Como cada año, durante la ya
lejana época de mi infancia, la Navidad aquella vez también se
demoró mucho en llegar. Por eso, cuando un día de diciembre escuché que
en la radio empezaban a sonar villancicos y canciones navideñas y que
en el centro de la ciudad los vendedores callejeros exhibían ya en sus puestos adornos, bombillos
y figuritas para el pesebre, mi corazón empezó a palpitar con inocultable
alegría. Lejos estaba de imaginar que aquella sería una Navidad diferente,
que la dolorosa pérdida de una dulce creencia infantil me produciría un indescriptible desencanto que solo tiempo después se transformaría en agradecimiento y devoción infinita hacia mis padres.
Próxima a cumplir doce años tenía todavía un alma de niña y muchas cosas que hacer cada
día: levantarme muy temprano cada mañana, bañarme y ayudar luego a
mi madre a preparar el desayuno para mis hermanos, tomar el bus
del colegio y una vez allí, escuchar con atención a las diferentes
profesoras, volver a casa al mediodía para disfrutar el delicioso almuerzo
preparado por mi madre, retornar luego al colegio para la jornada de la tarde,
volver de nuevo a casa, jugar un rato con mis hermanos,
hacer antes de acostarme mis tareas, estudiar y leer algún
libro. Mi cotidiana existencia, era rutinaria y previsible. Pero ahora,
ante la inminente llegada de la ansiada fecha,
todo adquiría un brillo singular. ¡Pronto sería Navidad!
Y no era solo que por aquellos
días existieran muy pocas ocasiones para recibir juguetes y
obsequios, sino que los regalos que los niños
recibíamos en Nochebuena tenían una procedencia celestial: eran
dejados junto a nuestra cama nada menos que por ¡el Niño Dios!
Cuando rememoro mi fe
absoluta en tan dulce creencia, constato, no sin cierta nostalgia,
que en aquella edad no me asaltaba ninguna duda respecto al origen de mis
juguetes navideños. No pensaba por ejemplo: ¿Cómo será el
aspecto del niñito? ¿Qué edad tendrá? ¿Por dónde entrará hasta mi cuarto?
¿ Será que así, tan chiquito, pudo leer mi lista de juguetes? No,
no me inquietaba ninguno de esos pensamientos. Con la ingenua sabiduría que solo poseen los
niños, entendía que todas esas cosas pertenecían al terreno de la
fantasía en el que basta creer en algo para que ese algo exista.
¡Y era tan hermoso creer!
Sí, la Navidad ya estaba
en camino aunque sus señales no eran tan ruidosas ni tan luminosas
como ahora. En aquel tiempo todo era más parco y
sencillo. Las grandes iluminaciones no hacían parte de
la temporada navideña y en muy contadas casas se colocaban luces
en las fachadas. El árbol de Navidad era todavía un tanto exótico; una
costumbre copiada de los países nórdicos, y quienes la tenían,
compraban por lo general un abeto natural en el mercado. Pero lo
tradicional, lo que no podía faltar en ninguna casa, era el pesebre.
Él era el principal protagonista en todos los
hogares.
Mamá tenía un especial espíritu
navideño y para ella, lo más importante era también el pesebre que hacía del tamaño de una habitación y en el que vertía todo
su ingenio e imaginación. Mis hermanos y yo, colaborábamos (o más
bien, estorbábamos) colocando el musgo fresquecito y húmedo sobre el papel
encerado con el que previamente habíamos creado montañas, colinas,
valles, cascadas y lagos. Nos encantaba formar con espejos rotos y papel
plateado cascadas y lagunas repletas de patitos de plástico, y
distribuir encima del musgo las figurillas de barro, los
rebaños de ovejas, las casitas de cartón, los gallos y gallinas descomunales junto a los diminutos pastores,
y hasta aeroplanos y carritos de plástico de nuestra caja de
juguetes. Pero lo que más me emocionaba era el momento en que mamá
acomodaba en lo alto de una colina el humilde establo con la sagrada
familia y la bella figurita del Niño Dios en su lecho de paja. En nuestro
pesebre, su presencia no tenía que aguardar hasta el 24 de diciembre. Todos
queríamos verlo desde el momento mismo en que lo armábamos.
El olor del musgo húmedo
impregnaba entonces nuestro hogar recordándonos que había llegado la
época más feliz del año. Por aquellos días, cubrir nuestro
pesebre de musgo no nos producía ningún sentimiento de culpa; el musgo
era algo que se adquiría con total libertad. Lejos estábamos
de saber que utilizarlo contribuía a la deforestación de los bosques. La naturaleza parecía invencible, a toda prueba. La
palabra "ecología" todavía no hacía parte de mi vocabulario.
Aquel lejano 16 de diciembre me senté con mi madre y mis hermanos junto al pesebre
profusamente iluminado con bombillos de colores (que todavía no
titilaban como los de ahora), para rezar la Novena del Niño. Ante el
encanto de la voz de mi madre mi mente viajaba en alas de la imaginación
por esos lugares desérticos de Palestina en los que ocurrieron dos
mil años antes, hechos tan prodigiosos. Me parecía ver a María y a José
recorriendo en el burro los caminos de Judea hasta llegar al
establo en donde nacería el niñito.
Aquel primer día de la Novena
rezamos con gran fervor, y al final cantamos con más
entusiasmo que armonía, acompañados por ruidosas panderetas hechas por nosotros
mismos con alambre y tapas aplastadas de Coca cola, los alegres gozos y
el, "Vamos pastores, vamos".
