La inexorable fugacidad del amor
Al escucharla, Sebastián, dio un respingo y la
miró sorprendido sin poder articular palabra. Sus ojos reflejaban un profundo desconcierto.
Ella
tampoco supo qué decir. Sus labios se curvaron en una sonrisa irónica y moviendo su cabeza de un lado a otro como
diciendo “no tienes remedio”, salió cerrando la puerta de un portazo.
Bajó luego a la sala, quería pensar en lo que
había pasado. Su mente le repetía una y otra vez: “¡Estás libre, libre! Pero,
¿por qué su corazón no sentía alegría? ¿Por qué sus ojos estaban húmedos?” Sin
atinar que hacer, paseó su mirada por cada detalle de su acogedora casa. La
lámpara aquella traída de Marruecos que colocaron ella y Sebastián con
tanta ilusión en una esquina de la sala, el cuadro colorido y abstracto del
famoso pintor, las vasijas, las plantas… “Ahora", pensó, mientras una lágrima se deslizaba por
su mejilla "todo carece de sentido”.
Dieciséis años antes cuando se unió enamorada a
Sebastián, no imaginó que el amor apasionado que experimentaba por él en ese
momento derivaría con el paso de los años en tan profundo desencanto y
hastío. En el momento en que se conocieron Sebastián tenía cincuenta
años. Le llevaba dieciséis pero esa diferencia de edad no parecía
importante por aquellos días. Él era fuerte, atractivo, conquistador,
alegre. Los dos estaban casados, pero fue tal la atracción que los embargó al conocerse, que decidieron terminar con sus respectivos
matrimonios para empezar juntos una nueva vida. El suyo era un amor absoluto,
diferente, a prueba de todo… eterno. La vida y el amor les
sonreían.
Al poco
tiempo de casada, empezó sin embargo a descubrir aristas en esa superficie
aparentemente tan pulida y perfecta. Creía conocer bien a Sebastián, el hombre
al que había unido su destino, pero este le deparó más de una sorpresa no
siempre agradable. A ella, casada antes con un hombre tranquilo, más bien
tímido, e introvertido la atrajo desde el primer momento el carácter alegre,
extrovertido y sociable de Sebastián. Él era realmente un hombre
encantador, así la conquistó. Pero al paso de los días se fue dando cuenta de
que así como era con ella lo era también con otras mujeres. ¿Hasta dónde
llegaba con ellas? Nunca lo supo del todo pero tuvo que aceptar que le gustaba
coquetear y beber, que no podía detenerse cuando estaba disfrutando una
reunión, y que aquellas invitaciones de fin de semana se alargaban y alargaban
de manera agotadora para ella hasta bien entrada la madrugada. Y entonces,
empezó a odiarlas. De carácter más bien hogareño sufría con ese tipo de
reuniones interminables que no le deparaban nada bueno. Pero no había nada que
hacer, cada fin de semana tenían en su casa un festejo que se
prolongaba hasta bien entrada la madrugada. Un derroche excesivo de esfuerzos y
de dinero. No era así como ella había imaginado que sería su relación.
Y
así como debió adaptarse a ese tipo de eventos sociales y a las aventuras e
infidelidades de su marido, debió también adaptarse a otros pequeños grandes
detalles de la vida cotidiana: Sebastián roncaba, y lo hacía en forma por demás
estrepitosa…Debió acudir a las píldoras para poder dormir. Le era
imposible conciliar el sueño al lado de su marido de otra manera.
Y sin
embargo, consciente de todo lo que había dejado atrás, de todo lo que
había sacrificado y de todo el dolor que había causado a otros seres para
unirse a Sebastián, procuraba que su matrimonio continuara siendo aunque fuera
en apariencia una excelente relación, la envidia de todos quienes la
creían muy bien casada.
Pero los
años no pasan en balde. La empresa que fundó Sebastián con otros
ingenieros amigos no tuvo el resultado esperado y se fue a la quiebra. Al
principio los síntomas de peligro eran sutiles. Un contrato perdido aquí, otro
allá. Pero llegó un momento en que el trabajo se fue espaciando por periodos
cada vez más largos hasta llegar a un punto crítico. Sebastián ya no era
ya el atractivo ingeniero de 50 años que ella conoció y que la conquistó.
Tenía ya sesenta y seis años. Abocado a una involuntaria desocupación y con
mucho tiempo libre, empezó a pasar muchas horas en su casa viendo televisión.
Sus amistades se habían alejado. Poco a poco, se fue hundiendo en la
depresión. No encontraba la forma
de salir de ese hueco en el que había caído.
El hombre
enérgico, alegre, solvente, carismático que la había conquistado años
antes con su gran atractivo, se había convertido de la noche a la mañana
en un ser cansado, apagado, sin tema de conversación. Un viejo. Y un
viejo lleno de malas costumbres. Iba varias veces al baño en el día
y a veces olvidaba soltarlo, padecía de gases y su boca no siempre
olía bien. Dos copas de licor ya le hacían perder el sentido. “¿Cómo -se había
preguntado ella muchas veces, ese hombre joven, fuerte y atractivo con el
que me casé hace tan pocos años se ha convertido de pronto en un
viejo? ¿Cómo, ha podido pasar todo esto en tan pequeño lapso de dieciséis
años? Nunca atinó a entenderlo, pero de pronto, aquel hombre del que se
había enamorado desapareció y empezó a verlo como se ve a un tío o a un hermano. La ilusión había
terminado. Su vida sexual dejó de
existir.
