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lunes, 4 de julio de 2016

La última entrevista 1


El hombre cansado de estudiar dormir sobre los libros Foto de archivo - 37149333




Lorenzo Ayscarddi, se resiste a creerlo.  La solicitud enviada por él  al eminente y laureado escritor ha sido respondida. ¡El maestro ha aceptado recibirlo!

Tratando de contener su euforia y con la carta en la mano se dirige a comunicarle a su jefe la buena noticia. Al conocerla, este también manifiesta su complacencia:

–¡Caramba, señor Ayscarddi, ha conseguido  usted lo que nadie había  logrado en años! La vida de este escritor ha estado sumida en el más profundo silencio y hermetismo desde hace mucho tiempo. Ha interpuesto entre su vida personal y el mundo un muro impenetrable. Dígame, ¿cómo lo convenció?

–No creo haberle dicho nada especial, jefe, solamente le dije que era un profesional joven,  que estaba haciendo mis primeros pinitos en el periodismo y que ansiaba al igual que lo hizo él y otros grandes de la literatura, dar luego el  gran salto para convertirme en un escritor de renombre.  Quizá fue mi insignificancia, mi candidez la que lo conmovió, ¿no lo cree usted?

–Puede ser… sí, quizá fue eso.  ¿Cómo podemos saber qué tiene en su corazón un hombre tan brillante, pero  ya anciano y completamente aislado del mundo? Le deseo suerte señor Ayscarddi. Esta puede convertirse en su  mejor entrevista.  Hable con mi secretaria para que vaya con un fotógrafo. Necesitamos unas tomas. ¡Adelante!

Al día siguiente, a la hora acordada el periodista acude en compañía del fotógrafo del periódico  hasta la residencia del escritor. Un empleado correctamente vestido  le abre la puerta y le saluda amablemente.

–Buenas tardes, señor Ayscarddi, pase por favor, el maestro ya lo está esperando.

–Gracias, responde Lorenzo y al ver  que el empleado hace un gesto como diciendo, “solo usted”, añade– José viene conmigo, él también trabaja en el periódico. Su presencia es necesaria para la entrevista. 

Con un gesto dubitativo, el empleado los conduce por el corredor hasta un amplio cuarto de estudio. Allí, en medio de estanterías repletas de libros está el escritor, sentado en una silla reclinomática frente a un inmenso televisor. 

Eufórico, Lorenzo se aproxima y estrecha calurosamente la mano que el escritor le extiende a modo de saludo con una sonrisa un tanto  irónica.

–Buenas tardes mi joven amigo –dice, mirando la tarjeta que Lorenzo le entrega– Dígame, señor Ayscarddi, el señor que lo acompaña es un fotógrafo?

–Sí, lo es –contesta Lorenzo y añade– ¿Le molesta acaso?

– No, no es molestia precisamente lo que siento, es más bien pudor. Puede usted observar, amigo periodista que mi aspecto puede ser desconcertante,  para quien ha dejado de verme todos estos años.  Le ruego  –añade dirigiéndose al fotógrafo– tomar solo una o dos fotos como para satisfacer la curiosidad de los lectores y luego le agradecería se retire, por favor.   No quiero más tomas. 

–Como usted desee  –replica Lorenzo y dirigiéndose al fotógrafo que ha escuchado todo, le aconseja el mejor ángulo para tomar esas dos únicas fotografías.  

El aspecto del escritor es en verdad sorprendente. Nada en él revela esa elegancia y esa prestancia que lo distinguió siempre. Viste unos pantalones amplios, guayabera blanca y sandalias. Está delgado, muy delgado. Su cabello, antes corto y negro,  es ahora blanco  y largo  y lo lleva recogido  en la nuca. Una barba también canosa cubre en parte  los profundos surcos de su rostro. El hombre recio de hace unos años se ha convertido en un anciano, solo sus ojos conservan la pasada y enérgica vivacidad.  

En tanto el fotógrafo alista su cámara, Lorenzo pasea la vista por la habitación. El piso está casi por completo cubierto por una colorida alfombra persa;  en el amplio ventanal, un cortinaje pesado que no permite ver la luz de la calle; al centro del cuarto un escritorio de fina madera labrada sobre el que solo se ve un  computador portátil y una maceta florida. libros, muchos libros, estanterías repletas de  ellos. Empotrado en la pared un gigantesco televisor y al frente, varios sillones y la silla reclinomática en donde se encuentra en ese momento el escritor.

