Lizardo Cueva era un
hombre sencillo, de mediana edad y baja estatura que laboraba como coordinador
editorial en una empresa gráfica de la capital. Un hombre callado pero cordial con todos al
que siempre se le veía apartado del constante murmullo y chismorreo de la
empresa y que no participaba tampoco del
corre-corre que se suscitaba casi todos los días por la entrega urgente de
alguno de los trabajos.
Reclinado frente a la
pantalla de su computador y rodeado de papeles y de libros, Lizardo Cueva
parecía siempre abstraído del mundo y de sus vanidades. Su trabajo consistía en
evaluar las obras que los autores enviaban
a la editorial con la pretensión de que fueran publicadas, y en redactar
luego las reseñas que de ellas se hacían llegar a los diferentes medios de
comunicación.
Nada le distraía de
su labor ni la presencia de sus bellas compañeras de trabajo ni el frecuente
trashumar por las oficinas de personalidades políticas, artísticas y sociales.
Pero lo que no
lograban ni el ruido, ni los visitantes y ni siquiera la belleza femenina, lo lograba un
simple libro, una publicación. Cuando tenía en sus manos una obra acabada de
imprimir, Lizardo la olía, la acariciaba y pasaba sus hojas con singular
deleite. Su rostro entonces se iluminaba y sus ojos brillaban. Alguien
recordaría tiempo después la expresión que solía usar para indicar que le había
gustado mucho una obra: “ Me la devoré en una noche”. Era evidente el gran
amor, la pasión que experimentaba aquel ser sencillo por los libros, por el
papel impreso.
Cuando la gerencia le
propuso trabajar desde su casa porque se requería su lugar de trabajo para otro
cargo, Lizardo no opuso ninguna objeción pero solicitó de la manera más
encarecida que se le permitiera en algunas ocasiones realizar su labor en el
archivo. Solicitud que fue aceptada sin ningún reparo.
A partir de ese
momento Lizardo Cueva siguió acudiendo dos veces por semana hasta el archivo, y
allí, flanqueado casi completamente por el bosque de papel que lo circundaba se
dedicaba a su labor. Luz Dary, la chica encargada del lugar apenas si caía en
cuenta de su presencia. Lizardo parecía mimetizarse entre los libros.
El archivo era un
lugar olvidado de la empresa que nunca recibió mucha atención de las sucesivas
administraciones las cuales percibieron siempre esa sección como una especie de
olvidada bodega en la que no valía la pena gastar tiempo, dinero ni esfuerzo.
Había muchas cosas más importantes en que ocuparse.
Ante la indiferencia
general aquella dependencia se había dejado a la buena de Dios lo cual no fue
obstáculo para que al paso de los días, los meses y los años, libros, folletos,
revistas y todo tipo de impresos siguieran llegando hasta allí con
ininterrumpida regularidad.
En ocasiones, tras
una visita imprevista al lugar, alguien
volvía a manifestar la urgencia de conseguir otro espacio más apropiado para
acomodar y ordenar esa especie de tsunami literario que las prensas generaban
diariamente. Pero era solo una idea pasajera, algo que tan pronto el esporádico
visitante abandonaba el lugar dejaba de preocuparle.
Un día cualquiera,
Luz Dary dejó de ver a Lizardo Cueva. Su ausencia, sin embargo, no
le extrañó. Al fin y al cabo ella sabía que él estaba autorizado para realizar
su labor desde su casa. “Allá debe estar a estas horas feliz y contento. Tonto
sería si prefiriera pasar las horas en medio de todo este rebulicio", pensó con
un poco de envidia. Y se olvidó de él.
Al cabo de una
semana, Luz Dary empezó a notar que en el archivo pasaban cosas raras. Por
algún misterioso motivo algunas estanterías se habían ido como despejando.
Había varios claros en el tupido bosque de impresos y las nuevas obras
encontraban más acomodo. ¿Estaría alguien robándose los libros?
Pero no era eso
solamente lo que la inquietaba. Algunas mañanas al llegar más temprano a su
puesto de trabajo le pareció escuchar una especie de murmullo como el que
produce un papel al arrugarse. Pero al investigar no encontró nada. ¿Sería solo
su imaginación?
