Viviana acalló su impaciencia, y aguardó observándolo desde lejos con amorosa ansiedad. Como era habitual, esa mañana se encontraba rodeado de visitantes. A pesar de la gran debilidad que sentía su corazón palpitó desbocado dentro de su pecho.
La atracción que había experimentado desde el primer momento en que lo vio se había convertido, con el paso de los días, en una verdadera obsesión. En su vida, retraída y solitaria, ese sentimiento era ahora su única ilusión. “¡Qué bello es y qué hermosos y tiernos son sus ojos!”, se dijo para sí. “¡Y qué bien lucen los bordados de su atuendo! ¡Y soy yo, yo quien los ha realizado!”. Una sonrisa de felicidad se dibujó en sus labios. Había puesto en esos bordados su corazón y ahora, viéndolo radiante frente a tantas personas, supo que su dedicación había valido la pena.
La atracción que había experimentado desde el primer momento en que lo vio se había convertido, con el paso de los días, en una verdadera obsesión. En su vida, retraída y solitaria, ese sentimiento era ahora su única ilusión. “¡Qué bello es y qué hermosos y tiernos son sus ojos!”, se dijo para sí. “¡Y qué bien lucen los bordados de su atuendo! ¡Y soy yo, yo quien los ha realizado!”. Una sonrisa de felicidad se dibujó en sus labios. Había puesto en esos bordados su corazón y ahora, viéndolo radiante frente a tantas personas, supo que su dedicación había valido la pena.
Viviana estaba orgullosa de la habilidad
de sus manos; unas manos que tenían la capacidad de dibujar sobre la tela los
más complicados arabescos. El arte de bordar era una tradición que había ido
pasando en su familia, de madre a hija, durante varias generaciones. Empero,
ella era ahora la última depositaria de ese acervo. El secreto encanto de su
oficio se iría con ella a la tumba. Al morir sus padres perdió sus únicos
parientes y quedó completamente sola. Nunca tuvo una
relación sentimental. Su presencia era agradable, pero carecía
de ese toque de coquetería, de esa sutil dosis de malicia y provocación femenina que atrae a los hombres. Su única razón de vivir era su trabajo. Desde hacía ya un
tiempo, sin embargo, sus clientes habían ido disminuyendo de forma progresiva.
Cada vez eran menos las personas que acudían a solicitar sus servicios. Del
Lejano Oriente llegaba ahora lencería y mantelería preciosamente bordada en
talleres industriales y a precios muy bajos. La delicada y minuciosa labor
artesanal de Viviana iba poco a poco quedando relegada a la lista de oficios
olvidados. Un cartel amarillo por el tiempo seguía, no obstante, anunciando a
la entrada de su vivienda: “Se realizan bordados”, pero cada vez eran menos los
interesados.
Y así, cautiva del paso del tiempo y de un
oficio con el que ya no podía subsistir, la existencia de Viviana, modesta
siempre, fue tornándose al paso de los días en paupérrima y sin horizonte. Algo
sin embargo aconteció un día que disipó ese espectro sombrío de su existencia y
despertó en su corazón un arrobamiento antes nunca experimentado. Un día
cualquiera, llegaron hasta ella para encargarle la elaboración de unos
complicados bordados. Presa de curiosidad quiso conocer a quién iban destinados.
Y fue entonces cuando experimentó aquella repentina inquietud de la que ya no se pudo
sustraer. En vano se repetía que aquello era un irrespeto, una locura, algo que
no tenía ni pies ni cabeza. Pero día tras día y con una obsesión que no podía
evitar, acudía a contemplarlo. Toda su ilusión consistía ahora en verlo aunque
fuera desde lejos. No se cansaba de contemplar sus bellas facciones, sus
pronunciados pómulos, y sus ojos, esos ojos que parecían contener todo el amor
del mundo. Aquella mañana estaba especialmente hermoso y a Viviana le pareció
que también él la miraba con amor por sobre todas las personas que lo rodeaban.
Las últimas semanas habían sido para ella
especialmente difíciles. Sus pocos ahorros se habían terminado y hacía días
solo se alimentaba de pan y un poco de caldo. Una gran debilidad se había
ido apoderando de todo su ser. Esa mañana tuvo que realizar un esfuerzo muy
grande para levantarse.
Y allí estaba ahora, esperando, esperando que su amado se quedara solo. “Esta vez, pensaba, sí tendré el valor de decirle cuánto lo quiero. Esta vez me animaré por fin a decirle que nadie, pero nadie, podrá nunca quererlo como yo”. Pero los minutos pasaban y aquellas personas no se iban. Sentía una inmensa fatiga. Su visión se fue tornando borrosa. Una invencible modorra iba apoderándose de ella; sintió frío, mucho frío.
Y allí estaba ahora, esperando, esperando que su amado se quedara solo. “Esta vez, pensaba, sí tendré el valor de decirle cuánto lo quiero. Esta vez me animaré por fin a decirle que nadie, pero nadie, podrá nunca quererlo como yo”. Pero los minutos pasaban y aquellas personas no se iban. Sentía una inmensa fatiga. Su visión se fue tornando borrosa. Una invencible modorra iba apoderándose de ella; sintió frío, mucho frío.
Al día siguiente, dos beatas que asistían a la misa en la madrugada descubrieron conmocionadas sobre una de las bancas del templo, el cadáver de una mujer muy delgada, de apariencia modesta, que parecía estar solo dormida y que para su sorpresa estaba arropada amorosamente con la túnica bordada de la hermosa imagen del Señor de la Misericordia.
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