Lorenzo no puede evitar un sensación de sorpresa al observar el programa de televisión que acapara la atención  del maestro: Los tres mosqueteros. Aparta su mirada al darse cuenta de que este  lo observa con expresión un tanto burlona:

–Siéntese por favor, señor Ayscarddi. Veo que le sorprende el programa que estaba viendo. Sí, estoy siguiendo esa serie. Muy buena por cierto. Es difícil compilar en tan poco espacio de tiempo una obra de aventuras tan interesante y tan llena de facetas y personajes como esta de mi admirado Dumas, pero el director ha logrado hacer un buen trabajo. Este aparato, señor Ayscarddi es una verdadera maravilla. Me he aficionado. ¿Puede usted creerlo?

–Este invento hace parte de los tiempos que nos ha tocado vivir maestro. Pero sí, no se lo niego, me sorprende un poco esa afición, yo me lo imaginaba escribiendo su próxima obra o inmerso en alguno de los muchos libros que se publican actualmente.

–Sí, ¿verdad? Eso es lo que la gente imagina. Pero sabe usted una cosa? A mi vida llegó un día el hastío.  Sabe usted lo que es el hastío, señor Ayscarddi?

–Claro maestro, apatía, desgana de hacer algo.

–Exactamente. Es una especie de fastidio, de tedio, una gran fatiga interior.  Eso me ha ocurrido, señor Ayscarddi. 

–¿Fatiga de escribir, maestro ?

–Yo lo llamaría fatiga de vivir. Un hastío que lo  invade todo. Pero cuénteme de usted señor Ayscarddi, es por eso que he aceptado recibirlo. Quiero que me diga lo que está haciendo, cuál es su propósito al escribir, qué espera alcanzar después  de todo su esfuerzo. 

–Poco es lo que puedo yo contarle, maestro, soy tan solo un recién graduado en comunicaciones que empieza a abrirse paso en el mundo periodístico. Mi más ardiente deseo, sin embargo, es seguir sus pasos. Sé que usted  empezó su vida literaria en un periódico y luego se convirtió en el gran escritor que es ahora. Yo anhelo hacer lo mismo…

–Loable propósito. La redacción de los periódicos es en verdad  uno de los mejores ambientes para un escritor. Pocos recuerdos tan gratos como los que tengo del tiempo que trabajé en el periódico hace ya tantos años. Me veo reflejado en ti muchacho,  joven,  soñador, con ideales. 

–Sí, maestro, pero mi sueño no es quedarme ahí; aspiro a  convertirme en  un escritor de prestigio. No tan grande como usted, claro, no ambiciono tanto, pero sí llegar a ser un excelente escritor. Un autor que tenga el respeto de la crítica y el favoritismo de sus lectores.

–Voy a decirte algo, muchacho. No sé qué tan buen escritor podrás llegar a ser. Ni sé cuánto talento, cuánta inspiración y cuánta perseverancia posees para lograrlo. ¡No, no, no saques nada, por favor! –se apresura a decir el anciano al ver que el joven se dispone  a abrir su maletín–  Si me has traído algún texto tuyo, lamento decirte que no podré leerlo. Luego comprenderás. Pero si puedo asegurarte algo, si llegas a convertirte en un escritor de prestigio, añoraras por siempre estos años de tus inicios. Este es mi consejo: Disfrútalos. En ocasiones, los escritores por el ansia de escribir, dejamos de vivir. 

La entrevista con el maestro está tomando un giro que a Lorenzo Ayscarddi no le agrada. Es él quien está siendo entrevistado. Tiene que  tratar de saber el motivo de este destierro voluntario, de este silencio que envuelve  ahora la vida del escritor.

–Dígame, maestro –dice tratando de retomar el protagonismo de la conversación– ha escrito usted algo en estos últimos años?

