La
promesa
Hugh ingresó al café y después de echar una mirada a su alrededor se ubicó en
la única mesa desocupada que encontró. El alegre bullicio de las conversaciones y las risas flotaba en el ambiente.
El Café de
Flore, situado en el barrio Saint-Germain, uno de los más
tradicionales de París, era uno
de los lugares preferidos por bohemios, turistas y escritores para refugiarse
de la lluvia y despedir las frías tardes del otoño parisino.
–Media botella de Pouilly Fumé –pidió escuetamente
al mesero que se acercó a atenderle. El día anterior había
paladeado ya ese vino y a pesar de no ser afecto a la bebida tuvo
que reconocer que aquel sauvignon blanc con reflejos dorados, tenía
un excelente bouquet y una embriagadora sensación a frutos secos.
Había viajado a París cuatro días antes
con otros compañeros del cuerpo de marines norteamericanos para representar a
los Estados Unidos en un acto conmemorativo de la victoria aliada en la Segunda Guerra
Mundial. La ceremonia que se había llevado a cabo ese mediodía tuvo
para él especial trascendencia, pues su abuelo fue uno de los seis
mil norteamericanos que murieron en el desembarco de Normandía.
Al terminar el acto y luego de la
recepción que se brindó a los asistentes, sus compañeros del cuerpo de
marines quisieron dar una vuelta por la ciudad, pero él no estaba de buen
ánimo y respondiendo a un secreto impulso se dirigió al café de Flore para
disfrutar de nuevo el encanto de la bohemia parisina que tanto le había
cautivado el día anterior.
Se acomodó en su silla y paseó sus ojos por el lugar. En las esquinas más apartadas,
algunas parejas jóvenes conversaban apasionadamente sin prestar
atención a lo que acontecía a su alrededor; en el centro del salón, un grupo de
turistas italianos brindaba, cantaba y bebía en medio de estruendosas carcajadas;
más allá, una pareja mayor cenaba en silencio; la mayoría, sin embargo de
los parroquianos parecían ser intelectuales y artistas franceses. Él,
era el único solitario.
Se acomodó en su silla y paseó sus ojos por el lugar.
Aunque ya había podido percibir
esa especie de ofensiva indiferencia y ausencia de curiosidad que los
parisinos demuestran hacia los turistas, sabía que de seguro su atuendo no
pasaría inadvertido pues aún llevaba el traje de la armada
norteamericana que se había puesto por la mañana.
La música suave, la magia del
vino, la alegría del lugar y la vibrante energía de los
presentes infundieron en su ánimo, de manera paradójica, un
atisbo de melancolía El recuerdo de Brenda, su novia, lo puso nostálgico.
Cuánto le hubiera gustado compartir con ella ese viaje y disfrutar
juntos lugares como ese. La próxima vez, se dijo, volverían al mismo lugar, pero
ya unidos para siempre. Sonrió. Sí, así sería.
Se habían conocido tres años antes
durante la reunión bailable que siguió a una revista militar con
motivo de la independencia americana. Brenda, una joven y atractiva
pelirroja de ojos verdes y cuerpo espigado, prestaba sus servicios como
enfermera en un Hospital Militar cercano a su base en Houston.
Hugh, alto y apuesto, se desempeñaba como infante de marina y estaba ya
próximo a ser ascendido a capitán. Al ser presentados por un amigo común,
la atracción surgió instantánea en la pareja. La similitud de
intereses y de hobbies y más tarde, la aprobación y simpatía de sus dos
familias, los acercaron aún más y decidieron unirse para siempre. La atracción
primera se había convertido en un profundo amor. Su matrimonio estaba
proyectado para el próximo diciembre.
Se sirvió otra copa y suspiró.
Bajo el placentero y sedante efecto del vino, la nostalgia experimentada
minutos antes, daba paso a una agradable sensación de plenitud.
De pronto, la vio. Estaba parada
en mitad de la puerta de entrada como si deseara pasar al interior pero a la vez indecisa de hacerlo por lo congestionado del
lugar. Al verla en esa situación sintió un súbito impulso y con la
mano le hizo desde lejos un gesto invitándola a compartir su mesa. Fue algo
impulsivo. Para su sorpresa, su espontánea invitación fue aceptada.