"La
vida, nos cobra caros nuestros errores", pensó, sin dejar de sonreír con
ironía mientras por sus mejillas se deslizan a pesar suyo unas lágrimas.
Esa misma tarde,
su madre, una mujer inteligente y observadora que no había podido menos que percibir el
estado crítico en el que se encontraba su matrimonio se había referido al
tema mientras saboreaban juntas un café en una acogedora cafetería:
– Hija, he
notado que últimamente tratas a Sebastián con mucha frialdad, procura ser
un poco más cariñosa con él, no lo eres en absoluto.
– Mamá –le
había respondido– Ya no estoy enamorada. Ese sentimiento se perdió
hace mucho tiempo. Y no es solo eso. Ya no siento deseos de estar con él. Mi vida sexual es nula. Es más, hasta el pensamiento me repugna. Esa parte
de nuestra relación ya es historia.
–Me
preocupa eso que me dices hija, aunque no sientas ya lo mismo por tu
esposo, debes tratar de tener un poco más de intimidad con él, para
los hombres aunque estén viejos, ese aspecto es muy importante. Si les falta
sexo, se termina su vida.
–Si a él
le hace falta eso debe buscarlo en otra parte, mamá. Pero claro, le va a costar
bastante porque él ya no es el hombre que fue ni tiene el dinero que lo hacía
tan atractivo y solvente. Tu sabes que hay muchas mujeres pero a todas hay que
conquistarlas con detalles, con regalos.
–Me duele
que hables así, hija mía. ¿No te has preguntado si Sebastián tiene también
reparos que hacerte a ti? En una relación las dos personas tienen responsabilidades. A lo mejor él tampoco está
contento. Sería bueno saber lo que piensa.
–Lo que él
piense, me tiene sin cuidado, mamá. Yo he tratado de ser una buena
esposa y una buena amante, pero sus liviandades y excesos y esa dejadez que se
ha apoderado de él últimamente me tienen hastiada. No soporto su contacto.
– Es muy
grave lo que me dices hija. ¿Y qué has pensado hacer? ¿Abandonarlo? ¿Pedirle el
divorcio?
–No, mamá,
no. A pesar de todo creo que le tengo
afecto. Yo bien sé que esto que estoy viviendo es el karma que me
merezco. Le hice daño a muchas personas cuando me separé de un hombre
bueno y joven que me adoraba para casarme con Sebastián. Una insensatez. Me merezco lo que me está ocurriendo y estoy dispuesta a sufrirlo. Nunca
dejaré a Sebastián. Estoy atada a él. Sé que ya pronto entrará en un
periodo de franca decadencia, de hecho eso ya está ocurriendo, pero no
voy a dejarlo. Y él lo sabe. Sabe que
puede contar conmigo.
– Cómo me
agrada escucharte hija – le había
replicado su madre. Eso habla muy bien
de ti. De tu nobleza y de tu lealtad. Me voy con el corazón tranquilo sabiendo
que tu hogar no se va a destruir.
– Sí,
mamá, es lo que pienso y lo voy a cumplir. Sin embargo –había añadido– hay una
excepción, algo que de ocurrir pudiera echar al traste con mis buenos
propósitos.
– ¿Una
excepción, hija?
– Sí,
mamá. Sí a pesar de todo Sebastián continúa en sus andadas, si se enreda con
otra mujer y continúa con ese jueguito de la infidelidad, irrespetando nuestra
relación romperé con él. Me hará un favor si lo hace no creas. Esa sería la llave que abriría la
puerta de mi liberación. Pero él es inteligente y sabe que no debe jugar
con fuego.
–No es
agradable lo que me dices hija, –había insistido su madre– yo quisiera verte
felizmente casada. Ilusionada, enamorada de tu esposo. Haz un esfuerzo, por
tratar de que las cosas se enderecen. Vale la pena créeme.
– Tú
siempre creyendo en cuentos de hadas, mamá … le había replicado rotunda– Soy
pragmática. Lo que yo vivo es la vida real. No me hago ilusiones. No te
preocupes por mi, tengo lo más satisfactorio: mi trabajo, mi profesión, el
respeto de quienes me conocen.
Luego, la
conversación versó sobre temas intrascendentes mientras la condujo en su carro
hasta su casa. De alguna manera, sin embargo, las palabras de su madre
siguieron repercutiendo en su mente: "deberías tratar de tener un poco más
de intimidad con tu esposo, para los hombres eso es importante".
–¿Será realmente
así? –había pensado– ¿Estará mi madre en lo cierto?
¿Valdrá la
pena volver a intentar un acercamiento? La idea no la entusiasmaba, pero…
Era
todavía muy temprano en la tarde cuando se dirigió a su casa. No solía llegar a
esas horas, pero pensó que sería una
grata sorpresa para Sebastián verla llegar. Sí, tal vez valía la pena tratar de revivir el pasado. Parqueó el carro en el garaje y subió las gradas.
Seguramente, él estaría viendo como todos los días la televisión.
Al verla se sorprendería gratamente. Quería darle la sorpresa.
Entró
despacio a su alcoba y entonces lo vio: estaba en su cama, pero no estaba
solo, tenía a su lado a su última secretaria, una chica muy joven, larguirucha y
poco agraciada. Los dos estaban desnudos
y era evidente que la pasaban bien. Estaban tan distraídos que en un primer
momento no cayeron en la cuenta de su presencia hasta que ella indignada aclaró
su garganta.
Leonor María Fernández Riva
Cali, octubre de 2016