Licencia matrimonial
Era ya bien entrada la mañana y las calles del
centro de la ciudad aparecían congestionadas por una masa humana
variopinta y vibrante. Los vendedores ambulantes ofrecían a voz en cuello las
más diversas mercaderías: mangos, pitayas, piñas, empanadas, buñuelos,
loterías, revistas, almanaques, correas, corbatas, camisetas y todo lo
imaginable. Varios mendigos, de apariencia miserable, aguardaban
recostados en los muros de la alta catedral la limosna fortuita de los cientos
de transeúntes. El tránsito de los vehículos era lento, en parte, por lo
estrecho de la calles y en parte, por la pésima graduación de los semáforos y la
anarquía de los conductores. A cada interrupción, se dejaban escuchar sus
persistentes bocinas. El sol estaba ya en su cenit y el calor
arreciaba.
Pero allí, en medio de todo ese caos,
del sol inclemente y del sofocante calor, algo refrescante para el
sorprendido forastero: el desfile constante de hermosas mujeres; un
espectáculo de belleza y de coquetería sin par. Como parte de su trabajo, Steve Carpenter ha visitado diferentes países de las más variadas culturas, pero en ningún otro observó por sus calles tanto garbo y hermosura. La exuberante
vegetación de aquella ciudad es algo que
también le ha impresionado gratamente. Está encantado. Qué diferencia con aquel peladero en
el que hasta hace poco transcurrían sus días.
Y sin embargo, nunca antes tuvo noticias de aquella ciudad. Al conocer a Adriana se preocupó por ubicar la ciudad en la que ella vivía en un mapa de
Sudamérica y entonces se enteró de que ésta era apenas un pequeño punto
situado al occidente de la capital de aquel país del que solo tenía
referencias preocupantes.
La determinación de viajar hasta allá para casarse con alguien que conocía tan poco y desde hacía tan poco tiempo, fue muy cuestionada por su familia y hasta por sus compañeros de escuadrón, pero él se mantuvo firme.
Ahora, allí, en medio de esa vibrante
marea humana, su corazón rebosa satisfacción. "Fue una excelente
decisión", piensa para sí.
Todo
está resultando mucho mejor de como lo había planeado. Adriana, físicamente,
es mucho mejor que en las fotografías o en la pantalla del computador
y tiene además, un carácter muy
agradable. Al conocerse en persona, surgió entre ellos una excelente
química. Cuánta suerte tuvo al contactarla y lograr convencerla de que
aceptara ser su esposa. Gracias a ella logró obtener la licencia que tal vez le libró de una muerte
segura. Sí. Le debe la vida. Ha escapado literalmente del infierno. Es una licencia corta, es cierto,
pero ya se dará sus modos para que se prolongue un poco más.
Cuatro meses atrás, al volver de una de
las más trágicas misiones llevadas a cabo en la base de Afganistán, a la
que había sido asignado, Steve Carpenter, el destacado marine
norteamericano empezó a concebir la idea que una semana antes le
hizo atravesar el mundo al encuentro de una esperanza.
En la base no había mucho que hacer
durante las noches y uno de los escapes que encontró para alejarse de la
terrible realidad de sus días, fue precisamente hacer amistades por la
web. En uno de esos programas tuvo la oportunidad de conocer chicas de diferentes partes del mundo e intercambiar con ellas una serie
de correos. Adriana fue una de ellas. No era precisamente una muchacha.
Tenía ya treinta y cinco años y había estado casada hasta hacía pocos años;
no tenía hijos y llevaba una existencia más bien solitaria ocupada de
realizar traducciones con las que se ganaba la vida. Cuando la contactó
por internet, de inmediato surgió entre ellos una especie de química virtual.
El hecho de que ella conociera el inglés fue un punto muy importante para que
la relación floreciera. No obstante, los dos tenían claro que aquello era
solo un flirt pasajero, algo sin mayor trascendencia. Sus dos soledades
se habían encontrado de manera circunstancial pero había infinidad de cosas que
los separaban, una de ellas era la distancia. Varias circunstancias sin
embargo, se unirían para mover a Steve a pensar en llevar aquella
relación a algo mucho más profundo.