Cuando meses después
llegó una nueva administración la gerencia decidió meterle por fin mano a esa
dependencia olvidada en la que se conservaba en forma tan caótica y desordenada
el registro productivo de la empresa.
Los hombres
encargados de hacer la limpieza del lugar nunca olvidarían aquel día. No
estaban preparados para lo que encontraron.
Al fondo del salón,
detrás de un muro de cajas apiladas se toparon de improviso con una imagen
inconcebible:
Un ser extraño,
semejante a un comején gigante devoraba gustosamente un libro en medio de
decenas de carátulas carcomidas en las que apenas si alcanzaban a leerse
algunos títulos: El cuaderno de Renata (picado
superficialmente), La condición humana, de
André Malraux (abandonado a medias), Sexus,
de Henry Miller ( devorado casi por completo), Odesa, de Frederick Forsyth (casi intacto), Cristal, un libro de poemas de una tal Leonor Fernández
(completamente devorado), y muchos, muchos otros difíciles ya de identificar.
El revuelo que se
suscitó en la empresa ante semejante hallazgo se agudizó sobremanera cuando se
descubrió que aquella criatura tenía aún pegada a su cuerpo la última camisa
que se le vio a Lizardo Cueva, y que en el suelo a su lado estaban sus zapatos,
sus documentos y sus gafas.
Aunque al
contemplarlo todos sentían un gran sobresalto, era singular que aquel extraño ser no causara repugnancia
entre quienes lo veían y que nadie tuviera tampoco la sensación de que era
peligroso.
Y entonces, Luz Dary,
la chica encargada del archivo, tuvo como una inspiración.
-Don Lizardo, ¿es
usted?- se atrevió a preguntarle con ternura a la criatura acercándose un poco.
El comején se quedó mirándola con sus ojos brillantes en los que se apercibía
un ligero tinte de tristeza. Pero a
pesar de no obtener respuesta, a partir de ese momento todos en la empresa
dieron por sentado que sí, que por alguna asombrosa circunstancia, aquel ser
extraño y monstruoso era el antes tímido
e insignificante señor Cueva.
No obstante la
perplejidad y el asombro que este hecho inaudito produjo entre todos los
integrantes de la editorial, la Junta Directiva en pleno decidió que aquel ser
tenía derecho a permanecer en el archivo. Se había ganado ese privilegio en
buena lid consumiendo muchos textos realmente indigeribles.
Se le destinó un
sector apartado del remodelado archivo al cual eran llevadas las obras
publicadas antes de ser colocadas en las estanterías. El refinado paladar
literario de la criatura decidía su ubicación. Y a partir de ese momento, los
diferentes autores siguieron también haciéndole llegar con singular expectativa
sus originales algunos de los cuales eran saboreados íntegramente y con voraz
fruición por la criatura mientras que otros eran desechados a los primeros
bocados. Ese baremo de calidad se siguió utilizando en adelante para determinar
el número de ejemplares que debían editarse de las diferentes obras en proceso
de publicación.
Al trascender la
noticia de su existencia, los más connotados entomólogos del país y del mundo
quisieron darse cita en la editorial para analizar e investigar a tan asombrosa
creatura. ¿Cómo había podido acontecer algo tan supremamente kafkiano al
interior de una editorial situada en una pequeña población sudamericana?
¿Volvería aquel ser a transmutarse? ¿Cuánto había en él de humano? ¿Cuánto de
insecto? Y muchas otras interrogantes que les asediaban.
Todo sin embargo,
quedó en el más absoluto misterio porque el extraño ser falleció solo un año
después de ser encontrado a consecuencia, según certificó el entomólogo que
acudió a examinarlo, de una indigestión aguda causada probablemente por su
última degustación: Tratado de Semiótica
General, de Humberto Eco, un texto de muy difícil deglución que había sido
olvidado por descuido por uno de los visitantes junto a la estantería donde la
criatura habitaba. Esa tarde, cuando los encargados de hacerle la autopsia acudieron al archivo encontraron en el lugar en el que había quedado su cuerpo solamente un pequeño montón de papel picado.
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