual para la comarca. La gente volvió a leer con fruición, con apasionamiento. La televisión y hasta el internet, fueron relegados a segundo plano. El libro había vuelto a recobrar el encanto de épocas pasadas.  Los textos  circulaban de mano en mano. La región empezó a ser conocida en el mundo como algo excepcional. Un lugar donde los libros no pasaban de moda, sino todo lo contrario. Nadie  en la región y aún en el exterior quiso ya volver a editar sus obras en otra imprenta; era sabido que por alguna extraña circunstancia solo en la empresa de Benigna, los autores tenían el éxito asegurado. 

Y el tiempo fue pasando. Los años se sucedieron pausados e inexorables. Una tarde en la que sentada en la confortable salita de su  apartamento la pareja  se encontraba  -como no podía ser de otra manera-,    enfrascada en  la lectura, Benigna le formuló a Carl una pregunta acerca de algo que la inquietaba desde hacía un tiempo.


–Carl, nos hemos ido haciendo viejos y hay algo que me atormenta. Pienso que hemos sido egoístas al no compartir nuestro secreto. ¿No crees que antes de morir deberíamos comunicar al resto del mundo  el éxito que hemos alcanzado con el  elixir de la felicidad  y  permitir que este descubrimiento sea conocido y disfrutado por otras personas?  ¿Qué piensas, tú, Carl?



–Querida, esa misma pregunta que me haces ahora me la he estado haciendo yo mismo durante mucho tiempo.  Sí. Creo que hemos sido egoístas al no compartir nuestro secreto. 



–Qué bueno, Carl, que los dos estemos de acuerdo en algo tan importante. Empecemos pues a planear la forma de comunicarlo. Ya sabes que nunca me ha importado el dinero y menos ahora que ya estamos viejos. No se trata pues de eso, pero debemos pensar bien cómo vamos a trasmitir nuestro secreto porque al conocer los efectos del élixir algunas personas hasta sentirían que fueron utilizadas y  el resultado  podría llegar  a ser contraproducente tanto para la lectura como  para los libros.



–Tienes, razón, querida. Sí. Tenemos que ser muy cuidadosos –replicó Carl con ternura y añadió– Ya sabes lo difícil que es extraer unos pocos decilitros del elixir. Voy a ponerme en la tarea para que podamos tener de él una existencia que nos garantice su demostración.



Pero la propuesta de Benigna había llegado demasiado tarde. Carl solo alcanzó a preparar dos litros del élixir que Benigna, con unción casi religiosa, conservó en una  botella de cristal. Desde hacía ya un tiempo, Carl había empezado a olvidarse de todo. El implacable alzheimer había ido poco a poco  apoderándose de su cerebro y en los meses siguientes no solo olvidó la prodigiosa fórmula sino también el sitio donde reposaban los manuscritos que la contenían.  Su mal ya ni siquiera le permitió volver a entrar al laboratorio; era demasiado peligroso para él trajinar con ácidos y probetas. 




Falleció poco tiempo después. Se fue  serenamente en medio de su extravío,  dos años  antes de que Benigna encontrará  también la muerte al intentar alcanzar  de lo alto de la biblioteca uno de los primeros títulos impresos por ella con el elixir de la felicidad. Al caer de la escalera sufrió un golpe en el cráneo que fue lo que le costó la vida. A su lado quedó el libro causante involuntario de su tragedia.


Para todos fue sorprendente que la empleada  que la encontró muerta y levantó el libro para hojearlo, aguardara la llegada de las autoridades enfrascada en los complicados comentarios de Tomás de Aquino que a ojos vista no podía dejar de leer.

Cuando se hizo la limpieza del apartamento para entregar sus bienes a la beneficencia, ya que ninguno de los dos tenía parientes cercanos, una de las personas encargadas  de realizar esta labor se topó con un gran frasco de cristal que parecía  contener en su interior un aceite particular. Cuando lo destaparon para percibirlo la exclamación fue unánime:

–¡Qué asco! ¡Quién sabe qué inmundicia guardaban aquí estos ancianos! Era una pareja muy excéntrica. No pierdan tiempo, ¡Boten eso en el desagüe!

Y así lo hicieron.

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sábado, 10 de noviembre de 2012

Cosas de la vida





Leonor María Fernández Riva
Su corazón estaba palpitante; el deseo, el anhelo imperioso de volver a verlo la dominaba. La noche estaba oscura, la calle desierta. Se sentó en un portal y se cubrió con el poncho como si fuera una mendiga. Eso intentaba parecer.  No sabía cuánto tendría que esperar y no quería llamar la atención. Vio acercarse dos muchachos. Se arrebujó aún más con el poncho y cubrió su cara con el viejo sombrero de paja, procurando pasar desapercibida. Por unos segundos que le parecieron eternos, los chicos se quedaron observándola. Sabía que en la oscuridad apenas podían divisarla, de seguro parecería una indigente, pero a pesar suyo, sintió temor. La observaron un instante, soltaron una carcajada y una expresión procaz, y por fin se marcharon.