Diez años atrás, a la edad de veinticinco
años, movido por un intenso y sincero patriotismo, Steve Carpenter
ingresó a la armada norteamericana. Quería convertirse en
marine. Sus primeros momentos en la institución no fueron fáciles, el
entrenamiento era riguroso. Pero estaba dispuesto a superar todas las
dificultades. Nada le hizo más feliz que usar su uniforme el día de su
incorporación formal al cuerpo de marines. No cabía de orgullo. Ahora
formaba parte de la mejor fuerza de combate del mundo. Se había
convertido en un verdadero marine, un combatiente entrenado en el arte de la
guerra. En los años siguientes su valiente desempeño lo hizo
distinguirse en varias misiones. Luego de la Operación Libertad Duradera en
la cual Estados Unidos invadió Afganistán y de la Operación
Libertad Iraquí realizada en el 2003 fue ascendido a suboficial
5, con mejor sueldo, mayor distinción… y mayores responsabilidades.
Es ya un combatiente curtido, pero la campaña de
la que forma parte ahora en Afganistán, es la
que más le ha impactado. Aquel es un territorio desapacible,
conformado por poblaciones paupérrimas asentadas sobre terrenos áridos y
pedregosos y montañas empinadas y desérticas en las que solo
pastan cabras. Un panorama desolador carente de vegetación y de frescura.
Le conduele ver la miseria de aquellos seres, quisiera
confraternizar con ellos, pero les está completamente prohibido tratar de
acercarse a la población. No hay cómo fiarse de nadie. Su fanatismo
lleva a los pobladores a inmolarse con tal de causar daño a
los odiados invasores. Ya no pueden fiarse ni siquiera de los niños. Uno de
ellos se acercó en días pasados a uno de los guardias del
campamento y antes de que este pudiera prevenir un ataque hizo explotar los
explosivos que traía amarrados a su cintura. Fallecieron no solo el
niño causante del ataque sino también el imprudente vigía y quedaron gravemente
heridos cuatro suboficiales que se encontraban cerca en esos momentos.
Steve ha visto reflejado un odio salvaje
en los ojos de hombres, mujeres y niños. Sabe que quieren que se
marchen. Y ha llegado a pensar que eso es cuando menos justo. Ese es su país. Pero no se atreve a confiar a
nadie sus pensamientos, es un militar y tiene muy claro que no debe
cuestionar las misiones que tiene a su cargo. En su interior, sabe sin embargo
que a pesar de su poderoso armamento y de sus excelentes tácticas de combate, están estancados en una
lucha sin fin contra un enemigo que no solo no le teme a la muerte sino que
hasta parece desearla. Y Steve sabe bien
que no hay enemigo más peligroso
que aquel que nada tiene que perder.
Los días transcurren en el campamento en
medio de un calor agotador, de una lucha sin tregua y de una zozobra
constante. Las últimas misiones han dejado un saldo de varios muertos y
heridos. No hay un día en que algo trágico no suceda. Los guerrilleros
talibanes emboscados entre las ranuras y cuevas de las montañas, les han
causado bajas sensibles. Se mimetizan entre las rocas y el color ocre del
paisaje. Parecen salir de la nada y compensan lo obsoleto de sus armas con su temeridad y una excelente puntería. En varias ocasiones ha
visto caer a su lado, mortalmente heridos a sus compañeros. Sabe que su turno
tal vez está cercano.
Pero entonces, algo ocurre que lleva esperanza
a su corazón: uno de los integrantes del batallón pide una licencia para
ir a su ciudad natal a casarse. Steve se muestra escéptico, cree que no se
la van a conceder, pero para su sorpresa, el motivo justifica la licencia
y su compañero obtiene una respuesta
positiva. Presa de una angustia que no puede expresar, pero que lo acosa
día y noche, Steve ve en esa circunstancia una tabla de salvación.