Bajo el pesebre de paja en el que estaba recostado el pequeño Niño, yo ya había dejado mi cartita con las peticiones para esa Navidad. Quería que el Divino Niño tuviera tiempo de leerlas.
Bajo el pesebre de paja en el que estaba recostado el pequeño Niño, yo ya había dejado mi cartita con las peticiones para esa Navidad. Quería que el Divino Niño tuviera tiempo de leerlas.
Y los días fueron pasando. En mi
hogar funcionaba todavía por aquel entonces la imprenta fundada por
mi padre hacía unos años. La temporada navideña llegaba siempre con una
inusitada carga de trabajo. Papá debía laborar día y noche sin
descanso para alcanzar a cumplir los numerosos compromisos. Un trabajo agotador
que no paraba nunca y que mantenía todos los lugares de nuestra
casa repletos de papel para imprimir y de trabajos por terminar. Pero mi padre estaba contento de tener tanto quehacer. Gracias a eso, esta sería una bonita Navidad.
casa repletos de papel para imprimir y de trabajos por terminar. Pero mi padre estaba contento de tener tanto quehacer. Gracias a eso, esta sería una bonita Navidad.
Aunque el Niño Dios era
el encargado de traernos nuestros juguetes navideños, nuestros padres eran
quienes nos compraban la ropa y los zapatos para estrenar con motivo de esa celebración. Dos
días antes de la Nochebuena, salí junto con mi madre y mi
hermana menor a comprar nuestros vestidos navideños. Aquella vez,
como en años anteriores, acudimos a hacer nuestras compras al Almacén del
Niño, un lugar especializado en ropa infantil situado en el centro a pocas cuadras de
nuestra casa. Recuerdo que ese día solo hubo un traje de mi talla. Los
vestidos que allí vendían estaban confeccionados casi en su totalidad,
para niñas más pequeñas, y yo, ya era casi una jovencita. Aquel, mi último vestido de niña, fue en verdad, muy hermoso. Recuerdo
que era de organdí azul claro con orlas de delicado encaje, mangas
bombachas y una crinolina almidonada que le daba vuelo y volumen a la amplia
falda.
El día antes de Navidad, papá
clausuró las actividades en su taller y dio vacación a sus operarios. Para él,
lo más importante era que en esa fecha especial,
pasáramos tranquilos, unidos y contentos y un poco apartados del corre-corre de la empresa. El 24, como ya era
su costumbre, mis padres salieron rumbo al mercado, que por
entonces se conocía como "la galería", a comprar
las mazorcas para los tamales navideños que mamá preparaba
siempre en esa fecha. Durante todo el día papá estuvo junto a ella
moliendo los granos, lavando las hojas y armando los envueltos.
Poco a poco fue llegando la
noche, la noche más esperada del año. Recé la Novena con especial fervor y
al terminar, me acerqué hasta el pesebre en el que estaba recostado el Niñito,
busqué entre las pajas mi cartita y con emoción comprobé que ya no estaba.
Sí, ya se la había llevado. Me invadió una gran alegría. Días antes
había escuchado en mi colegio algo por completo inusitado. Otras niñas
más grandes se burlaron de mi creencia en el Niño Dios. Me aseguraron que
no existía, que los juguetes nos los traían nuestros padres.
"Ellas, son las que están equivocadas", pensé en ese momento
con disgusto, y de inmediato aparté de mi mente una afirmación tan descabellada.
Llena de alborozo
ayudé a mi madre a arreglar la mesa navideña. Papá quería que
cenáramos temprano para que después, todos juntos, fuéramos a
la misa de gallo celebrada a media noche en la iglesia cercana. La cena estuvo deliciosa. Mamá
preparaba en Navidad una cena realmente pantagruélica con los más
variados manjares y postres, pero lo que primero nos servía eran
los deliciosos tamales de choclo, rellenos con cerdo, pollo, maní,
aceitunas y huevo duro. A la misa de gallo acudí con mi pinta
navideña a la manera de una niña francesa: mi hermoso vestido azul
celeste, un coqueto sombrerito de paja en la cabeza y mis lindos zapatos negros
de charol. Al retornar a nuestro hogar todos salimos a la
calle a quemar la pólvora que papá tenía comprada de antemano y de la que era
fanático: velas romanas, volcanes, castillos, y bengalas. Eran esos, momentos
de mucha jolgorio y regocijo. Otros vecinos salían también a
quemar pólvora y toda la calle se impregnada con ese particular olor que para mi, quedo siempre asociado a la Navidad.
Agotada por tantas emociones me
quedé dormida soñando en lo que había pedido al Niñito con tanta ilusión en mi
cartita: la hermosa muñeca dormilona de ojos verdes y rizos dorados y
su coche de mimbre.
Me desperté ante los
gritos de contento de mis hermanos pequeños que ya habían descubierto sus
juguetes; mi hermana menor se despertó también y con gran alborozo
encontró a los pies de su cama la muñeca que había pedido. Yo, estaba
desconcertada. No veía nada. Busqué bajo cama, y alrededor del cuarto, pero mi
muñeca no estaba ahí. Entonces caí en cuenta de una caja delgada y larga que
estaba bajo mi almohada: un juego de ping pong.
Mamá entró en ese momento
y al observar mi desilusión me abrazó y me dijo bajito: "Mi amor, ya casi
eres una mujercita. Vas a ver cómo vas a disfrutar con este juego".
La miré desconcertada. Y entonces comprendí: las compañeras del
colegio estaban en lo cierto.