¿Qué estaba haciendo? Todo eso era una locura. Pero no podía evitarlo. No le importaba nada, solo ese fuego que la consumía; solo esa brasa en que se había convertido su cuerpo. Pasó una hora. Debía ser ya cerca de la medianoche. ¿ Por qué tardaba tanto? ¿Por qué? ¿Y si no iba esa noche a su casa? No. Eso no era posible. No se le volvería a presentar otra oportunidad. Tenía que verlo, tenía que tocarlo. Su deseo era casi doloroso; angustiante. Esa fiebre se había apoderado de su voluntad varias semanas atrás. 

Aquella mañana y como todos los días desde que ella y su marido empezaron a construir su nueva casa en las afueras de la ciudad, Mirta madrugó muy temprano. Organizó su alcoba, preparó el desayuno, dejó algo listo para el almuerzo, arregló las loncheras de sus dos pequeños niños y los llevó caminando hasta el colegio cercano. Luego, se aprestó a tomar el transporte que la llevaría hasta la construcción donde ella debía permanecer toda la mañana vigilando la obra de albañilería.

Subió al bus y con un suspiro de alivio se acomodó en el único puesto que encontró vacío. El trayecto era largo y el bus iba lleno. A esas horas de la mañana muchas personas se dirigían a sus trabajos. Se distrajo viendo por la ventana la sucesión de estampas callejeras de la mañana. De pronto tuvo la sensación de que alguien la miraba. Volteó la cabeza y observó clavados en ella los ojos negros más atractivos que había visto en su vida. Se turbó un poco y bajó la mirada ante la fuerza de los ojos del extraño. Pero no pudo evitar volver a verlo. Permanecía de pie por la ausencia de puestos y estaba casi frente a ella. ¡Qué hombre tan atractivo! Nunca, pero nunca en su vida, Mirta había a visto alguien así. Piel blanquísima, cabello negro como el carbón, muy corto y ondulado; facciones regulares y viriles, cuerpo atlético… y ojos negrísimos. ¿Cómo podía existir un hombre tan guapo? Y lo más sorprendente, la miraba, la miraba a ella con insistencia. Cuando en determinado momento sus ojos se cruzaron, él le hizo con la cabeza una pequeña señal de saludo. ¿Cómo era posible que ese adonis se fijara en ella? A su alrededor había chicas más jóvenes y guapas, y no obstante, él parecía preferirla.

No pudo ya pensar en nada más durante el trayecto. Lo vio sentarse unos puestos adelante del suyo y luego bajarse en el centro de la ciudad, no sin antes detenerse un momento en la puerta del vehículo para dirigirle a ella una última mirada. Durante el resto del trayecto Mirta no pudo ya alejar de su mente aquel rostro tan absurdamente bello y varonil.

En los días siguientes tomó el bus con la ansiosa expectativa de volver a verlo. Pero no fue así. Pasó un mes y ya casi había empezado a resignarse a no volverlo a ver, cuando una mañana lo vio subir al bus junto con otras personas. Su corazón latió desbocado. Sí. Allí estaba de nuevo; no había sido solo un juego de su imaginación. Era realmente hermoso, tal cual ella lo vio la primera vez; como lo había visto en sus sueños desde ese día. Todo transcurrió más o menos igual, pero esta vez, cuando él bajo del bus, ella también lo hizo. No era ya dueña de sí misma. Él entonces se detuvo y la saludo con una sonrisa:

-Hola, ¿cómo estás? –le preguntó.
-Bien, gracias- contestó ella presa de repentina timidez.
-Eres muy bonita. ¿Cómo te llamas?
-Mirta, ¿y tú? –se atrevió a contestar dominando su envaramiento.
-Bassy,  Bassy Bader.
-Tu nombre no es usual, ¿de dónde eres?
-De aquí, pero mi familia es de Palestina.

Habían ido caminando mientras hablaban. Mirta no podía creer que eso le estuviera sucediendo. Su vida era siempre tan predecible, tan rutinaria. Nada excepcional pasaba en ella y ahora, de pronto,  estaba caminando junto a aquel hombre tan apuesto. Una vocecita en su interior le decía que debería estar dirigiéndose ya hasta su destino, que los albañiles en la construcción debían estar esperándola para empezar a trabajar, pero todo había perdido importancia para ella. Quería seguir caminando por siempre al lado de ese hombre. Entretanto, habían llegado ya a la plaza principal y allí él se detuvo. 

