Un
secuestro afortunado
Como todos los días, Fabián se despertó esa
madrugada cuando recién empezaba a clarear el día. Se bañó, se
vistió rápidamente, tendió su cama y bajó a la cocina en donde su madre se
encontraba ya preparando el desayuno.
–Buenos,
días, mijito, ¿qué tal durmió? Le preguntó ella amorosa, cuando se acercó a
darle el beso de buenos días.
–¡Más o
menos, ma! Creo que al final vamos a tener que cambiar el colchón de mi cama,
está demasiado duro. Y cuando me despierto por la noche ya no me puedo volver a
dormir. Doy vueltas y vueltas y por ningún lado me acomodo. Ayer me desvelé
bastante.
–¡Ay,
hijito! Poco a poco iremos haciendo todo lo que se necesita. Ya usted sabe que la
pensioncita que dejó su papá no es gran cosa. No alcanza para nada.
–Ya sé, ya
sé, ma. No me haga caso. Hablo por hablar. Ya falta poco para que termine y
ahí, ya la cosa será otra cosa. ¡No, no, no! No me vaya a hacer huevos hoy, tengo el
estómago un poco rebotado con la comida que nos dieron ayer donde Luis.
No estoy acostumbrado a comer esas cosas. ¡Quién sabe qué me haría daño!
Solo deme un tinto con arepa, ma, por favor.
–¡Quién sabe
qué me haría daño! ¿No será mijito, que se tomó unos traguitos? Lo que debe
tener es guayabo.
–Le juro,
que no ma. Hoy teníamos clases. Lo de ayer fue solo una comida.
Ya mijito,
pero ¿no quiere que le prepare más bien una agüita de manzanilla o de apio?
–No, ma, gracias, no tengo mucho tiempo. Deme
no más el tinto. Se me ha hecho un poco tarde y Luis va a venir a recogerme. No
se imagina el carrazo que le regalaron por su cumpleaños. Voy corriendo a
lavarme los dientes porque ya debe estar por llegar.
Efectivamente, a los pocos minutos, se oye el claxon.
Fabián baja corriendo, da un abrazo a su madre y sale al encuentro de su amigo.
–Hola, Luis,
¡tremendo bólido el que te han dado, hermano! ¡Quién como tú! Eso se llama
nacer con suerte –dice a su amigo a modo de saludo.
– Sí, ¿no es
cierto? ¿Cómo lo ves? No te niego que es una chimba. ¡Oye! Te propongo una
cosa, ¿sabes manejar, no es cierto? Pues manéjalo unas cuantas cuadras,
hermano, o hasta la Universidad si te
animas.
–¿Lo dices
de veras, Luis?
–Sí, hombre,
sí. ¡Anímate!
–¡Bueno! ¡Para
luego es tarde! Vamos antes de que te arrepientas.
Lleno de
expectación, Fabián se pone al volante y luego de familiarizarse un poco con
los controles toma la ruta hacia la universidad. Disfruta al máximo manipulando
los complementos del moderno auto: la radio, el aire acondicionado, los
mecanismos automáticos, el claxon… En medio de risas y bromas, los dos
amigos comparten un momento muy especial.
Distraídos,
no caen en la cuenta de que una camioneta los empieza a seguir. Al llegar
a una bocacalle casi desierta, la camioneta en una rápida maniobra los adelanta
y se detiene en seco frente a ellos. De inmediato, cuatro hombres se dirigen
hasta su auto, los rodean y los encañonan con armas largas. El
desconcierto de los amigos es total. En Luis, de carácter vibrante y
encendido, puede más la indignación que la prudencia.
–¡Ratas de mierda!
–exclama mientras ágil abre la cajuela y toma su arma, pero en ese momento un
tiro en la frente lo deja sin vida.
Fabián, impactado ante lo sucedido, se queda como en
suspenso paralizado por el terror. No puede apartar la mirada de su amigo inerte y ensangrentado sobre el asiento
del vehículo. Pero no tiene tiempo de pensar en nada. A golpes y empujones
dos hombres lo sacan del auto y lo tiran en la parte trasera de la
camioneta. Después de amarrarlo y amordazarlo, emprenden la marcha. Junto a él
se sienta uno de sus captores.
No tiene
idea de cuántos kilómetros han recorrido. Solo sabe que son muchos. Le duele todo el cuerpo por los golpes
recibidos y siente en su mente una confusión y una angustia inmensa.
"Entonces, he sido víctima de un
secuestro. Es así como ocurre, pero, ¿ por qué a mí, por qué a mí? Soy
una persona de escasos recursos. Apenas si nos alcanza a mi madre y a mí para
vivir. ¿Qué objeto tiene secuestrarme?".
Luego de
un recorrido que le parece eterno, la camioneta se detiene y a empujones es
bajado e ingresado a una vivienda. Lo desamarran, le quitan la venda de
los ojos y lo hacen bajar por unas gradas muy estrechas que llevan a un cuarto
minúsculo y oscuro. Al llegar abajo, lo tiran sobre una banca de cemento y se
marchan.
