Aquella tarde Dolcey pidió permiso
en su trabajo para salir más temprano; le era imposible controlar el intenso
deseo de estar de nuevo frente a su computadora. La afición por el ajedrez que había ido alimentado a lo largo de los
años, se había convertido ya en una invencible y absorbente adicción que
reclamaba todo su tiempo. En los últimos días había vivido muchos hechos
sorprendentes, pero no estaba preparado
para lo que le aguardaba.
Desde hacía ya más de veinte años
Dolcey laboraba como contador en una empresa de electrodomésticos que había
logrado sobrevivir en el mercado a pesar de la competencia y de las cambiantes
condiciones de la economía. Día tras día, mes tras mes, a lo largo de los años se había ocupado en
llevar las mismas cuentas para el mismo patrón con similares clientes,
similares dificultades y similar y exigua remuneración. Una vida laboral
carente de incentivos a la que se había ido acomodando y resignando, en parte por la carencia de ofertas de trabajo
del mercado, y en parte por su falta
absoluta de ambiciones.
La suya era una existencia austera y
solitaria. Se había separado de su esposa desde hacía ya varios años y sus
hijos mayores, ya casados, vivían en el extranjero. No tenía amigos cercanos, y fuera de su relación laboral con los
compañeros de trabajo, su vida transcurría entre las cuatro paredes de su
pequeño apartamento. Su único entretenimiento consistía en jugar interminables
pero vibrantes partidas de ajedrez con la computadora que había colocado en una esquina de su dormitorio.
Era ese un hobby que llenaba su soledad y que le bastaba para sentirse satisfecho y olvidar lo opaca y carente de atractivos que era su existencia. Estaba ya de regreso de las ilusiones perdidas y no necesitaba más para ser feliz.
Era ese un hobby que llenaba su soledad y que le bastaba para sentirse satisfecho y olvidar lo opaca y carente de atractivos que era su existencia. Estaba ya de regreso de las ilusiones perdidas y no necesitaba más para ser feliz.
En un principio, y en su afán por compartir su afición, trató de encontrar compañeros de juego entre sus amigos y
conocidos, pero cada vez se le fue haciendo más difícil dar
con alguien dispuesto a dedicar toda una
tarde de sábado, domingo o feriado a
jugar interminables partidas de ajedrez. Por eso cuando descubrió lo independiente y entretenido que resultaba competir con la computadora, ya no pudo sustraerse a tenerla siempre
como contrincante.
Los resultados de sus partidas con
la máquina eran dispares. A veces llegaba de su trabajo cansado y preocupado
con un montón de cifras en su cabeza y en esas ocasiones la computadora lo
despachaba sin mayor trámite. En otras, en cambio, era él quien le salía
adelante a la máquina, o por lo menos, le daba guerra durante el juego.
Desde hacía un tiempo, sin embargo, Dolcey venía notando algo que le tenía intrigado y que incrementaba su deseo constante
de vencer a la máquina. Ésta había ido adoptando un comportamiento tan singular que
le hacía reflexionar en que tal vez, por causa de algún misterioso mecanismo,
había empezado ya a tener sentimientos.
Cuando resultaba ganadora (como era lo
habitual) rápidamente lo anunciaba con un contundente: "Checkmate
¡computer won!", pero si, por el contrario, era él quien lograba darle
mate, la máquina se demoraba varios segundos en declarar un inexpresivo:
"you won", como si reconocer el triunfo de su contrincante la
molestara.
Así las cosas, cada vez la demora de
la máquina en reconocer la victoria de Dolcey era más prolongada y manifiesta, lo cual como
es apenas lógico, acentuaba en éste su deseo de vencerla. Cuando lograba
darle mate, luego de una complicada partida, no cabía en sí de júbilo. Sus
expresiones de triunfo no se hacían esperar: "¡Te vencí, te vencí! ¡Eso es
para que aprendas a jugar, tarada, montón de chatarra!” Y otros exabruptos
similares brotados en la exaltación del duro enfrentamiento.
Un día, en que se encontraba
distraído reflexionando en un balance de la empresa que no había podido cuadrar
satisfactoriamente, se descuidó en el juego con los consiguientes resultados.