-Aquí me quedo, Mirta. Trabajo en este banco. Me encantó conocerte. ¿Y tú, hasta dónde vas?
-Debo tomar otro bus en la esquina –mintió ella.
-¡Ah! Bueno. Te dejo mi número de teléfono. Llámame, me gustaría conversar contigo.-le dijo mientras ponía su tarjeta en su mano y se la apretaba entre las suyas.
¿Cómo podía experimentarse una felicidad tal sin que el corazón se saliera del pecho?
El resto del día Mirta solo pudo pensar en ese pequeño instante de cercanía. Aquello solo podía pasar en sus más locos sueños. Y sin embargo, había sucedido. Era increíble que algo tan maravilloso le estuviera ocurriendo precisamente a ella.

Al llegar en la tarde a su casa, Mirta se contempló en el espejo con ojos escrutadores. Siempre habían alabado sus encantos. Era de mediana estatura, rostro ovalado, facciones delicadas y cuerpo esbelto. Tenía solo treinta y dos años. pero diez años de matrimonio, dos hijos, agotadoras labores hogareñas y una persistente estrechez económica, habían ido restándole paulatinamente la coquetería de sus años juveniles.

“Y sin embargo, pensó, sigo siendo atractiva. Y eso no ha pasado desapercibido para Bassy”

A partir de ese momento, toda la vida de Mirta empezó a girar en torno a ese fugaz encuentro de cada mañana. Realizaba de forma mecánica sus labores cotidianas y el cuidado de sus niños. Pero en cambio, empezó a preocuparse más por su apariencia; quería de nuevo ser bonita,  lucir atractiva. Su esposo la observaba entre extrañado y complacido; la actitud de Mirta le inquietaba pero se decía que de seguro eso tenía que ver con sus hormonas.  Uno de esos trastornos femeninos.

Mirta, entretanto, tenía ya detectada la hora exacta en la que Bassy tomaba el bus para ir a su trabajo.  Siguió pues, encontrándose  con él cada mañana como si fuera un hecho fortuito. El trayecto, que a ella se le hacía cada vez más corto, les permitía conversar.

Se enteró así, de que él tenía 26 años, que vivía en una calle apartada de su mismo barrio; que estudiaba  en las noches administración de empresas y que de día prestaba sus servicios en un banco como cajero. Su familia, de ascendencia libanesa, tenía varios almacenes; pensaba trabajar con ellos cuando se graduara. Ella, entretanto, le hablaba de su vida de casada, de sus pequeñas alegrías, de sus niños, de la casa que estaban construyendo. Quería contarle cosas interesantes, pero su vida era corriente al extremo, no tenía nada de especial. Y sin embargo, él parecía escucharla con interés. 

Día por día, esa primera atracción fue creciendo y volviéndose una obsesión. Necesitaba verlo cada mañana; escuchar su voz. Empezó a llamarlo tímidamente por teléfono en las noches con el pretexto de preguntarle algo, de decirle cualquier cosa. Iba hasta el banco donde él trabajaba para verlo desde lejos mientras atendía a los clientes. Aquella obsesión era más fuerte que su orgullo y su razón. Vivía para esos momentos. A  él parecía hacerle gracia todo ese interés pero nunca se sobrepasaba ni le insinuaba nada. La trataba con un afectuoso respeto. Un respeto que ella aborrecía.

Así las cosas, ocurrió que su esposo debió salir dos días de la ciudad por cuestiones de trabajo. Algo excepcional. Y entonces Mirta planificó un encuentro. Esa noche, después de acostar a sus niños, lo iría a esperar a las afueras de su casa; lo esperaría hasta que llegara, porque a alguna hora tendría que llegar. Y entonces, no podría resistirse a su amor. 

Espero a que los niños se durmieran; se puso una blusa y un pantalón negros muy sobrios; tomó un poncho viejo y un sombrero de paja en mal estado y se dirigió caminando hasta la casa cercana  que ella ya conocía. Sabía que Bassy tenía una novia de ascendencia libanesa como él y que todas las noches iba a visitarla. Seguramente allá estaría en esos momentos. Pero eso no le importaba. Ella solo quería estar a su lado esa noche. Lo esperaría sin importar cuanto se demorara. En algún momento tendría que llegar.
Y allí estaba ahora, esperándolo. Habían pasado ya más de dos horas desde que llegó hasta la esquina de su casa y se refugió disimuladamente en un portal. La noche estaba oscura y fría pero ella no sentía frío ni temor, solo una gran ansiedad. De pronto, ya casi a la una de la madrugada llegó un taxi. Era él. Mirta esperó a que el taxi arrancara, y entonces lo llamó:

-¡Bassy!
-¡Mirta, eres tú! ¿De dónde sales?
-He estado esperándote durante varias horas –contestó ella, y añadió –tenía que verte.
-¡Estás loca! ¿Y esa facha? – repuso él sin salir de su asombro- ¿Qué voy a hacer contigo, Mirta?
-¡No te molestes, por favor! –pidió ella -¡Quería tanto estar contigo!
-Vamos – dijo él – mamá puede estar en la ventana viendo todo. Siempre me espera.
La tomó de la mano y se dirigió con ella hasta el parque cercano. Tomaron un taxi y Bassy pidió al chofer que lo llevara a un conocido motel.  Ella, feliz, se refugió en sus brazos.