Fabián siente que atrancan con algo pesado la
puerta del agujero por el que lo bajaron. El lugar es muy pequeño y oscuro. Solo una luz casi
imperceptible entra por un diminuto respiradero en la pared. Se asoma para ver
si reconoce algo, si ve a alguien, pero enfrente solo hay una edificación al
parecer muy vieja y ya en ruinas. Un sitio desolado. Tiene el cuerpo
molido por los golpes y su estómago revuelto. Pegado a la banca hay un
sanitario y un pequeño lavamanos. Vacía sus esfínteres y agotado en cuerpo y
alma se tiende en la banca de cemento y se queda dormido.
Pocas
horas después, despierta sobresaltado. Guardaba la ilusión de estar viviendo
solo una pesadilla, pero con angustia comprueba que todo es real. Ha sido
víctima de un secuestro. No tiene idea de la hora. Le quitaron su reloj y todas
sus pertenencias. De pronto, siente que alguien mueve algo arriba, luego, se
abre la puerta por donde lo bajaron y un hombre cuyo rostro no alcanza a
divisar, le baja desde arriba en una canastilla algo de comer.
–¡Oiga!
–le grita Fabián, desesperado– ¡Se han equivocado conmigo, soy pobre, no tengo
ni en qué caerme muerto! ¡Déjenme salir, por favor!
En respuesta solo siente que dan un portazo y
trancan de nuevo la entrada.
El tiempo empieza a transcurrir lenta, muy
lentamente. Pasan varios días. En el estrecho nicho en que se encuentra no
tiene espacio ni para caminar unos pasos. Lo único que puede es pensar. Su
mente, trastornada y anhelante va de una situación a otra, de un tiempo a otro.
Piensa en su madre, ¿cómo estará? No es justo, que le pase esto, ya sufrió
bastante con la muerte de su padre ocurrida tres años antes en un accidente de
tránsito. Y luego, haciendo frente a los gastos de la casa con un ingreso
mínimo. Su padre trabajaba como contador en una empresa pequeña, pero
redondeaba su sueldo llevando contabilidades a varias personas. Cuando
falleció, solo les legó su pensión. Con ella, su madre se las ingenia para
seguir viviendo decorosamente y sobre todo, para continuar costeándole su
carrera de ingeniero. Un enorme sacrificio al que Fabián ha tratado de
responder siempre con su mejor empeño. Experimenta de pronto una sensación de
remordimiento al recordar sus quejas acerca de su colchón y hasta de la comida
que le prepara su madre. Una gran
injusticia. “¡Si ella me viera ahora, durmiendo sobre cemento, sin nada con que
cubrirme!”.
Sin embargo, tiene a su favor que siempre ha
sido un excelente alumno; esa condición es precisamente la que lo llevó a
convertirse en íntimo amigo de Luis Ángel, uno de sus compañeros más
adinerados. Su amistad se inició cuando Luis le consultó en repetidas ocasiones
acerca de complejas facetas de varias de sus asignaturas. De esa manera, y a pesar
de la diferencia de estrato social, fue surgiendo entre ellos una estrecha
amistad.
Verlo caer
exánime, ensangrentado sobre el asiento del carro que acababa de recibir de
regalo en su cumpleaños, fue para Fabián un golpe muy fuerte. Su mente se niega
a aceptar que algo tan cruel haya ocurrido. Pero sabe que todo es real y que él también corre el mismo peligro de muerte,
que tal vez le falta poco para morir.
Sus
pensamientos, se detienen al sentir que desatrancan la puerta y la abren. Dos sujetos bajan por las gradas.
El uno con una linterna y el otro apuntándole con un arma. Traen algo de comer y de beber.
–¿Le gustó
su alcoba al caballero? – pregunta con sorna el que parece ser el jefe– Si no
está muy contento podríamos mandarlo a dormir a un lugar más placentero
donde el sueño es más profundo. ¡Ganas no me faltan, imbécil! Por tu culpa ya
murieron dos compañeros y es posible que mueran más. Se equivocaron contigo. Al
que queríamos era al muertito. ¿Por qué manejabas tú el auto?
Así, que
era eso. Por eso se había salvado. Pobre Luis, en ese país, tener dinero era un
riesgo extremo.
–Mi amigo
quiso que manejara su auto para que comprobara por mi mismo lo excelente que
era. Estaba recién comprado –contesta casi en un murmullo.
–¡Háblame claro
cuando me hables, pendejo! Pues sí, mira cómo son las cosas, eso fue lo
que te salvó. Pero creo que pronto vas a envidiar al muertito si tus
amigos no reúnen para tu rescate.
–¡Déjeme
salir, por favor! –implora angustiado –mi madre y yo somos pobres, no nos
alcanza ni para vivir. Mis amigos tampoco tienen dinero.
–¡Si sales
sin pagar rescate será con los pies por delante, cabrón! Vamos a ver qué pasa,
esta película todavía no termina, parece que el padre del muertito quiere
ayudarte. ¡Ruégale a tus santos que así sea!
