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miércoles, 6 de febrero de 2013

UN GESTO DE AMOR





Viviana acalló su impaciencia, y aguardó observándolo desde lejos con amorosa ansiedad. Como era habitual, esa mañana se encontraba  rodeado de visitantes.  A pesar de la gran debilidad que sentía su corazón  palpitó desbocado dentro de su pecho.

La atracción que había experimentado desde el primer momento en que lo vio se había convertido,  con el paso de los días, en una verdadera obsesión. En su vida, retraída y solitaria, ese sentimiento era ahora su única ilusión. “¡Qué bello es y qué hermosos y tiernos son sus ojos!”, se dijo para sí. “¡Y qué bien lucen los bordados de su atuendo! ¡Y soy yo, yo quien los ha realizado!”. Una sonrisa de felicidad se dibujó en sus labios. Había puesto en esos bordados su corazón y ahora, viéndolo radiante frente a tantas personas, supo que su dedicación había valido la pena.

Viviana estaba orgullosa de la habilidad de sus manos; unas manos que tenían la capacidad de dibujar sobre la tela los más complicados arabescos. El arte de bordar era una tradición que había ido pasando en su familia, de madre a hija, durante varias generaciones. Empero, ella era ahora la última depositaria de ese acervo. El secreto encanto de su oficio se iría con ella a la tumba. Al morir sus padres perdió sus únicos parientes y quedó completamente sola.  Nunca tuvo una relación sentimental.  Su presencia era agradable, pero carecía de ese toque de coquetería, de esa sutil dosis de malicia y provocación femenina  que atrae a los hombres. Su única razón de vivir era su trabajo. Desde hacía ya un tiempo, sin embargo, sus clientes habían ido disminuyendo de forma progresiva. Cada vez eran menos las personas que acudían a solicitar sus servicios. Del Lejano Oriente llegaba ahora lencería y mantelería preciosamente bordada en talleres industriales y a precios muy bajos. La delicada y minuciosa labor artesanal de Viviana iba poco a poco quedando relegada a la lista de oficios olvidados. Un cartel amarillo por el tiempo seguía, no obstante, anunciando a la entrada de su vivienda: “Se realizan bordados”, pero cada vez eran menos los interesados.

Y así, cautiva del paso del tiempo y de un oficio con el que ya no podía subsistir, la existencia de Viviana, modesta siempre, fue tornándose al paso de los días en paupérrima y sin horizonte. Algo sin embargo aconteció un día que disipó ese espectro sombrío de su existencia y despertó en su corazón un arrobamiento antes nunca experimentado. Un día cualquiera, llegaron hasta ella para encargarle la elaboración de unos complicados bordados. Presa de curiosidad quiso conocer a quién iban destinados. Y fue entonces cuando experimentó aquella repentina inquietud de la que ya no se pudo sustraer. En vano se repetía que aquello era un irrespeto, una locura, algo que no tenía ni pies ni cabeza. Pero día tras día y con una obsesión que no podía evitar, acudía a contemplarlo. Toda su ilusión consistía ahora en verlo aunque fuera desde lejos. No se cansaba de contemplar sus bellas facciones, sus pronunciados pómulos, y sus ojos, esos ojos que parecían contener todo el amor del mundo. Aquella mañana estaba especialmente hermoso y a Viviana le pareció que también él la miraba con amor por sobre todas las personas que lo rodeaban.

Las últimas semanas habían sido para ella especialmente difíciles. Sus pocos ahorros se habían terminado y hacía días solo se alimentaba de pan y un poco de caldo. Una gran debilidad se había ido apoderando de todo su ser. Esa mañana tuvo que realizar un esfuerzo muy grande para levantarse. 

Y allí estaba ahora, esperando, esperando que su amado se quedara solo. “Esta vez, pensaba, sí tendré el valor de decirle cuánto lo quiero. Esta vez me animaré por fin a decirle que nadie, pero nadie,  podrá nunca quererlo como yo”. Pero los minutos pasaban y aquellas personas no se iban. Sentía una  inmensa fatiga. Su visión se fue tornando borrosa. Una invencible modorra iba apoderándose de ella; sintió frío, mucho frío.

Al día siguiente, dos beatas que asistían a la misa en la madrugada descubrieron conmocionadas sobre una de las bancas del templo, el cadáver de una mujer muy delgada, de apariencia modesta, que parecía estar solo dormida y que para su sorpresa estaba arropada amorosamente con la túnica bordada de la hermosa imagen del Señor de la Misericordia.



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