Esa noche, reunido con sus
compañeros de armas en el casino de la unidad les comenta su intensión de
casarse con aquella chica que ha conocido por internet en un país
de Sudamérica. Pero su proyecto no es bien recibido, llueven las objeciones: “¿Cómo
vas a comprometerte con alguien que apenas conoces?” “Eso es algo por
completo descabellado”…
El único que guarda silencio al
tiempo que lo observa fijamente, es Christhopher, un joven de color
recientemente agregado a la unidad. Es oriundo de Nueva Orleans y ya varias veces les ha dado muestras de una
percepción fuera de lo normal. Cuando todos han emitido su opinión,
rompe su silencio: "Haz lo que creas más conveniente, Steve. Pero debes saber que es
difícil escapar a nuestro destino. Cualquiera
sea tu decisión, debes tener cuidado. Corres un peligro inminente".
Sus palabras son tomadas con guasa por sus
compañeros quienes en medio de grandes carcajadas repiten a voz en cuello:
"¡Corres peligro inminente, Steve! ¡Corres peligro inminente! ¿Y nosotros
no, Christhopher? ¿Nosotros no?". La reunión se dispersa
en medio de risas, deben madrugar al día
siguiente.
Pero Steve, sí toma en serio sus palabras y se afirma en su decisión. En los
días siguientes se ocupa de profundizar su relación con Adriana. Le habla de
sus sentimientos, del amor que le ha inspirado. Poco a poco, a través de
correos apasionados, la convence de que
la quiere, que desea casarse con ella. Y no es una mentira, a lo largo de sus conversaciones
virtuales ha nacido entre ellos el amor.
Adriana acepta. Y se siguen entonces unos días
llenos de apremiantes trámites, papeles, certificados, documentos,
autorizaciones. Las llamadas van y vienen. Hasta que por fin, todo está listo.
Steve pide a su comandante licencia para viajar a Suramérica a casarse. Ahora,
debe esperar su aprobación. La respuesta positiva llega un mes después
cuando Steve ya casi ha perdido la esperanza. Emocionado, alista
su equipaje, se despide de sus compañeros, realiza una visita relámpago a
su madre y toma el vuelo más rápido a Suramérica.
Y
allí, está ahora, esperando a Adriana, en medio de esa bulliciosa
plaza, mientras ella realiza una gestión en el banco. Prefirió quedarse
allí, en medio de la gente, continuar conociendo el lugar y disfrutando ese ir y venir
femenino que le parece tan atractivo.
Pero
Adriana se está tardando. Consulta su reloj y sin saber por
qué empieza a sentirse un tanto inquieto. La sensación placentera
experimentada minutos antes ha desaparecido. Sin razón aparente, toda esa marea
humana empieza a parecerle, opresiva, amenazante. Se siente
extraño, intruso en un lugar que no es el suyo. Por un momento
experimenta la misma sensación de temor que se apoderaba de él antes de
iniciar una misión en la lejana base de Afganistán.
No
conocer el idioma es algo que también lo confunde. No entiende lo que la
gente le ofrece o le pregunta y por otra parte, al escuchar su dejo
extranjero, las personas se lo quedan viendo con extrañeza. Quizá no fue
una buena idea quedarse solo. Saca su celular para llamar a Adriana, pero
ella no contesta su llamada. Seguramente no puede hacerlo al interior del
banco. Vuelve a intentarlo. En ese momento, un joven de expresión huraña se
acerca hasta él. No entiende lo que le dice pero por su gesto comprende
que le pide su celular. Y no de muy buena manera.
Imposible.
No puede dárselo. Eso no. Allí tiene todos sus contactos. "Tal
vez" , piensa , se "contente con algo de
dinero".
Mete su mano en la chaqueta para sacar su
billetera y en ese instante escucha el grito angustiado de
Adriana: "¡Cuidado, Steve, tiene un arma!".
Y simultáneamente,
antes de caer inerte sobre el pavimento, escucha el fuerte estallido
y siente en su pecho el terrible escozor.
Leonor María Fernández
Riva
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