Con pasos
ondulantes la mujer se acercó a su mesa. Tenía un cuerpo perfecto, facciones
regulares y cabello castaño oscuro recogido en su nuca. Vestía una túnica blanca con profundo escote en V. A pesar
de su innegable atractivo nadie sin embargo en el lugar pareció darse
cuenta de su presencia.
–¡Estos franceses! – pensó para sí
contrariado.
Cuando llegó a su lado, se levantó
caballeroso para saludarla y acercarle la silla.
– Bonsoir Mademoiselle
–Bonsoir capitaine –saludó la recién
llegada haciendo alusión al uniforme militar.
–Mon français est très pauvre, ¿vous
parlez anglais? – preguntó Hugh, quien no se sentía muy seguro con su reducido
francés.
–¡Of course! – respondió ella de
inmediato con una sonrisa.
Al tenerla cerca, Hugh pudo
observarla con mayor detenimiento. No era tan joven ni tan bonita como le
pareció al verla desde lejos, pero tenía un exótico y raro atractivo:
ojos rasgados de mirada enigmática y profunda, piel perfecta
como de cera y brazos torneados que llevaba cubiertos de pulseras. No podía
precisar su edad, ¿treinta, treinta y cinco, quizá cuarenta?...
Gentil, la invitó a pedir lo que
le apeteciera, pero ella escogió el mismo vino que él ya estaba
tomando. Hugh pidió entonces al mesero que llevara otra copa:
-Se il vous plaît serveur une boisson
pour la dame.
El mesero se quedó mirándolo con
desconcierto, pero alzando los hombros en un gesto de "si así lo
quiere", cumplió con su pedido. Hugh tomó otra copa de vino y
ajustó su chaqueta. Hacía frío.
–¿De qué país eres capitaine? –
preguntó la joven sonriéndole con mirada coqueta mientras levantaba su
copa.
–Norteamericano –contestó Hugh y añadió–:
pero aún no soy capitán, mademoiselle, soy teniente.
–¡Oh, la, la! Son lindos los lieutenants. Conocí muchos durante la guerra.
–¿Cuál guerra? –preguntó Hugh.
Ella no contestó, se limitó a mirarlo
con un matiz de tristeza en sus bellos ojos negros y solo después de unos
segundos volvió a tomar la palabra.
–Hace años, durante la gran
guerra, cuando todavía eras un niño, lieutenant, este café estaba
lleno de militares tan bellos como tú. Yo solía venir aquí. Todos me conocían y
yo los amaba a todos.
-¡Qué cosas dices! Te gusta bromear por
lo que veo.
-Nunca lo hago y menos ahora. ¿Amas
la guerra, lieutenant?
–¿Cómo podría alguien amarla? –le
respondió Hugh.
–¿Y entonces, por qué escogiste las
armas, lieutenant?
–Para luchar por evitarlas, mademoiselle, y a propósito, ¿cómo te llamas?
–Margaretha, y tú?
–Hugh, Hugh Donovan. Oye, Margaretha es
bonito tu nombre.
–Oui, pero casi nadie me conoce
por él.
–¿Eres
francesa?
–¡Oh non,
cher! Soy holandesa. Dime, ¿por qué llevas el
uniforme?
–¡Al fin alguien me pregunta eso! Los
parisinos, Margaretha, son algo indiferentes, ¿no crees? Pues bien, hoy
participé en un acto militar representando a los Estados Unidos en
una ceremonia conmemorativa de la victoria aliada durante la Segunda Guerra
Mundial, y luego no me preocupé por cambiarme.
–¿Sabes una cosas, lieutenant? Quizá esa
segunda guerra se habría evitado si Alemania hubiera ganado la primera.
–¡Qué cosas dices! Inimaginable pensar
en lo que habría ocurrido de ser eso cierto.
–Las cosas al final se habrían calmado,
créeme. ¿No ves, lieutenant lo que ha ocurrido al paso del tiempo? Los enemigos
de entonces son ahora grandes amigos y los amigos de aquellos días están ahora
distanciados. Nada es para siempre. Todo cambia. Todo es parte de un
juego fugaz.
–¡Un juego!
–Un juego peligroso, claro. ¡Si lo sabré
yo!
–Tal parece que la guerra te atrae,
Margaretha.
–No, la guerra no. Pero sí los
militares. Tuve muchos amigos durante la gran guerra, alemanes, franceses, italianos. Pero tú, lieutenant, eres el primer l'armée américaine que
conozco.
