Sentado en posición de loto en una esquina del templo, el viejo monje permanece estático con las manos cruzadas sobre el pecho y la actitud taciturna y
ausente. Su mente vaga y divaga por los brumosos vericuetos de la mente. De
pronto, en medio de su meditación, la visión surge potente y vívida: el demonio en persona los visitará esa noche. Un estremecimiento recorre su cuerpo. Aquel de quien han huido por
años está cerca. Sabe que su presencia en aquel lugar
prohibido y los textos salvados años ha del fuego serán su sentencia de muerte.
No teme por él, pero sí por los jóvenes monjes que aún permanecen en el lugar. Consciente del peligro, los reúne y les apremia a salir del monasterio
cuanto antes. Deben huir a través de la montaña y llevar consigo los textos sagrados que alcancen a recoger, pero deben tener cuidado, no pueden ser
descubiertos con ellos. Solo él y el anciano portero permanecerán en el lugar. Ya no tienen fuerzas para adentrarse por los escarpados senderos.
En el momento en que el último monje sale por la puerta trasera del monasterio se escuchan fuertes golpes en la puerta de entrada.
Li Su, el primer
ministro del reino, aguarda a la orilla del río con el ceño fruncido. Está
preocupado. El emperador Qin Shi evidencia desde hace varios meses un
comportamiento inusual rayano en la demencia. Los espíritus de
su madre, de su padre, de sus hermanos y de los innumerables seres
a los que ha quitado la vida,
no lo dejan en paz. La sangre derramada lo persigue. Sabe que es odiado. No se siente seguro en ninguna parte. Sólo parece confiar en él.
Desde hace varias
semanas, custodiados por una numerosa escolta, han emprendido un largo viaje por
la provincia de Xi"an, a fin de
observar la construcción de su magnífico mausoleo y
la disposición del ejército de guerreros que lo acompañará en su postrer periplo. Solo unos pocos lo saben, pero los moldes de cada uno de esos
soldados ha sido sacado de un cuerpo vivo; cientos de hombres jóvenes de su
imperio han debido entregar su vida a ese propósito. La única forma de tener un
ejército leal y real. Una obra grandiosa jamás ideada por otro ser humano. Una
tumba que sin embargo, Qin Shi confía no usará nunca.
La caravana imperial
cruza por pueblos famélicos arrasados por la hambruna. Los campos están abandonados. Miles de campesinos han sido reclutados para trabajar en las
gigantescas obras imperiales.
—¡Qué sabes tú, primer
ministro, lo que es bueno o malo para tu emperador! —replica indignado Qin Shi, y añade perentorio— ¡No olvides nunca la distancia que nos separa! ¿Qué
puede hacerme daño? Recuerda mi condición: ¡Soy inmortal!
—Nunca lo olvido, gran
señor. Sea pues tu voluntad.
Al contrario de
quienes rodean al emperador que solo experimentan por él temor y
aprensión, Li Su le es fiel; una lealtad que se ha conservado
intacta a lo largo de los años, de las sangrientas guerras y de los
innumerables crímenes cometidos por Qin Shi desde aquel lejano día en
que él, muy joven todavía, llegó al palacio a ofrecer sus servicios al niño de
trece años que acababa de heredar el poder. Pero Li Su no solo le es
leal al emperador, lo admira. Qin She ha logrado lo que nadie antes: unificar el imperio; doblegar a todos sus enemigos; acabar con los reinos
tribales; levantar una muralla de protección nunca antes imaginada; unificar el idioma... Es, sin ninguna duda un mandatario
excepcional.
Desde hace un tiempo,
sin embargo, Li Su percibe en él algo extraño, preocupante. El emperador
no tiene buen semblante, su salud no marcha bien. La piel de su cara, de
sus manos y de sus pies luce traslúcida. En algunas partes su piel se descama. Sufre de
úlceras en la boca; se queja de tener en ella un sabor metálico. Padece
sudoración profusa en las noches, agitación y dificultad para respirar.
Pero lo que Li
Su conceptúa más grave, es lo que le pasa a su mente, que antes, siempre avisada y alerta, está ahora perdida en la bruma pesada de
los recuerdos. De continuo lo atormentan visiones del pasado, y deseos ilógicos, descabellados, como ese de pescar con
ballesta peces fantásticos a la orilla de río Bahe. Una imprudencia en su
estado actual de salud. Pero, ¿cómo decírselo sin que se apodere de él la
furia? Li Su lo conoce y se guarda bien de contradecirlo. Qin Shi no
dudaría en emitir la orden de su ajusticiamiento si algo le incomodara. O
hasta de ajusticiarlo por su propia mano.
Sin poder impedirlo, observa al emperador entrar en las aguas del río y eufórico, lanzar con su ballesta dardos a peces imaginarios que solo él ve. Los hombres de su escolta lo observan absortos. Li Su sabe que están desconcertados por el extraño comportamiento del emperador, pero sabe también que guardarán un respetuoso silencio. Emite un profundo suspiro y aguarda con paciencia, sentado a la orilla del río, a que
el emperador agote su capricho.
Pero, esta vez no tiene que esperar mucho tiempo. Algo
inesperado ocurre de pronto: el emperador emite un grito de dolor, se lleva sus manos al vientre y cae desgajado a las aguas del río.
Profundamente alarmados, Li Su y varios miembros de su escolta
llegan de inmediato hasta su lado y con suma delicadeza lo
trasladan al carruaje. Está helado. Es preciso buscar refugio en un
lugar cercano; no hay tiempo que perder. Imposible regresar a palacio.