–Lo poco que escribí hace un tiempo, lo destruí. Eran ya textos sin alma. Lo único que sobrevivirá de estos años es mi testamento. Interesante por cierto, hay  una buena tajada para repartir y pocos, muy pocos los merecedores de recibir algo. Más de uno quedará defraudado.  Lo único que se ha escapado de la pira y que creo ha alcanzado cierta notoriedad es una poesía que escribí reflejando en ella mi estado de ánimo, las cosas que me hubiera gustado hacer y no hice. Unos versos anónimos. Nada especial. Unos se la atribuyeron a Borges y otros, a una escritora portuguesa, pero era mía. De todos modos no tiene importancia, nada de eso me interesa ya. 

–Maestro, a pesar de este ostracismo voluntario en el que se encuentra sigue siendo usted una voz muy respetada en la literatura, me gustaría que compartiera conmigo los títulos de esos  libros que fueron los que  más influyeron en su obra o los últimos que ha leído.  Pienso que para mi sería útil recorrer ese mismo camino. Seguir sus pasos.

–Es bueno que sepas que dos escritores no recorren nunca el mismo camino aunque lo intenten. Grábate eso. En estas estanterías están la mayor parte de  los libros que he leído. Cientos. Observarlos me hace reflexionar seriamente en todo el tiempo que les he dedicado. La mayoría no valieron la pena. Me caes bien muchacho y por otra parte he perdido ya el apego por todo. Antes de que te vayas, es mi deseo que tomes de mi biblioteca todos los libros que se te antoje. Todos los que puedas llevar en tus brazos. Te aconsejo que prefieras los clásicos. Son los mejores, no te decepcionan nunca. Solía tener la costumbre de hacer anotaciones al margen. Te sorprenderán.

– Muchísimas gracias Maestro, pero,  esa actitud suya me atemoriza,  piensa usted acaso que va a morir pronto? Está usted enfermo?

– Sí así fuera,  sería  algo natural, predecible y hasta cierto punto deseable. La muerte muchacho, así tratemos de no pensar en ella, nos ronda desde el nacimiento. Siempre la he tenido como una especie de premio a la existencia.  La recompensa  que nos espera al final del camino.   No, no tengo ningún mal  físico si a eso te refieres. Pero desde luego, no hace falta estar enfermo para morir. Lo mío, me temo, es mucho más grave que una enfermedad física. Con los años, uno termina muriendo de muchas maneras aunque la muerte física tarde en llegar.  

– ¿Me desconcierta usted, maestro, podría decirme de qué se trata?

–Ya te hablé de ello hace un momento, muchacho. Sufro de hastío. Una condición que se ha apoderado de mi espíritu y para la que no he encontrado cura. Quizá porque no deseo tenerla. Un hastío total hacia la literatura y hacia el ambiente mezquino y falso que la rodea.  Sí amigo periodista, soy como aquel payaso que hacía reír a todos mientras  que  él se consumía de tristeza. Yo, que he escrito tantos libros, que he hecho tanta crítica y que he sido tan premiado y homenajeado por mis obras, he  perdido el interés por la literatura y por su entorno.  Pero hay algo más grave aun.

–¿Más grave, maestro?

– Sí, mucho más grave: ya no me gusta leer.

– ¿Dice usted que ya no le gusta leer, maestro?

– Tal como lo oyes. En un principio, cuando empecé a notar que no podía pasar de las cuatro  primeras páginas de un libro, intenté analizar qué me pasaba, traté de vencerme a mi mismo y continuar leyendo, pero poco a poco esa condición se fue tornando más y más  aguda. En vano intenté  superar esa extraña situación. Me repetía hasta el cansancio que seguramente era algo pasajero, que un día volvería a mi ese deseo insaciable por la lectura que me acompañó a lo largo de la vida.  Pero fui inútil. Y un día, muy a pesar mío, debí reconocerlo. Había perdido irremediablemente el gusto por la lectura. Ningún libro concitaba ya mi interés.

 Esa es la trágica verdad. Ningún libro me interesa ya. No puedo pasar de las tres primeras páginas de ningún libro. Todo me suena a la misma cantinela repetida intermitentemente a lo largo del tiempo. No encuentro notas nuevas. No encuentro nuevos arpegios. Es más, creo  que me he vuelto alérgico a la lectura, muchacho.  Esa es mi gran verdad. Soy un hombre de letras que ya no lee. Que aborrece leer y que aborrece más aún el ambiente literario.