Hugh estaba intrigado, Margaretha
decía cosas que le hacían dudar de su estado mental.
–¿Estás casada? ¿A qué te dedicas,
Margaretha? –le preguntó intrigado.
–A recordar.
–¿Cosas buenas o malas? – volvió a
preguntar Hugh con una sonrisa.
–Decepcionantes. Al final todos te
traicionan cuando caes en desgracia –contestó ella melancólica.
–Mejor no hablemos de estas cosas –cortó
Hugh y añadió con una sonrisa–: De seguro conoces muchos parajes interesantes
en París, mañana es mi último día en la ciudad, ¿te gustaría servirme de
guía?
–Me encantaría, mon amour, pero
mañana es 15 de octubre y tengo que estar en Vincennes. Esa fecha y
ese lugar son muy importantes para mí. Quiero pedirte ahora
algo porque no sé si después volvamos a vernos.
-Claro que lo haremos, pero dime, ¿qué
puedo hacer por ti, Margaretha?
–Cuando vuelvas a los Estados Unidos
visita por favor en San Francisco a un anticuario llamado Axel Miller que
tiene su tienda en el 3558 17th St. Pregúntale por la cabeza
embalsamada que conserva junto con otras curiosidades. Él sabe de qué se trata.
No debe tener un gran valor, cómprala y dale sepultura. Te lo pido.
–Oye, Margaretha, San Francisco está a
muchos kilómetros de Houston donde yo resido, pero te prometo que trataré de
complacerte.
–Hazlo, por favor. Y ahora,
excusez-moi, voy un momento a la toilette, no demoro – dijo alejándose en
dirección al baño no sin antes enviarle a Hugh un beso con la mano.
Hugh sonrío y se quedó observándola
mientras se perdía entre los asistentes con pasos sinuosos como de bailarina.
Al igual que cuando ingresó al café, ahora tampoco nadie pareció
observarla.
Aguardó a que regresara, pero pasó el
tiempo y viendo que no aparecía, le preguntó preocupado al mesero si había
visto a la joven que estuvo conversando con él durante toda la noche. El
mesero se lo quedó viendo sorprendido:
—¿Cuál joven, monsieur?
– La que estaba conmigo – contestó Hugh.
—Yo no he visto a nadie –respondió el mesero y entonces Hugh cayó en
la cuenta de que la copa de Margaretha seguía intacta como si nadie la hubiera
tocado. ¿Habría sido todo un juego de su imaginación?
Molesto ante la sonrisa
inquisitiva del mesero, pagó la cuenta y ya se disponía a retirarse
cuando vio sobre la silla en la que había estado Margaretha una pulsera con
varios dijes de oro.
¡Era de ella! Pero, ¿entonces?
Una honda inquietud se apoderó de él. Ya
no quiso volver a reunirse esa noche con sus compañeros. Volvió a su hotel
que estaba situado en la calle San German cerca al café, entró a la
sala de internet y escribió en el buscador "Viccennes 15 de
octubre". La respuesta lo dejó atónito. La imagen que le devolvía la
pantalla era la misma de la mujer con la que había compartido la noche. No
menos sorprendente era lo que decía el texto:
"Margaretha Geertruida Zelle, más conocida como Mata
Hari, fue una famosa bailarina y actriz holandesa condenada a muerte por
espionaje y ejecutada durante la I Guerra Mundial en Vincennes, cerca de París
el 15 de octubre de 1917. Tenía cuarenta años. Su cuerpo no fue enterrado, se
empleó para el aprendizaje de anatomía de los estudiantes de Medicina como se
hacía con los ajusticiados en aquella época. Su cabeza embalsamada, permaneció
en el Museo de Criminales de Francia hasta 1958, año en el que fue robada,
seguramente por un admirador".
Al día siguiente en horas de la noche, Hugh
Donovan retornó a Houston, ansiaba reunirse de nuevo con su novia; su
matrimonio se realizaría en menos de dos meses.
Pero él sabía que antes, debía realizar un viaje a San Francisco para cumplir una promesa.
Pero él sabía que antes, debía realizar un viaje a San Francisco para cumplir una promesa.
Leonor Fernández Riva
Santiago de Cali, noviembre 15 de 1014