Están a muchas leguas de distancia. Y cerca, es imposible hallar un lugar
habitado. Por orden del propio emperador los alrededores del sitio en el
que se construye su tumba son sagrados; nadie debe habitarlos. Llenos de
inquietud los hombres de la escolta tratan de encontrar un lugar
adonde llevarlo.
Uno de los guardias
avista en lo alto de una ladera, semioculto por la vegetación, lo
que parece ser un viejo monasterio. Prestos, se encaminan hacia allá
llevando en una angarilla al emperador que ya empieza a recobrarse. La caravana
trepa difícilmente por una primitiva escalera de piedra que conduce a la cima.
Sus monturas tropiezan entre las piedras. A medida que suben la montaña se hace
más y más salvaje. Los precipicios cortan el camino, los torrentes brotan aquí
y allá entre las rocas; la maleza crece tupida y gruesa. El musgo
que cubre las piedras es suave y resbaladizo, y salvo al medio, no tiene
señales de pasos humanos, como si solo una o dos personas hubiesen transitado
por ahí. Pese a tener sus faroles encendidos, se guían sobre todo por
la luz de la luna. El sendero remata en un templo construido de piedra bruta apoyado junto al acantilado; un pequeño templo viejo y ruinoso cuyas
puertas están cerradas. Durante unos segundos uno de los escoltas
permanece con el oído pegado a la puerta cerrada. No se escucha nada. Empieza
entonces a golpear violentamente hasta que al fin la puerta se abre y
aparece el rostro rapado de un viejo sacerdote.
—¡Abre la puerta,
anciano! —grita el guardia y su voz resuena dura y cortante en el apacible
lugar.
El sacerdote abre
entonces un poco más la puerta y murmura con voz aflautada:
—¿Acaso no hay posadas
y casas de té en las aldeas? No somos sino una pobre comunidad formada por unos
cuantos hombres que hemos abandonado el mundo y no disponemos sino de una
miserable comida sin carne y agua.
—¡Abre la puerta a tu
señor, maldito anciano! - grita de nuevo el guarda.
El emperador,
recobrado sorpresivamente del vértigo experimentado momentos antes, baja de la angarilla, llega hasta la puerta y de un fuerte empujón hace rodar por el suelo al viejo sacerdote.
—¡Matadle!, —ordena
perentorio a sus hombres y en seguida, sin volver atrás la cabeza, se
encamina con pasos ligeramente titubeantes al interior del templo seguido por Li Su y varios de
los miembros de la caravana que tratan
de iluminar con sus faroles su camino. Pasa por la gran sala donde están dioses cuyos rostros ya han empezado a borrarse. El barniz dorado con el que algún día estuvieron recubiertos cae ahora sobre sus cuerpos de arcilla. Son viejos al igual que el templo. Pero Quin Shi no
les concede ni siquiera una mirada.
Recorre las estancias vacías una por una hasta llegar a la biblioteca. Allí, el anciano sacerdote, sentado en posición de loto, aguarda sereno. En los anaqueles reposan todavía unos pocos textos que los jóvenes monjes no alcanzaron a llevar en su huida.
—¡Levántate! —Ordena
Qin Shi y al ver que el sacerdote no lo hace lo increpa con furia.
—¿ Acaso no sabes
quién soy?
—Alguien muy poderoso
sin duda, señor. Presentí tu visita
—responde el sacerdote.
—¿Y no sientes temor? ¡Vas a morir!
—Lo sé, señor. Falta ya muy poco para que mi espíritu encuentre el reposo
—¿Acaso, no temes la
muerte?
—En absoluto, gran señor. Poco,
muy poco me ha dado la vida como para temer perderla.
—¿Y si pudieras vivir
por siempre?
—¡Qué gran tormento!
—¿Qué crees que vas a
encontrar a tu muerte?
—Serenidad.
—¿Sólo eso?
—No necesito más.
Mi señor —lo
interrumpe, en ese momento Li Su, que preocupado lo ha seguido hasta
allí— debéis mudaros de ropa y calentaros. El tiempo está frío y vuestras ropas
están todavía húmedas.¡Haced un fuego!
—ordena enseguida a los hombres de la escolta— Quemad todo lo que pueda
quemarse. Echad a la hoguera estos y todos los textos que
encontréis.
—Destruir el
conocimiento será por siempre tu más grande pecado —sentencia el sacerdote, mirando
al emperador, y añade pensativo como
hablando para sí mismo— aunque quizá,
ciertamente, algún día alcances la inmortalidad.
—¿Sabes acaso que soy
inmortal? –pregunta Qin Shi Huang, expectante.
—No. No lo eres. Estás
tan cerca de la muerte como yo, aunque para vos, ella no sea atractiva.
—¿Te atreves a afirmar
que voy a morir?
-Sí, gran señor. De
hecho ya casi eres un cadáver.
-¿Cómo te atreves?
¡Maldito emisario de las sombras! ¡Vete pues a ellas!
Sin que Li Su se
atreva a impedirlo, Qin Shi en medio de
un paroxismo de furia repentina saca su espada y de un solo tajo cercena la
cabeza del viejo sacerdote.
La Luna se ha ocultado detrás de las nubes y las sombras cubren por completo la noche. El viejo monasterio
parece dormir. El silencio es sobrecogedor. Al abrigo del fuego,
custodiado por Li Su y por su escolta, el emperador duerme con un sueño
pesado semejante a la muerte. Li Su se acerca a él varias veces en la noche
para constatar que aún respira.
Antes de caer dormido, el
emperador ha ingerido, como cada noche, la pastilla de mercurio líquido,
que según cree, le otorgará la inmortalidad. Qin Shi Huang anhela vivir por
siempre.
Agosto 30 de 2014