–Sorprendente esto que usted me cuenta, maestro. Increíble, diría yo. Estoy seguro que debe ser una situación pasajera. Un estado especial de su espíritu, agobiado quizá por tanto asedio mediático, por tantas actividades literarias.

–Convengo en que sí, que quizá todo eso haya influido en este infinito cansancio, en lo que no convengo es en que es algo pasajero. No. Sé que ya no volveré a escribir y hace ya tiempo tuve  la certeza de que ya no volvería a leer nada. Si espera usted convertirse en un escritor, señor Ayscarddy  y me traía algo suyo para leer y comentar, ya sabe que no será posible. He perdido la facultad de interesarme por un texto. 

–Maestro, estoy sinceramente consternado por lo que le pasa. ¿Me permite que le haga una pregunta?

–Tienes mi permiso.

–¿Cómo se siente, maestro? Pienso que tiene que experimentar usted en estos momentos una gran frustración.

–A ver mi joven amigo, los halagos, homenajes, reuniones sociales y comentarios elogiosos no valen ni siquiera un pensamiento de mi parte, todo eso no tiene ningún valor para mi, pero perder el amor por la lectura si fue un poco duro, Ayscarddi, como perder el corazón. A todo, sin embargo, se acaba acostumbrando uno. La vida da  giros sorprendentes. 

–Me deja usted sin habla, maestro no me esperaba algo así. ¿Desea usted que publique esta entrevista? No lo haré si usted no lo desea. Me siento halagado por  haber sido parte de una confidencia tan delicada  y privada como esta.

–Nunca me han interesado mucho los comentarios acerca de mi persona, pero en este momento me interesan menos todavía  –replicó el escritor con gesto adusto dando por terminada la entrevista– Dejo a su criterio, señor Ayscarddi lo que desee publicar.

El escritor apretó un timbre y acudió de inmediato el empleado que hacía las veces de mayordomo.

–James, el señor Ayscarddi tiene mi autorización para llevarse de la biblioteca los libros que desee. Ayúdale a transportarlos a su automóvil. Hasta la vista, amigo periodista, tal vez le interese saber  que esta  que hemos tenido, será mi última entrevista.

–Me asusta usted, maestro.

–No hay motivo para eso, muchacho. Será la última porque el personaje que viniste a entrevistar, ya no existe. 

 Conmovido, Lorenzo Ayscarddi,  extiende su mano para despedirse, pero el anciano se levanta de la silla y lo sorprende con un afectuoso abrazo de despedida. 

–Recuerda – le repite– no importa que tanto te guste escribir, no te olvides de vivir. 

sin prestar ya atención a lo que ocurre a su alrededor, vuelve a sumergirse por completo en su programa favorito de televisión.

Lorenzo Ayscarddi se marcha de la lujosa residencia con el corazón rebosante y los brazos cargados de libros de un valor para él inestimable. Está contento. Fue una entrevista corta, pero sorprendente. Muy sorprendente. 

En medio de su euforia, el rostro surcado de arrugas  del anciano escritor y sus palabras de despedida vuelven de pronto  a su mente. Un pensamiento le asalta: ¿estará quizá el maestro pensando en suicidarse? No le extrañaría. Su vida ahora no parece tener objetivo. Si así fuera no se perdonaría no haber hecho algo para disuadirlo. Su alegría se empaña. Su corazón ya no palpita de contento. Con un profundo suspiro se dirige al periódico.

Entretanto, al  interior de la residencia el escritor se arrellana en su silla para observar cómodamente una película de aventuras.


–James – dice a su empleado que se encuentra sentado a su lado– pide que nos envíen una pizza grande a domicilio y un tarro de helado de chocolate; conversar con ese joven reportero me abrió el apetito. Es un buen chico, me cayó bien. Ojalá no cometa los mismos errores que yo. Esta noche hay una excelente programación. Creo que me acostaré tarde. Y mañana, apréstate para que demos un largo paseo por la campiña. Deseo visitar aquellas amigas tuyas tan divertidas.  Después de todo, la vida es bella.



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