Una tras otra fue perdiendo partidas. Cuando ocurrió su cuarta derrota,
escuchó sorprendido una risita burlesca que salía del fondo del computador. Fue
solo un segundo, pero esa circunstancia lo dejó pasmado. Atribuyó sin embargo el hecho a su estado de cansancio mental que le jugaba malas
pasadas y decidió que por esa noche debía ya suspender el juego. Así que sin más, apagó el computador, se fue a dormir y olvidó el
asunto.
Ese fin de semana lo dedicó como
siempre a jugar ininterrumpidamente con la máquina. En un principio,
todo transcurrió de la manera habitual, la misma rapidez de la computadora para
proclamar su victoria sobre Dolcey y la misma demora en aceptar su derrota. La Deep Blue,
como éste pomposamente la había bautizado, parecía estar esta vez más aguzada que nunca y con su consiguiente
disgusto lo vencía partida tras partida. Enfurecido decidió dar por terminado el desafío y acostarse a dormir, pero en ese momento volvió a escuchar sorprendido la risita burlona. Una risita
que, tal como la primera vez que la oyó, parecía salir del fondo de la computadora. Algo tan evidente que no pudo ya
atribuirlo a su imaginación.
Su
indignación era más fuerte que su asombro. Desistió de apagar el aparato
y, retador, empezó una nueva partida. Esta vez ensayó una apertura
cerrada con el gambito de dama. La Deep
le respondió con la defensa Tarrash y ágilmente cambió el juego a su favor. Nuevamente
fue vencido y esta vez la risa burlona fue más audible y sostenida. No había
lugar a dudas, la máquina sabía lo que pasaba y lo disfrutaba.
“¡Chatarra impertinente! ¡Cómo te
atreves! ¡Ahora mismo vas a ver quién tiene el mando!”.
Indignado, inició una nueva partida. Empezó comiéndose un
peón al paso, jugada que desconcertó a su rival, pero luego, sin más, hizo una
jugada arriesgada: sacrificó a su reina. Para su sorpresa, la computadora cayó
en la trampa. Al comer a la reina contraria, la máquina dejó a su rey expuesto, circunstancia que
Dolcey aprovechó para cercarlo con el
alfil y el caballo y propinarle el mate aguamarina. La molestia de la
máquina era evidente. Fue una espera larga la que se produjo antes de declarar
un inexpresivo: “you Won”.
-¡Ríete ahora, ríete a ver si
puedes! ¡Tarada!
Dolcey había pasado de la
frustración y la rabia a una exaltada sensación de triunfo.
Inició la nueva partida con una
apertura tradicional: avanzó sus dos caballos y en una jugada aparentemente
equivocada, sacrificó de nuevo su reina y entonces, cuando parecía que ya
estaba en desventaja, propinó a su rival con el alfil, el mate de Legal.
La máquina se demoró esta vez mucho
más en anotar el triunfo de Dolcey. Éste, no cabía en sí de la euforia. Con una
gran sonrisa exclamó:
“¡Eso es para que aprendas, quién es
aquí el que manda! ¡ Tarada!”.
Estaba feliz, pero se sentía
agotado. Apagó el computador, se acostó y se durmió inmediatamente. No habían
pasado más de dos horas cuando un sonido conocido lo despertó. ¿Qué era eso? El
computador estaba encendido y en la pantalla se veía claramente el tablero de
ajedrez dispuesto para una nueva partida. No podía creerlo. Seguramente aquello tenía una
explicación, algún mecanismo estaba
flojo y con cualquier brisa o movimiento la computadora se había encendido. Sí,
de seguro había sido eso. Apagó el equipo
y retomó el sueño.
Pero luego de media hora el equipo
volvió a encenderse. En la pantalla estaba de nuevo el tablero de ajedrez. Era
como si la máquina lo estuviera invitando a jugar. Molesto e intrigado volvió a apagarlo.
La tercera vez no tuvo otra opción
que desconectar el enchufe de donde tomaba la energía el equipo.
