Una señorita
de antaño
Su rostro no tiene edad. Sus rasgos se han ido afinando burilados por el tiempo y la melancolía. Cerca ya de
entregar su alma a quien crea tener derecho sobre ella, se obstina en
presentar una batalla al tiempo sobreviviendo con voluntarioso denuedo a sus
furiosas tormentas.
Detrás de los cristales de su ventana, teje y borda tapetes de hojas verdes y rosas coloreadas. De cuando en cuando, alza los ojos de la costura y deja divagar su mirada por la angosta perspectiva de la callejuela y por los tejados que dora el sol con su luz postrera.
Detrás de los cristales de su ventana, teje y borda tapetes de hojas verdes y rosas coloreadas. De cuando en cuando, alza los ojos de la costura y deja divagar su mirada por la angosta perspectiva de la callejuela y por los tejados que dora el sol con su luz postrera.
Su biografía carece de capítulos interesantes o pasionales. No le tocó en suerte vivir historias románticas
ni tiene experiencia en las alegrías y pesadumbres
del amor. Apenas, un vago y platónico galanteo iluminó sus años juveniles. Ella, desde su
ventana, él, desde la sombra de la callejuela.
Pero eso, ha quedado atrás. Lisa
y plana, su vida discurre ahora con semejanza invariable. Su labor obstinada la
ayuda a apartar los malos sueños y a sobrellevar los suspiros intermitentes que
fugan de su enflaquecida esperanza. Por la tarde borda sus tapetes amparándose en el ensueño y la añoranza. Por las noches ora ante el antiguo crucifijo.
De vez en cuando, sin embargo, su
mente se remonta, presa de la nostalgia,
hacia esa noche lejana. Y de nuevo surge
aquel interrogante que la ha atormentado siempre: “¿Cómo habría sido mi vida si
aquella noche yo hubiera partido?”. Y sin darse cuenta, una lágrima rueda por
su mejilla.
Aquella noche, el
silencio, cual una densa nube gravitaba sobre su corazón. Del subsuelo del sueño
parecían elevarse como volutas de incensario, pecaminosas sugestiones. La noche
tenía una profundidad silenciosa quebrada regularmente por el remoto son de las
campanas. Era tarde. Un reloj lejano dejaba escuchar una a una las doce campanadas de la noche mediada.
Afuera, bajo la luz de un farol,
un hombre permanecía de pie, con el punto rojizo de un cigarro encendido en sus
manos y la mirada puesta en su ventana. Un hombre, que ella bien sabía, su padre nunca
aceptaría y que allí afuera, en la penumbra de la calle, esperaba por
ella. Sutilmente, se ha asomado varias
veces, a la ventana para contemplarlo detrás de las pesadas cortinas.
Temblorosa, extrae de su seno el papel arrugado y veinte veces leído con ansiedad a lo largo de
la tarde y de la noche. Es cuestión de resolver de una vez. Vive en
esos momentos la extraña fascinación de la hora decisiva. Es ahora o
nunca. Así lo ha expresado él en su carta. No esperará más. Al día siguiente
partirá muy lejos.
Pensativa, sabiendo que los minutos pasan y que
afuera alguien la espera, recorre con sus ojos rincón por rincón, objeto por objeto. Cada
cosa de aquella estancia guarda para ella la enternecedora significación de un
recuerdo. Su madre, muerta ya, le habla todavía con el lenguaje de la
memoria.
Ante su vida se abre una interrogación
melancólica. ¿Valdrá la pena dejarlo todo, para siempre, por un riesgo
amoroso? Una temblorosa cobardía se arremolina en su alma. No está segura de sus
propios sentimientos. Quizá es preferible
dejar a los días la solución de aquel conflicto. Entretanto, la llamada
afectiva permanece de pie, bajo el farol vecino.
Los pensamientos se
arremolinan en su mente. Partir, dejar todas aquellas cosas entrañablemente ligadas
a su infancia amable y a su adolescencia
taciturna, es algo demasiado difícil para ella. Su existencia está arraigada a los objetos que
la rodean. Su padre ya está viejo. “Mañana,
al despertar, se encontrará con la trágica nueva de que su niña se ha fugado como una malhechora bajo las sombras de la noche”. Aquel
pensamiento tortura su corazón. Presa de
angustia, rompe a llorar desconsoladamente.
Su
padre, alarmado por sus sollozos, ha despertado.
-Hija,
¿qué te pasa? ¿Sigues despierta todavía? ¿Te sientes mal?
-No, papá,
no. Me distraje leyendo un libro, me emocioné con la lectura. Ya sabes cómo
soy. No te preocupes, estoy bien. Vuelve
a dormir. Ya voy a acostarme.
De repente, ya no
siente temor. Dueña de una decisión que a ella misma le sorprende y marcará su
vida, extrae la carta de su seno y la acerca a una vela encendida donde se reduce a
cenizas.
Con el
corazón súbitamente tranquilizado entra a su alcoba para disfrutar el
tranquilo sueño de los ángeles. Su pretendiente nunca volvió.
Leonor
María Fernández Riva
Diciembre 3 de 2016