Cuando el equipo de arqueólogos enviados por
la potencia de turno, llegó a investigar
las desoladas ruinas de aquella ciudad sepultada en el olvido que hacía
parte de ese desértico y violento país conocido por todos como la “Nueva
Somalia” por campear en él la violencia más absoluta, se toparon, no sin cierta
sorpresa, con la estatua ya bastante corroída de un caballero antiguo que colocado sobre una pequeña loma, señalaba a la distancia como queriendo indicar el camino de quienes un día se marcharon
aprisa de tan aciago lugar.
Eso al menos, fue lo que dedujeron los científicos porque ya nadie podía informarles de qué se trataba. Para saberlo, habrían tenido que remontarse hasta un lejano verano...
Eso al menos, fue lo que dedujeron los científicos porque ya nadie podía informarles de qué se trataba. Para saberlo, habrían tenido que remontarse hasta un lejano verano...
Sí, hasta aquel fatídico año, en el cual el verano llegó más pronto que de costumbre y con él, amaneceres soleados y brillantes iluminados por un sol
espléndido y madrugador. "Demasiado madrugador", decían algunos.
Y es que en efecto, desde muy temprano en la mañana, ya se podía ver su luz en el horizonte y luego, al alcanzar su cenit al mediodía, era ya una fuente muy brillante de calor. Los árboles todos, bajo el efecto fecundo de sus rayos se cubrieron ese año de flores, presentando un espectáculo multicolor. Alfombras florecidas, fucsias, moradas, rosadas, amarillas tapizaban las calles de la ciudad dándole un toque romántico y cautivador. Era la temporada veraniega y había un ambiente festivo y alegre. Los estudiantes se despidieron de los colegios para disfrutar sus vacaciones y la ciudad toda entró en un periodo de relajación y de sosiego.
Y es que en efecto, desde muy temprano en la mañana, ya se podía ver su luz en el horizonte y luego, al alcanzar su cenit al mediodía, era ya una fuente muy brillante de calor. Los árboles todos, bajo el efecto fecundo de sus rayos se cubrieron ese año de flores, presentando un espectáculo multicolor. Alfombras florecidas, fucsias, moradas, rosadas, amarillas tapizaban las calles de la ciudad dándole un toque romántico y cautivador. Era la temporada veraniega y había un ambiente festivo y alegre. Los estudiantes se despidieron de los colegios para disfrutar sus vacaciones y la ciudad toda entró en un periodo de relajación y de sosiego.
Y pasaron los días, y después de su
alegre descanso los estudiantes volvieron a clases y los negocios reanudaron su cotidiana actividad. La urbe retomaba su ritmo. Habían pasado ya, en
teoría, los días cálidos del verano, la temporada invernal debía estar próxima.
Pero el calor no amainaba. Parecía que el sol se había olvidado de acudir a
otros lugares.
Hacía un calor sofocante. Y no llovía.
Algunas personas, empezaron poco a poco a
echar de menos la lluvia. "Se está tardando mucho", comentaba alguno.
"Ya hace falta que caiga agüita", decía otro. "San Pedro se
olvidó de nosotros", protestaban todos. Y no era para
menos. El clima cálido, intensificado por la falta de lluvia, se había tornado demasiado asfixiante.
Aquella ciudad había sido siempre
bendecida por el clima. Hiciera el calor que hiciera, en las tardes
una brisa fresca acariciaba las hojas de los árboles y ponía un detalle de
picardía en las faldas y en el cabello de las mujeres. Aun en el verano más caluroso,
ocasionales lloviznas refrescaban el entorno.
En ocasiones, es cierto, la lluvia se había hecho desear un poco, pero siempre llegaba. Y llegaba puntual y propicia para llenar de frescura y de verdor la profusa vegetación de la ciudad.
En ocasiones, es cierto, la lluvia se había hecho desear un poco, pero siempre llegaba. Y llegaba puntual y propicia para llenar de frescura y de verdor la profusa vegetación de la ciudad.
Algo extraño sin embargo, ocurría esta vez.
Desde hacía ya cinco meses no había vuelto a caer una gota de agua. La
vegetación y los árboles plantados en la ribera del emblemático río,
lucían exangües y mustios. Su follaje antes verde y rozagante se había tornado
amarillo marrón. Los árboles y plantas morían lentamente a la vista de
todos los habitantes. Pero éstos, aunque alarmados y contritos, no podían hacer nada para
auxiliarlos. El río, que abastecía de agua a la población había dejado de
serlo. Solo piedras resecas se veían en el que fuera su cauce. Y
eso mismo ocurría con otros pequeños ríos de la gran ciudad.
Conforme pasaban los días sin que
aparecieran en el firmamento las ansiadas nubes, esa primera inquietud de
unos pocos pobladores preocupados por la ausencia de lluvias, se fue extendiendo
a todos los habitantes. Las reservas de
agua de la ciudad disminuían dramáticamente. Muchos barrios empezaron a sufrir
su ausencia. Solo en las noches les llegaba un pequeño chorro de agua y ésta de
un aspecto poco tranquilizador.
Aquella
era una ciudad de clima cálido cuyos habitantes estaban acostumbrados a
bañarse hasta tres veces en el día, pero la aguda escasez y el
racionamiento obligó a los pobladores a retroceder a las primeras épocas
de la colonia durante las cuales el baño entre los colonos españoles era algo
excepcional.