–¡Se lo
ruego, tenga piedad de mi!
–¡Cállate
imbécil!
Los días
fueron pasando lentos, interminables, angustiosos, desesperados. Una lenta
agonía. Fabián tiene apenas para su aseo un pedazo de jabón de lavar ropa que
trata de no gastar. No puede bañarse, ni afeitarse, ni lavarse los dientes.
Duerme sobre la cama de cemento sin nada que amortigüe su dureza, sin nada que
lo cubra. Su ropa está sucia, sudada, huele mal. Sabe que allí solo puede
esperar la muerte.
Una noche
sus nervios, ya siempre de punta, experimentan un nuevo y terrible
sobresalto. Es ya muy entrada la noche y a través del pequeño agujero que sirve
de ventilación, se refleja de pronto una luz intensa. Curioso se empina para
ver qué ocurre, y cuál es su asombro, al ver un monje encapuchado con
un hábito semejante al de los franciscanos que parece levitar y señala con una
mano flaca y transparente hacia la casa en ruinas.
Fabián,
aterrado, piensa que aquel es un espectáculo montado por sus guardianes
para torturarlo. Tiene que ser eso. Dos veces más esa semana vuelve a repetirse
la extraña aparición.
–¿Por qué
me atormentan ustedes con esas apariciones fantasmagóricas, no les parece que
estar aquí ya es suficiente tortura? –le pregunta a uno de sus carceleros
cuando una mañana le bajan por el agujero de entrada el desayuno.
–¿Dé que
hablas, imbécil? ¿Te estás volviendo loco? Tenía razón el jefe cuando
dijo que no eras tan resistente como aparentabas. ¡Mejor que tus amigos se den
prisa!
Fabián
supo entonces que las apariciones no tenían nada que ver con sus captores. Eso
lo aterró aun más. A lo mejor desde el más allá le anunciaban su muerte o quizá
estaba realmente perdiendo el juicio. Las
apariciones continuaron repitiéndose intermitentemente.
A pesar de
no tener una idea exacta del tiempo transcurrido, Fabián sabe que han pasado ya
casi tres semanas en ese cautiverio Poco a poco, en medio de su desolación, ha
ido resignándose a que ese agujero será su tumba.
Una noche,
siente un gran revuelo en la planta de arriba, gente que corre, tiros y gritos.
Luego, un silencio sobrecogedor. De pronto, la puerta del agujero se
abre violentamente y arriba, en lo alto de la escalera, aparece un
militar con ropa de camuflaje. No puede creer lo que ve. ¿Será otra ilusión de
su mente?
No, no lo
es. Varios militares llegan hasta él y al observar su estado de nervios, le dicen que esté tranquilo, que están ahí
para liberarlo. Pertenecen a una unidad especial del Ejército entrenada para
liberar personas secuestradas. Han llegado hasta él por información de uno de sus
raptores que desertó y pidió protección especial al verse perseguido por los
mismos terroristas autores de su secuestro.
Y volvió a
ser libre. Y supo entonces la felicidad que era tener cerca de nuevo a su
madre, disfrutar de sábanas limpias, de un colchón que le pareció en adelante
relleno de plumas, de comida caliente, de luz, de sol, de libertad.
Y pasaron
los días. Terminó los dos semestres que habían quedado inconclusos durante su
secuestro, se graduó y empezó a practicar su profesión con mucho éxito.
Una noche,
en la que junto a su madre se encontraba de paseo en la finca de una tía
lejana, escuchó con interés las historias de apariciones y entierros que la anciana tía relataba con
gran expresividad y absoluto convencimiento. Al escucharla, Fabián cayó en la cuenta
de que lo que él había visto
durante su secuestro no eran simples
apariciones, y menos aun, bromas de su mente: eran un aviso. El aviso de un
entierro. Y tal vez muy valioso.
Nadie pudo
comprender su deseo de volver a visitar el sitio de tan funesta recordación. Y
menos todavía que invirtiera todo su sueldo en comprar aquella vivienda en
ruinas y que pasará allá todos los fines de semana tumbando paredes y levantando pisos con el aparente fin de reconstruirla. ¿Habría su mente desvariado a
raíz de su secuestro?
Tal vez, pero lo cierto es que un año después,
de ocurridos estos sucesos, Fabián
Fajardo se marchó del país y no se volvió a saber nada de él.
No hay que
hacer caso a los chismes y habladurías de las gentes porque suelen ser forjados
por su imaginación desbocada y por su deseo de llamar la atención, pero según contó uno de sus antiguos compañeros de
universidad que dijo habérselo encontrado en Europa, varios años después,
Fabián vivía allá, junto con su madre, una
existencia envidiable, en medio del mayor confort y de una manifiesta y muy sorprendente, solvencia económica.
Para todos fue un misterio inexplicable el cambio tan afortunado acontecido en su antes precaria existencia.
Para todos fue un misterio inexplicable el cambio tan afortunado acontecido en su antes precaria existencia.
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