 Fueron tres horas de amor, de entrega, de adoración total que Mirta nunca volvería a experimentar. Podría haber muerto aquella noche de felicidad, de plenitud.

Pero la vida la volvería a la realidad. Y no fue ella la que obró con cordura. Rompiendo el placentero letargo que había sucedido a la pasión, Bassy rompió el silencio:

-Mirta, debes volver a tu casa. Tus niños están solos hace muchas horas, puede ocurrirles algo. Gracias por esta noche que yo también anhelaba, pero no tiene caso. Todo esto es muy peligroso para ti. Muchas cosas nos separan. Tienes un esposo y un hogar. No quiero hacerte daño. Este sábado me caso.  No debemos volver a vernos. Vístete, amor. Te llevaré a tu casa.

Mirta no pudo responder. Quería decirle que no le importaba que fuera a casarse, que  no le importaba estarlo ella, ni tener hijos, ni esposo, ni nada. Que la quisiera, por favor. Pero vio en sus ojos que aquello no era posible. Se vistió lentamente y ya no dijo más.

En su casa,  Luisito, el mayor de sus dos hijos, la esperaba angustiado y llorando:

-Mamita, ¿dónde estabas? ¡Te llamé y te llamé y no viniste! Tenía mucho miedo, soñé que te caías por un precipicio.

-Aquí estoy, hijito, aquí estoy. Cálmate. No temas. Eso fue solo un mal sueño que ya más nunca volverás a tener.

Lo abrazó y se quedó a su lado hasta que lo volvió a ver dormido, y solo entonces lloró. Lloró desesperadamente hasta quedarse dormida.

Y el tiempo transcurrió. La casa se terminó de construir  y Mirta se pasó a vivir en ella junto a su esposo y sus dos niños. Su situación económica mejoró; adquirieron un carro y Mirta nunca más volvió a montar en bus. Sus hijos crecieron y se convirtieron en dos guapos jóvenes y su relación conyugal se afianzó en medio de una encadenante y segura cotidianidad muy parecida a la felicidad. Eran a la vista de todos el mejor ejemplo de una pareja feliz. Una bonita familia.

Un día en que se encontraba paseando con su marido en un centro comercial volvió a verlo. Estaba junto a su esposa, de tipo evidentemente libanés y junto a sus dos pequeños y encantadores niños. Parecían prósperos y felices. Bassy se veía incluso más atractivo que años atrás, un poco más maduro, quizá con un poco más de peso y algunas canas en sus sienes, pero muy elegante y con el mismo avasallador atractivo. El corazón de Mirta saltó desbocado dentro del pecho. 

Él también la vio, y al pasar a su lado la saludó espontánea y naturalmente.

-¡Hola! ¿Cómo estás?

-Muy bien, ¿y tú? –contestó Mirta con una sonrisa, tratando también de aparentar naturalidad. Pero mientras se alejaba del brazo de su esposo, no pudo evitar  que los ojos se le humedecieran ante el recuerdo. Aquel hombre había dejado en su vida   una huella imborrable. Sin poder evitarlo,  giró  su  cabeza disimuladamente para observarlo de nuevo  y vio que desde lejos, él también la observaba con expresión pensativa.

 La voz de su esposo la volvió a la realidad:

-Mija, ¿qué te parece ese juego de sillas y parasol para el jardín? Entremos a verlo. Aquí hay cosas muy novedosas para nuestra casa.

Mirta, asintió con una sonrisa. Quería aparentar tranquilidad, pero estaba turbada.  El sorpresivo encuentro la  había emocionado  más de lo que ella creía.  Su corazón volvió por un momento a palpitar desbocado como cuando lo vio por primera vez años atrás. Pero fue solo un instante.  El tiempo,  había hecho lo suyo. Había pasado ya para ella ese loco momento de juventud.

"Te conocí por esas cosas de la vida, pensó para sí,  pero lo que sentí por ti fue tan intenso que ese  recuerdo me acompañará por siempre. Quizá, después de todo, querido Bassy,  los únicos amores  realmente inolvidables son aquellos que no alcanzan nunca la felicidad".

 Su esposo y su hijo la aguardaban. Alzó su mano en un último y definitivo gesto de adiós,  e ingresó  al almacén.




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