En un principio, solo las comunas más
pobres acusaron la falta absoluta de agua. En los barrios pudientes, el
agua continuó llegando aparentemente sin ningún problema. Las cosas estaban
diseñadas en esa forma, tal como ocurre en todas las ciudades "bien
planificadas" en las cuales las urbanizaciones costosas tienen todas las
garantías y las de las personas carentes de recursos se construyen a la buena
de Dios.
No obstante, la sequía que agobiaba a la
ciudad era tan evidente que llegó un momento en que aun las lujosas
urbanizaciones sufrieron racionamiento. Algo muy grave estaba
pasando. La ciudad, lentamente al principio, y luego, de forma acelerada,
se estaba quedando sin agua. Y entonces, empezaron para todos las restricciones
del vital líquido. Quedó terminantemente prohibido lavar
automóviles, regar jardines, limpiar ventanas, desperdiciar.
Los habitantes de las barrios menos
favorecidos, desesperados ante la carencia absoluta de agua, bajaron hasta los más elegantes a exigir que sus propietarios les compartieran el líquido que tenían
en sus aljibes y cisternas. En toda la
ciudad ocurrió eso. Enjambres de personas sedientas acudían a los
barrios y condominios que todavía tenían agua exigiendo ser socorridos. Y su
aptitud no era conciliadora. Exigían su derecho a la vida.
Los edificios de los barrios acomodados tenían en efecto, aljibes propios y hasta acueductos, pero esas reservas de agua se agotaron
rápidamente ante la desmesurada exigencia de quienes la reclamaban con
violencia. No pocas trifulcas se suscitaron. De nada servía la protesta de los
guardias de seguridad quienes se veían impotentes para impedir el acceso de esa masa
humana vociferante y desesperada.
Y pasó
un año y la lluvia seguía sin llegar. Y el sol, en cambio, parecía calentar con mayor intensidad.
Las clases en los colegios habían terminado. Las oficinas
habían cerrado Y lo mismo fue ocurriendo con las fábricas y todos los negocios. No
funcionaba ningún restaurante. La hermosa vegetación de la ciudad era ya
solo hojarasca mustia. Los árboles no tenían una sola hoja verde; se veían
resecos, agostados. Los perros vagabundos y los habitantes de la calle
empezaron a aparecer muertos por las esquinas desfallecidos de sed. Nadie
podía ya bañarse, ni lavar la ropa. Si algo de agua llegaba era
solo para tomar. La ciudad empezó a oler mal. La gente olía mal. Todos se
miraban con desconcierto. Nadie sabía qué hacer. Eso que estaba pasando era
algo del todo inusitado. Algo que nunca había ocurrido.
De otras ciudades empezaron a enviar carros
tanques repletos de agua, pero antes de que ésta llegara a su
destino para ser repartida equitativamente, los vehículos eran asaltados
por las muchedumbres sedientas. Algunos vehículos hasta
fueron volteados. En la refriega, se perdía su preciosa carga y el
conductor y los guardias del vehículo,
la vida.
Cuando se cumplieron tres años sin llover,
empezó a ocurrir el éxodo. Era imposible resistir. Paulatinamente, la gente
empezó a marcharse de la ciudad. Al principio algunos intentaban detener a los
que huían: “Ya lloverá, decían”, “No hay que perder la fe”, insistían. Pero no
había nada que hacer. Primero fue una familia. Luego otra. Quienes
disponían de medios, se marcharon a otras ciudades o a otros países. Querían
dejar atrás tan ominosa realidad. Pero al final, todos debieron
hacerlo. Se volvió habitual ver camiones repletos de trasteos de
todo tipo. Los pobladores se marchaban presurosos de la ciudad hacia
lugares más amables. Y debían hacerlo a lugares distantes porque la sequía se
iba tomando poco a poco los pueblos adyacentes.
Alguien en alguna parte advirtió que la
posición del Sol y el ángulo de la Tierra estaban alineados de manera muy
similar a 11.500 años atrás cuando se inició la desertificación del inmenso
Sahara. Por alguna circunstancia desconocida el eje de la tierra había cambiado entre 22° y 24,5°, algo que
solo debería pasar luego de miles de años. Y ahora, la coordenadas fatídicas
apuntaban a Suramérica. Estaba empezando a formarse otro gran desierto.
Sin Dios ni ley, la ciudad quedó a merced de
los saqueadores quienes fueron desmontado rápidamente todas las viviendas y edificaciones.
Las carreteras se veían embotelladas por el tránsito de camiones cargados de
todo lo imaginable, desde ladrillos y
tejas hasta jacuzzis y aires acondicionados.
Y entonces, empezaron a ocurrir los incendios.
Se quemaron las bibliotecas, los teatros, las distribuidoras de papel, las
instalaciones de los supermercados, todo lo que podía arder. Nunca se supo si fueron manos criminales. Todo
ardió y se consumió hasta dejar la ciudad
convertida en un cascarón vacío.
Y no volvió a llover. Porque aquel verano, nunca acabó.
Leonor María Fernández Riva
Santiago de Cali, Septiembre
de 2015
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