Al día siguiente, al conectarlo de nuevo, se dio cuenta con
sorpresa que fuera lo que fuera que él estuviera tratando de ver en el
computador, se interrumpía para dar paso nuevamente al tablero de ajedrez. Y entonces comprendió: la máquina quería la revancha. Así que eso era. Pues él no iba a rechazar el desafío. Poseído por un febril deseo de vencer a la máquina, Dolcey
aceptó.
No lo hubiera hecho.
Lo que siguió fue alucinante. Dolcey estaba poseído
por un deseo irrefrenable, delirante, una fiebre por competir y derrotar a la máquina que no le permitía
pensar en otra cosa. Su rival, un adversario incansable y genial, estaba al parecer imbuido con la misma fiebre. Uno y
otro contendían con sus mejores estrategias: la
apertura española, la defensa francesa, el ataque Stonewall, el mate Blackburne, el mate de Morphy y hasta con jugadas tan elementales
como el mate del loco o el mate pastor.
Ese lunes, Dolcey no se presentó a trabajar. Sin
embargo, su presencia era tan poco visible en la empresa que sus compañeros más cercanos recién empezaron
a preocuparse cuando transcurrieron varios días sin tener noticias de su existencia.
Uno de ellos se ofreció para llegar hasta su apartamento e indagar por su suerte. Así lo hizo, pero como no contestó a las repetidas llamadas a su puerta, acudió a la policía. Al
no tener otra alternativa, forzaron la
cerradura de la puerta de entrada y entonces asistieron a una escena
inverosímil:
Frente a la computadora encendida se encontraba Dolcey. Estaba barbado y parecía no haberse bañado, cambiado ni tomado líquido o alimento en varios días. Con su mano derecha accionaba el mouse y sus ojos vidriosos seguían febriles los movimientos que se sucedían en el tablero de ajedrez de la pantalla, mientras pronunciaba en voz apenas audible palabras incongruentes contra alguien imaginario;
Frente a la computadora encendida se encontraba Dolcey. Estaba barbado y parecía no haberse bañado, cambiado ni tomado líquido o alimento en varios días. Con su mano derecha accionaba el mouse y sus ojos vidriosos seguían febriles los movimientos que se sucedían en el tablero de ajedrez de la pantalla, mientras pronunciaba en voz apenas audible palabras incongruentes contra alguien imaginario;
“¡Chatarra igualada, me las vas a pagar! ¡No te rías
tarada, ya verás cómo te pongo en tu sitio, maldito saco de tuercas!"
A pesar del ruido que se hizo al forzar la puerta y del ingreso de varias personas a su alcoba, Dolcey no hizo ningún
gesto de sorpresa. Estaba exhausto. Ya no tenía capacidad para el asombro. Una
debilidad invencible se había apoderado de su cuerpo. Se desvaneció en brazos
de un agente de policía y fue llevado de
urgencia al hospital más cercano. Para todos fue inexplicable observar cómo en el momento en que Dolcey se desmayó, la computadora se apagó sin que nadie la hubiera tocado. Los
facultativos no pudieron hacer nada por
él. Falleció en medio de su delirio.
Al no tener familiares, sus cosas fueron repartidas a
un asilo de ancianos cercano. La computadora fue allí recibida con mucha
expectativa, pero la desilusión fue
mayúscula cuando se percataron de que a causa de algún desperfecto que los
técnicos no pudieron identificar, en su pantalla, por más que se manipularan los controles, solo aparecía un portal de juegos y un tablero de ajedrez. La administración reflexionó sin embargo en que incluso en ese estado el aparato tal vez podía ser útil como entretención para algunos de los residentes
más lúcidos que pasaban las horas sin hacer nada.
Lo que no pudieron explicarse nunca fue el porqué de esa febril afición que se desarrolló en varios de los ancianos por jugar con la computadora. Un secreto que ellos se llevaban a la tumba.
Lo que no pudieron explicarse nunca fue el porqué de esa febril afición que se desarrolló en varios de los ancianos por jugar con la computadora. Un secreto que ellos se llevaban a la tumba.
Leonor Fernández Riva
Santiago de Cali, octubre 19 de 2013